El condenado por desconfiado: Jornada I
de Tirso de Molina


PERSONAJES

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PAULO, ermitaño.
CHERINOS.
ENRICO.
ALBANO, viejo.
UN PASTORCILLO, un ángel.
El GOBERNADOR DE NÁPOLES.
EL DEMONIO.


El ALCAIDE DE LA CÁRCEL.
ANARETO, padre de Enrico.
UN JUEZ.
CELIA.
ESBIRROS.
LIDORA, criada.
BANDOLEROS.


OCTAVIO.
CAMINANTES.
LISANDRO.
PORTEROS.
PEDRISCO.
PRESOS.


GALVÁN.
CARCELEROS.
ESCALANTE.
VILLANOS.
ROLDÁN.
PUEBLO.


Selva, dos grutas entre elevados peñascos.

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PAULO                	(De ermitaño.)   
		 ¡Dichoso albergue mío!   
		 Soledad apacible y deleitosa,   
		 que en el calor y el frío   
		 me dais posada en esta selva umbrosa,   
		 donde el huésped se llama 
		 o verde yerba o pálida retama.   
		 Agora, cuando el alba   
		 cubre las esmeraldas de cristales,   
		 haciendo al sol la salva   
		 que de su coche sale por jarales, 
		 con manos de luz pura,   
		 quitando sombras de la noche oscura
		 salgo de aquesta cueva,   
		 que en pirámides altos de estas peñas   
		 naturaleza eleva, 
		 y a las errantes nubes hace señas   
		 para que noche y día,   
		 ya que no otra, le hagan compañía.   
		 Salgo a ver este cielo,   
		 alfombra azul de aquellos pies hermosos.   
		 ¿Quién, oh celeste velo,   
		 aquesos tafetanes luminosos   
		 rasgar pudiera un poco   
		 para ver?... ¡Ay de mí! Vuélvome loco.   
		 Mas ya que es imposible 
		 y sé cierto, Señor, que me estáis viendo   
		 desde ese inaccesible   
		 trono de luz hermoso, a quien sirviendo   
		 están ángeles bellos,   
		 más que la luz del sol hermosos ellos,
		 mil gracias quiero daros   
		 por las mercedes que me estáis haciendo   
		 sin saber obligaros.   
		 ¿Cuándo yo merecí que del estruendo   
		 me sacarais del mundo
		 que es umbral de las puertas del profundo?   
		 ¿Cuándo, Señor divino,   
		 podrá mi indignidad agradeceros   
		 el volverme al camino   
		 que, si no lo abandono, es fuerza el veros
		 y tras esa victoria   
		 darme en aquestas selvas tanta gloria?   
		 Aquí los pajarillos,   
		 amorosas canciones repitiendo   
		 por juncos y tomillos,
		 de Vos me acuerdan, y yo estoy diciendo:   
		 «Si esta gloria da el suelo,   
		 ¿qué gloria será aquella que da el cielo?»   
		 Aquí estos arroyuelos,   
		 jirones de cristal en campo verde,
		 me quitan mis desvelos   
		 y son la causa a que de Vos me acuerde.   
		 Tal es el gran contento   
		 que infunde al alma su sonoro acento.   
		 Aquí silvestres flores
		 el fugitivo viento aromatizan   
		 y de varios colores   
		 aquesta vega humilde fertilizan.
		 Su belleza me asombra;   
		 calle el tapete y berberisca alfombra.
		 Pues con estos regalos,   
		 con aquestos contentos y alegrías,   
		 ¡bendito seas mil veces,   
		 inmenso Dios, que tanto bien me ofreces!   
		 Aquí pienso servirte,
		 ya que el mundo dejé para bien mío;   
		 aquí pienso seguirte,   
		 sin que jamás humano desvarío,   
		 por más que abra la puerta   
		 el mundo a sus engaños, me divierta.
		 Quiero, Señor divino,   
		 pediros de rodillas, humilmente,   
		 que en aqueste camino   
		 siempre me conservéis piadosamente.   
		 Ved que el hombre se hizo
		 de barro vil, de barro quebradizo.   

(Entra en una de las grutas.)

