-¿De do vienes, dervis?
-Hoy me he escapado
de la guarida infame del Pirata.
-¿Dónde caíste en su poder?, ¿qué día?
-Mi caique a Scalanova navegaba,
desde la isla de Skio, cuando el cielo
quiso su rumbo interrumpir: las armas
del corsario apresaron nuestras naves,
a su tripulación llevando esclava.
Yo no temo la muerte, y no tenía
riquezas que perder; sólo mi marcha
pudo una noche interrumpir. Mi errante
libertad recobré: la frágil barca
de un pescador se me brindó a la fuga:
y cumpliendo por fin esa esperanza,
hoy vengo aquí, do tu poder me escuda:
¿Quién junto a ti, oh Pachá, teme al Pirata?
-¿Y qué hace allí? ¿Sus presas y sus rocas
a defender soberbio se prepara?
¿Conoce mi intención, sabe que ansío
su nido de escorpión dar a las llamas?
-Pachá, los ojos tristes de un cautivo
al recordar la libertad pasada,
mal a su propio vencedor espían.
Yo escuché sólo en la vecina playa
el murmullo incesante de las olas
que en el negro peñón me aprisionaban.
Sólo el azul de los tendidos cielos
dorados por el sol triste miraba,
sol cuya ardiente claridad no pueden
los ojos soportar de la desgracia;
e intenté, mis cadenas quebrantando,
de mi lloro secar la fuente amarga.
Mi fácil fuga te dirá que viven
sin recordar lo que peligros llamas;
¿pudiera yo, si sospecharan ellos
burlar así su activa vigilancia?
El centinela que mi fuga ignora
no ha de dar la señal de tu llegada...
Pachá, mi cuerpo fatigó la lucha
que ha sostenido con el mar, y ansía
descanso y alimento... Me retiro;
paz a ti y a los tuyos. -Tente, aguarda:
dervis, yo te lo mando... ¿Lo oyes?... ¡Tente!
aquí alimento te traerán mis guardias:
participa también de mi banquete.
Pero una vez tu cena terminada,
escúchame y responde. ¿Lo has oído?
Detesto los misterios.»
¿Quién la opaca
sombra ha visto que rápida la frente
nubló del religioso? Su mirada
casi feroz en el diván la fija,
y desdeña el banquete que le aguarda;
pero fue sólo pasajero rayo
de una encendida y apagada rabia.
Después sentose silencioso, inmóvil,
devuelta al rostro la perdida calma;
sírvenle la comida, y él desdeña
los manjares cual fruta emponzoñada:
Y en verdad que su ayuno y su fatiga
a los glotones convidados pasman.
-Dervis, ¿qué tienes? ¿Piensas por ventura
que sea este festín fiesta cristiana?
¿Odias a mis amigos? ¿Por qué evitas
probar la sal, la prenda más sagrada,
señal de paz entre contrarias tribus,
la que embota la aguda cimitarra,
y convierte en hermano al enemigo,
a quien la tienda se abre hospitalaria?
-Delicado manjar sólo sazona
la sal, y mi alimento en la montaña
es la áspera raíz, y bebo sólo
el agua pura de las fuentes claras.
Mis votos y mi regla me prohíben
partir con nadie el pan. Si os es extraña
esta conducta, y sospecháis que sólo
sobre mi frente vuestras iras caigan;
pero por todo tu poder, por todo
el poder del sultán, mi regla santa
yo guardaré, pues temo del profeta
la cólera divina, y que mis plantas
detenga en el camino hacia la Meca.
-Haz lo que quieras, y tu regla guarda;
pero contesta a una pregunta: ¿Cuántos
son los hombres...? ¡Qué miro...! ¿No es la clara
luz de la aurora? ¡No...! ¿Qué sol, qué astro
alumbra así las adormidas aguas?
¡Como un lago de fuego resplandecen!
¡Oh Dios! ¡Traición!, ¡traición! ¡Vengan mis guardias!
¿Quién incendió mis buques? ¡Y apartado
de ellos estoy...! ¡Mi roja cimitarra!
¡Dervis maldito! ¿Por ventura eran
esas las tristes nuevas que guardabas?
¡Un espía tal vez...!; ¡prendedle, atadle...!,
El Dervis atrevido se levanta
al repentino resplandor, y al punto
de continente y de mirada cambia.
No es un pobre ermitaño; es un soldado
que salta en su caballo de batalla.
Arroja el alto gorro que le encubre,
el largo manto que le envuelve rasga;
brilla en su mano el damasquino alfanje,
ciñe su pecho la acerada malla;
cubre su frente el casco relumbrante
con pluma negra; de sus ojos salta
el fuego de sus iras, y esa oscura
sombra de duelo que su frente mancha,
hace creer al musulmán que sea
un genio de esos a que Afrites llaman,
demonios cuyos golpes dan la muerte.
En tanto horrible el grito se levanta
del combate empezado; las antorchas
su luz uniendo a la rojiza llama
que arde en el mar; el clamoreo confuso,
el choque rudo de encontradas armas,
truecan la costa en pavoroso infierno.
