El corsario de Lord Byron


 «¡Una vela!, ¡una vela!»-Ese es el grito 
 que despiertan otra vez los mudos ecos, 
 cual esperanza de botín. «¿Qué buque? 
 ¿Qué nación? ¿Qué bandera?» El catalejo 
 al lejano horizonte se dirige. 
 «No es una presa: al hálito del viento 
 rojo estandarte en su elevada popa 
 ondula triunfador. ¡Es de los nuestros!. 
 ¡Con soplo amigo, acariciadle, oh brisas!, 
 y antes de anochecer llegará al puerto.» 
 El cabo ya dobló, y el golfo corta 
 la prora que contrasta el mar revuelto. 
 ¡Con qué noble altivez su rumbo sigue! 
 Sus blancas alas, que jamás huyeron 
 ante el contrario poderoso, tiende 
 como el ave marina en blando vuelo, 
 y sobre el mar deslizase atrevido 
 burlando los contrarios elementos. 
 ¿Quién por reinar sobre la osada turba 
 que encierra ese bajel en su hondo seno, 
 no provocara de la mar las iras, 
 y del cañón el escondido fuego? 

 Vedle llegar: repléganse las velas; 
 crujen los cables; ancla, y al momento 
 los que en la playa la arribada miran 
 del buque ansiado con curioso anhelo, 
 de la esculpida, acristalada popa, 
 ven al mar descender bote ligero. 
 Cúbrese el puente de marinos; vira 
 veloz la nave, hasta que el duro hierro 
 de la quilla la blanda arena corta, 
 en la roca con agrio son crujiendo. 
 ¡Gritos gozosos de sorpresa grata; 
 de sincera amistad abrazos tiernos; 
 preguntas y respuestas presurosas; 
 dulces sonrisas de feliz contento! 

 Cunde la nueva, y anhelante corre 
 la turba hacia la mar. En el estruendo 
 de bienvenidas, carcajadas, gritos, 
 más dulce suena el armonioso acento 
 de la mujer, que sin cesar repite 
 con voz cortada por afán inquieto, 
 del esposo, el hermano o el amante 
 el nombre preferido-«¿Qué fue de ellos? 
 ¿Salváronse? Del triunfo o la derrota 
 no os preguntamos, no; pero ¿de nuevo 
 verémosle correr a nuestros brazos? 
 ¿A oír su voz querida volveremos? 
 Haya sido sangriento el choque rudo, 
 hayan las ondas con furor violento 
 combatido al bajel, noble y constante 
 no habrá cejado su animoso pecho; 
 pero, decidnos, ¿viven?, ¿viven? Vengan 
 el asombro y el júbilo a traernos, 
 y el llanto que hoy anubla nuestros ojos 
 ardientes sequen sus ansiados besos» 

 -«¿Dónde está el capitán? De graves nuevas 
 que el placer quizás turben del regreso 
 fieles nuncios hoy somos; mas no importa: 
 grato es al corazón el pasajero 
 júbilo del retorno. Juan, al jefe 
 condúcenos al punto. Volveremos 
 a celebrar el venturoso arribo, 
 y la importante nueva sabréis luego.» 

 Y lentamente hacia el picacho agreste 
 trepando van por ásperos senderos 
 tallados en la roca; y al fin llegan 
 al ancha plataforma, do en el centro, 
 entre fragantes yerbas que a los aires 
 dan de silvestres flores el aliento, 
 el golfo dominando, se levanta 
 la torre del vigía. Bullen frescos 
 en no labradas tazas de granito 
 límpidos y sonoros arroyuelos, 
 que provocan la sed con linfas claras 
 donde sus alas humedece el viento. 
 ¿Quién es aquél que en la vecina loma, 
 cabe la gruta lóbrega, en silencio 
 sobre las aguas su mirada extiende? 
 Sumergido en profundos pensamientos, 
 apóyase en la corva cimitarra 
 que tantas veces esgrimió soberbio. 
 El es, Conrado, ¡como siempre, solo! 
 «Adelante, adelante: ha descubierto 
 ya nuestro buque. Anúncianos, y dile 
 que de recientes nuevas mensajeros, 
 pretendemos hablarle. Juan, tú sabes 
 cuánto se irrita su carácter fiero 
 si pasos no esperados quizás osan 
 turbar su soledad.» Se acerca lento 
 Juan a Conrado, y con humilde labio 
 su mensaje le anuncia: él, altanero, 
 calla, y contesta a su pregunta sólo 
 de su cabeza leve movimiento. 
 