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PEDRISCO   	 (Sale trayendo un haz de leña.)   
		 Como si fuera borrico   
		 vengo de yerba cargado,   
		 de quien el monte está rico;   
		 si esto como, ¡desdichado!,
		 triste fin me pronostico.   
		 ¡Que he de comer hierba yo,   
		 manjar que el cielo crió   
		 para brutos animales!   
		 Deme el cielo en tantos males
		 paciencia. Cuando me echó   
		 mi madre al mundo, decía:   
		 «Mis ojos santo te vean,   
		 Pedrisco del alma mía.»   
		 Si esto las madres desean,
		 una suegra y una tía,   
		 ¿qué desearán? Que aunque el ser   
		 santo un hombre es gran ventura   
		 es desdicha el no comer.   
		 Perdonad esta locura
		 y este loco proceder,   
		 mi Dios; y pues conocida   
		 ya mi condición tenéis,   
		 no os enojéis porque os pida   
		 que la hambre me quitéis
		 o no sea santo en mi vida.   
		 Y si puede ser, señor,   
		 pues que vuestro inmenso amor   
		 todo lo imposible doma,   
		 que sea santo y que coma
		 mi Dios, mejor que mejor,   
		 De mi tierra me sacó   
		 Paulo diez años habrá   
		 ya aqueste monte apartó;   
		 él en una cueva está
		 y en otra cueva estoy yo.   
		 Aquí penitencia hacemos,   
		 y sólo yerba comemos,   
		 y a veces nos acordamos   
		 de lo mucho que dejamos
		 por lo poco que tenemos.   
		 Aquí, al sonoro raudal   
		 de un despeñado cristal,   
		 digo a estos olmos sombríos:   
		 ¿Dónde estáis, jamones míos,
		 que no os doléis de mi mal?
		 Cuando yo solía cursar   
		 la ciudad y no las peñas   
		 (¡memorias me hacen llorar!),   
		 de las hambres más pequeñas
		 gran pesar solíais tomar.   
		 Erais, jamones, leales:   
		 bien os puedo así llamar,   
		 pues merecéis nombres tales,   
		 aunque ya de los mortales
		 no tengáis ningún pesar.   
		 Mas ya está todo perdido;   
		 hierbas comeré afligido,   
		 aunque llegue a presumir   
		 que algún mayo he de parir
		 por las flores que he comido.   
		 Mas Paulo sale de la cueva oscura,   
		 entrar quiero en la mía tenebrosa   
		 y comerlas allí.   
    
(Vase.)
 
    
PAULO 		(Saliendo.)        ¡Qué desventura!
		 ¡Y qué desgracia, cierta, lastimosa!   
		 El sueño me venció, viva figura   
		 (por lo menos imagen temerosa)   
		 de la muerte cruel; y al fin, rendido,   
		 la devota oración puse en olvido.
		 Siguióse luego al sueño otro, de suerte,   
		 sin duda, que a mi Dios tengo enojado,   
		 si no es que acaso el enemigo fuerte   
		 haya aquesta ilusión representado.   
		 Siguiose al fin, ¡ay, Dios!, de ver la muerte.
		 ¡Qué espantosa figura! ¡Ay, desdichado!   
		 Si el verla en sueño causa tal quimera,   
		 el que vivo la ve, ¿qué es lo que espera?   
		 Tirome el golpe con el brazo diestro   
		 no cortó la guadaña; el arco toma
		 la flecha en el derecho; en el siniestro,   
		 el arco mismo que altiveces doma;   
		 tirome al corazón; yo, que me muestro   
		 al golpe herido, porque el cuerpo coma   
		 la madre tierra, como a su despojo
		 desencarcelo al alma, al cuerpo arrojo.   
		 Salió el alma en un vuelo, en un instante   
		 vi de Dios la presencia. ¡Quién pudiera   
		 no verle entonces! ¡Qué cruel semblante!   
		 Resplandeciente espada y justiciera
		 en la derecha mano, y arrogante   
		 (como ya por derecho suyo era)   
		 el fiscal de las almas miré a un lado,   
		 que aun con ser victorioso estaba airado.   
		 Leyó mis culpas, y mi guarda santa
		 leyó mis buenas obras, y el justicia   
		 mayor del cielo, que es aquel que espanta   
		 de la infernal morada la malicia,
		 las puso en dos balanzas; mas levanta   
		 el peso de mi culpa y mi injusticia
		 mis obras buenas, tanto, que el juez santo   
		 me condena a los reinos del espanto.   
		 Con aquella fatiga y aquel miedo   
		 desperté, aunque temblando, y no vi nada   
		 si no es mi culpa, y tan confuso quedo,
		 que si no es a mi suerte desdichada   
		 o traza del contrario, ardid o enredo,   
		 que vibra contra mí su ardiente espada,   
		 no sé a qué lo atribuya. Vos, Dios santo,   
		 me declarad la causa de este espanto.
		 ¿Heme de condenar, mi Dios divino,   
		 como ese sueño dice, o he de verme   
		 en el sagrado alcázar cristalino?   
		 Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme.   
		 ¿Qué fin he de tener? Pues un camino
		 sigo tan bueno no queráis tenerme   
		 en esta confusión, Señor eterno.   
		 ¿He de ir a vuestro cielo o al infierno?   
		 Treinta años de edad tengo, Señor mío,   
		 y los diez he gastado en el desierto,
		 y si viviera un siglo, un siglo fío   
		 que lo mismo ha de ser; esto os advierto.   
		 Si esto cumplo, Señor, con fuerza y brío,   
		 ¿qué fin he de tener? Lágrimas vierto.   
		 Respondedme, Señor, Señor eterno.
		 ¿He de ir a vuestro cielo o al infierno?   