Sangre en el mar y en tierra se derrama
Los esclavos huyendo, desconocen
el grito que prender al Dervis manda:
éste recobra su sereno aspecto
y oculta a todos las secretas ansias
con que la muerte inevitable espera
sólo y allí; que la señal pactada
los suyos no aguardaron, y han prendido
muy pronto el fuego a la enemiga escuadra.
Ve el terror del contrario, el cuerno coge
que al lado pende del tahalí de grana,
y a su sonido le contestan lejos.
-«¡Bien, mis valientes! ¡Bravos camaradas!
¿Cómo pude dudar ni un punto de ellos,
y sospechar que así me abandonaran?»-
Extiende el brazo y círculos ligeros
sobre su frente con su alfanje traza:
repara el tiempo que perdió, y un hombre
para espantar la muchedumbre basta.
Armas soltadas y turbantes rotos
la alfombra cubren por el ancha sala,
y apenas hay un brazo que se eleve
a defender la frente amenazada:
hasta el mismo Selim retrocediendo
y confundido de sorpresa y rabia,
huye, y aun le provoca. El es valiente,
pero el furor que su razón embarga
le impide combatir, y huye del campo,
en su dolor mesándose las barbas.
Ya del serrallo por las rotas puertas
aquel palacio invaden los piratas,
y el musulmán, con voces plañideras,
rinde rotos alfanjes a sus plantas;
en vano siempre, que su sangre corre
de los contrarios al furor; y avanzan,
avanzan bravos do el sonido oyeron
del clarín que a su lado les llamaba.
El ay de los heridos les anuncia
que el jefe sigue su obra sanguinaria,
y dan un grito de alegría al verle
solo y sombrío en la revuelta estancia,
Corto es el parabién, pero aún más corta
la respuesta. -«Selim se nos escapa,
y ha de morir. Si ya arden sus galeras,
¿por qué ese fuego la ciudad no abrasa?»
Prontas a obedecerle cien antorchas,
del minarete al pórtico las llamas
invaden el palacio. Placer fiero
píntase de Conrado en las miradas;
pero ¿por qué se demudó su rostro?
De una mujer la voz desesperada
ha resonado, y se conmueve, al punto
el corazón que goza en las batallas.
-«¡Oh!, derribad las puertas del serrallo,
y a esas mujeres con honor salvadlas:
pensad tenéis amantes que os esperan;
que tras la afrenta viene la venganza.
El hombre es mi enemigo: las mujeres
débiles son; debemos respetarlas.
Yo lo olvidé, y el cielo nunca olvida
de cobardía y deshonor la mancha.
Corro, vuelo; me siga quien no quiera
tal crimen cometer.» Salta las gradas,
la puerta incendia del harén, y raudo
vuela su pie sobre las rojas ascuas.
El humo aspira y rápido lo arroja
al ir cruzando estancia tras estancia.
Como él, los compañeros que le siguen
llegan a tiempo aún: cada pirata
lleva en los brazos la mujer llorosa
a quien salvó sin contemplar sus gracias.
De sus cautivas el terrible miedo
se esfuerzan en calmar; sus apagadas
fuerzas alientan, y el honor debido
a las beldades indefensas guardan:
¡tanto ha sabido transformar Conrado
en dulce paz la embravecida rabia!
Mas ¿quién es ésa que el Corsario lleva
y del furor de los combates salva?
Es del pachá la hermosa favorita
del pachá a quien Conrado inmolar ansía,
la que es en el harén reina temida
y al mismo tiempo de Selim esclava.
Conrado apenas dirigirle pudo
su breve voz a la infeliz Gulnara,
que en esa tregua que a la guerra diera
la compasión, al ver su retirada
no seguida, el contrario se detiene,
se reúne luego y torna a la batalla.
Selim ha visto sus inmensas fuerzas,
ve de Conrado la pequeña banda,
y se avergüenza del pasado miedo
que entre sus tropas difundió la alarma.
«Alá il Alá»-con pavoroso grito
dice, y se apresta al punto a la venganza,
que aquella rabia que al pavor sucede
saciarse sólo en los combates ama.
El fuego al fuego se opondrá; la sangre
sangre pide, y espada contra espada
hará que la victoria retroceda;
que la pelea renovó la saña
y los que fueron vencedores, ahora
serán dichosos si la vida salvan.
Conrado del peligro se apercibe,
en torno suyo a sus soldados llama:
-«¡Un esfuerzo!, y el círculo rompamos
que nos encierra.» -Se unen los piratas
cansados ya del último combate;
se agrupan, forman en columna, cargan,
vacilan... ¡Todo se perdió! Ahogados
de sus contrarios en la inmensa masa,
sitiados por doquier, luchan y luchan
aún con valor, mas ya sin esperanza,
¡Ah!, sus filas se han roto, y desbandados
muerden el polvo ya. La cuchillada
postrera dan con el postrer gemido;
no el contrario, el cansancio es quien los mata;
y heraldos, aún de sus crispadas manos
pueden apenas arrancar las armas.