 Los mensajeros tímidos avanzan 
 y a su presencia inclínanse. Ligero 
 silencioso saludo les responde. 
 «Letras son estas del espía griego 
 que nos revela fiel que ya cercanos 
 el botín y el peligro están de nuevo. 
 Mas, a pesar, señor, de sus noticias, 
 podemos anunciarte que..» -«¡Silencio!» 
 Y su discurso inútil así corta. 
 Absortos y humillados, sus recelos 
 entre sí murmurando, se retiran, 
 y su semblante observan desde lejos 
 y sorprender la sensación pretenden 
 de las ansiadas nuevas en su aspecto. 
 Conrado lo adivina; el rostro vuelve, 
 por orgullo quizás; recorre el pliego 
 de una mirada, y «¡mi cartera!» exclama. 
 «¿Do está Gonzalo, Juan?-Allá en el puerto, 
 en el bajel anclado. -De él no salga. 
 Esta orden mía llévale al momento. 
 Y vosotros, ¡en marcha! Preparado 
 todo a partir esté: yo mismo debo 
 mandaros esta noche-¡Aún esta noche...! 
 -Cuando cierre la sombra: el tenaz viento 
 refrescará al ocaso, más propicio. 
 ¡Mi coraza, mi manto! Partiremos 
 dentro de una hora. Toma la trompeta; 
 mi carabina limpia, y que el armero 
 mi cimitarra de abordaje afile: 
 en el postrer combate más mi esfuerzo 
 cansó ese alfanje que la sangre embota 
 que el duro choque del contrario acero. 
 Cuando el instante designado llegue, 
 núncienlo exactos del cañón los truenos.» 

 Obedientes ante él se humillan todos 
 y silenciosos se retiran. -Presto, 
 ¡ay!, demasiado presto a la mar tornan! 
 Mas ¿quién a resistir tiene derecho? 
 Conrado lo ha querido: todos ceden. 
 Hombre de soledad y de misterio, 
 nadie le ha visto sonreír; suspiros 
 nunca brotaron de su altivo pecho; 
 su nombre al más osado de su tropa 
 temor infunde, y su mirar severo 
 el rostro adusto por el sol curtido 
 palidecer hiciera. ¿Qué secreto 
 lazo invisible los corsarios liga 
 a su indomable voluntad de hierro? 
 ¿Qué magia, con la cual en vano luchan, 
 les fascina? El poder del pensamiento: 
 fuerza oculta en el fondo de la mente; 
 de afortunado triunfo hija primero, 
 y que después constante el genio osado 
 hábil conserva con tenaz empeño. 
 Ella a la firme voluntad de un hombre 
 quizás sujeta humilde todo un pueblo, 
 que en sus hazañas y gloriosos triunfos 
 es sólo de su mano el instrumento. 
 Así a los elegidos de la suerte 
 siempre los hombres se humillaron siervos: 
 ¡Es el destino del mortal! Mas guarte, 
 guarte, esclavo feliz, que para el genio 
 con duro esfuerzo sin cesar te afanas. 
 De envidiar loco a tu insensible dueño, 
 ¡ay!, si del yugo que dorado oprime 
 su sien erguida, te agobiara el peso, 
 de tu humilde dolor la carga leve 
 pidieras otra vez cansado al cielo!