(EL DEMONIO, que aparece en lo alto de una peña.)

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DEMONIO	         (Invisible para PAULO.)   
		 Diez años ha que persigo   
		 a este monje en el desierto,   
		 recordándole memorias   
		 y pasados pensamientos;
		 y siempre le he hallado firme,   
		 como un gran peñasco opuesto.   
		 Hoy duda de su fe, que es duda   
		 de la fe lo que hoy ha hecho,   
		 porque es la fe en el cristiano
		 que sirviendo a Dios y haciendo   
		 buenas obras ha de ir   
		 a gozar de Él en muriendo.   
		 Este, aunque ha sido tan santo,   
		 duda de la fe, pues vemos
		 que quiere del mismo Dios.   
		 estando en duda, saberlo.   
		 En la soberbia también   
		 ha pecado; caso es cierto.   
		 Nadie como yo lo sabe,
		 pues por soberbio padezco.   
		 Y con la desconfianza   
		 le ha ofendido, pues es cierto   
		 que desconfía de Dios   
		 el que a su fe no da crédito.
		 Un sueño la causa ha sido;   
		 el anteponer un sueño   
		 a la fe de Dios, ¿quién duda   
		 que es pecado manifiesto?   
		 Y así me ha dado licencia
		 el juez más supremo y recto,   
		 para que con más engaños   
		 le incite agora de nuevo.   
		 Sepa resistir valiente 
		 los combates que le ofrezco
		 para luego desconfiar   
		 y ser como yo, soberbio.   
		 Su mal ha de restaurar   
		 de la pregunta que ha hecho   
		 a Dios, pues a su pregunta
		 mi nuevo engaño prevengo.   
		 De ángel tomaré la forma,   
		 y responderé a su intento   
		 cosas que le han de costar   
		 su condenación, si puedo.
    
(Déjase ver en figura de ángel.)
 
    
PAULO 		 ¡Dios mío!, aquesto os suplico:   
		 ¿Salvareme, Dios inmenso?   
		 ¿Iré a gozar vuestra gloria?   
		 Que me respondáis espero.   

DEMONIO 	 Dios, ¡oh Paulo!, te ha escuchado
		 y tus lágrimas ha visto.   

PAULO 		 (Aparte.) ¡Qué mal el temor resisto!   
		 Ciego en mirarlo he quedado   

DEMONIO 	 Me ha mandado que te saque   
		 de esa ciega confusión,
		 porque esa vana ilusión   
		 de tu contrario se aplaque.   
		 Ve a Nápoles, y a la puerta   
		 que llaman allá del Mar,   
		 que es por donde tú has de entrar
		 a ver tu ventura cierta   
		 o tu desdicha, verás   
		 cerca de allá (estame atento)   
		 un hombre...   

PAULO            ¡Qué gran contento   
		 con tus razones me das!

DEMONIO 	 Que Enrico tiene por nombre,   
		 hijo del noble Anareto,   
		 Conocerasle, en efecto,   
		 por señas: que es gentilhombre,   
		 alto de cuerpo y gallardo,
		 No quiero decirte más,   
		 porque apenas llegarás   
		 cuando le veas.   

PAULO            Aguardo   
		 lo que le he de preguntar   
		 cuando le llegare a ver.

DEMONIO 	 Sólo una cosa has de hacer.   

PAULO 		 ¿Qué he de hacer?   

DEMONIO          Verle y callar,   
		 contemplando sus acciones,   
		 sus obras y sus palabras.   

PAULO 		 En mi pecho ciego labras
		 quimeras y confusiones.   
		 ¿Sólo eso tengo que hacer?   

DEMONIO 	 Dios que en él repares quiere,   
		 porque el fin que aquél tuviere   
		 ese fin has de tener.


(Desaparece.)

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PAULO 		 ¡Oh misterio soberano!   
		 ¿Quién este Enrico será?   
		 Por verle me muero ya.   
		 ¡Qué contento estoy, qué ufano!   
		 Algún divino varón
		 debe de ser, ¿quién lo duda?   
    
(Sale PEDRISCO.)
 
    
PEDRISCO 	 (Aparte.) Siempre la fortuna ayuda   
		 al más flaco corazón.   
		 Lindamente he manducado;   
		 satisfecho quedo ya.

PAULO 		 ¡Pedrisco!   

PEDRISCO         A esos pies está   
		 mi boca.   

PAULO            A tiempo has llegado.   
		 Los dos habemos de hacer   
		 una jornada al momento.   

PEDRISCO 	 Brinco y salto de contento.
		 Mas, ¿dónde, Paulo, ha de ser?   

PAULO 	 	 A Nápoles.   

PEDRISCO         ¿Qué me dice?   
	         ¿Y a qué, padre?   

PAULO            En el camino   
		 sabrá un paso peregrino:   
		 ¡Plegue a Dios que sea felice!

PEDRISCO 	 ¿Si seremos conocidos   
		 de los amigos de allá?   

PAULO 		 Nadie nos conocerá,   
		 que vamos desconocidos   
		 en el traje y en la edad.

PEDRISCO 	 Diez años ha que faltamos.   
		 Seguros pienso que vamos,   
		 que es tal la seguridad   
		 de este tiempo que en un hora   
		 se desconoce el amigo.

PAULO            Vamos   

PEDRISCO         ¡Vaya Dios conmigo!   

PAULO 		 De contento el alma llora.   
		 A obedeceros me aplico,   
		 mi Dios; nada me desmaya,   
		 pues Vos me mandáis que vaya
		 a ver al dichoso Enrico.   
		 ¡Gran santo debe de ser!   
		 Lleno de contento estoy.   

PEDRISCO 	 Y yo, pues contigo voy.   
		 No puedo dejar de ver,
		 (Aparte.) pues que mi bien es tan cierto   
		 con tan alta maravilla,   
		 el bodegón de Juanilla   
		 y la taberna del Tuerto.   
    
(Vanse.)
 
    
DEMONIO 	 Bien mi engaño va trazado.
		 Hoy verá el desconfiado   
		 de Dios y de su poder   
		 el fin que viene a tener,   
		 pues él propio lo ha buscado.   
    
(Vase.)

(La acción se traslada a Nápoles)

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(Representa la escena el patio o atrio de la casa de CELIA. Salen OCTAVIO Y LISANDRO.)

    
LISANDRO 	 La fama de esa mujer
		 sólo a verla me ha traído.   

OCTAVIO 	 ¿De qué es la fama?   

LISANDRO         La fama   
		 que de ella, Octavio, he tenido   
		 es de que es la más discreta   
		 mujer que en aqueste siglo
		 ha visto el napolitano   
		 reino.   

OCTAVIO          Verdad os han dicho;   
		 pero aquesa discreción   
		 es el cebo de sus vicios.   
		 Con ésa engaña a los necios;
		 con ésa estafa a los lindos.   
		 Con una octava o soneto,   
		 que con picaresco estilo   
		 suele hacer de cuando en cuando,   
		 trae a mil hombres perdidos,
		 y por parecer discretos   
		 alaban el artificio   
		 y el lenguaje y los conceptos.   

LISANDRO 	 Notables cosas me han dicho   
		 de esta mujer.   

OCTAVIO          Está bien.
		 ¿No os dijo el que aquesto os dijo   
		 que es de esa mujer la casa   
		 un depósito de vivos,   
		 y que nunca está cerrada   
		 al napolitano rico,
		 ni al alemán, ni al inglés,   
		 ni al húngaro, armenio o indio,   
		 ni aun al español tampoco,   
		 con ser tan aborrecido   
		 en Nápoles?   

LISANDRO         ¿Eso pasa

OCTAVIO 	 La verdad es lo que he dicho,   
		 como es verdad que venís   
		 de ella enamorado.   

LISANDRO         Afirmo   
		 que me enamoró su fama.   

OCTAVIO 	 Pues más hay.   

LISANDRO         ¿Sois fiel amigo?

OCTAVIO 	 Que tiene cierto mancebo   
		 por galán, que no ha nacido   
		 hombre tan mal inclinado   
		 en Nápoles.   

LISANDRO         Será Enrico,   
		 hijo de Anareto el viejo,
		 que pienso que ha cuatro o cinco   
		 años que está en una cama   
		 el pobre viejo, tullido.   

OCTAVIO 	 El mismo.   

LISANDRO         Noticia tengo   
		 de ese mancebo.   

OCTAVIO          Os afirmo,
		 Lisandro, que es el peor hombre   
		 que en Nápoles ha nacido.
		 Aquesta mujer le da   
		 cuanto puede, y cuando el vicio   
		 del juego suele apretarle
		 se viene a su casa él mismo   
		 y le quita a bofetadas   
		 las cadenas, los anillos...   

LISANDRO 	 ¡Pobre mujer!   

OCTAVIO          También ella   
		 suele hacer sus ciertos tiros,
		 quitando la hacienda a muchos   
		 con esta falsa poesía.   

LISANDRO 	 Pues ya que estoy advertido   
		 de amigo tan buen maestro,   
		 allí veréis si yo sirvo.

OCTAVIO 	 Yo entraré con vos también   
		 mas ojo al dinero, amigo.   

LISANDRO 	 Con invención entraremos.   

OCTAVIO 	 Direisle que habéis sabido   
		 que hace versos elegantes,
		 y que a precio de un anillo   
		 unos versos os escriba   
		 a una dama.   

LISANDRO         ¡Buen arbitrio!   

OCTAVIO 	 Y yo, pues entro con vos,   
		 le diré también lo mismo.
		 Esta es la casa.   

LISANDRO         Y aun pienso   
		 que está en el patio.   

OCTAVIO          Si Enrico   
		 nos coge dentro, por Dios   
		 que recelo algún peligro.   

LISANDRO 	 ¿No es un hombre solo?   

OCTAVIO          Sí.

LISANDRO 	 No le temo ni le estimo.   


(Sale CELIA leyendo un papel y LIDORA con recado de escribir.)

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CELIA 		 Bien escrito está el papel.   

LIDORA 		 Es discreto Severino.   

CELIA 		 Pues no se le echa de ver   
		 notablemente.   

LIDORA           ¿No has dicho
		 que escribe bien?   

CELIA            Sí, por cierto;   
		 la letra es buena; esto digo.   

LIDORA 		 Ya entiendo. La mano y pluma   
		 son de maestro de niños.

CELIA 		 Las razones, de ignorante.

OCTAVIO 	 Llega, Lisandro, atrevido.   

LISANDRO 	 Hermosa es, por vida mía.   
		 Muy pocas veces se ha visto   
		 belleza y entendimiento   
		 tanto en un sujeto mismo.

LIDORA 		 Dos caballeros, si ya   
		 se juzgan por el vestido,   
		 han entrado.   

CELIA            ¿Qué querrán?   

LIDORA 		 Lo ordinario.   
   
OCTAVIO 	 (A LISANDRO.)   
		 Ya te ha visto.   

CELIA 		 ¿Qué mandan vuestras mercedes?

LISANDRO 	 Hemos llegado atrevidos,   
		 porque en casa de poetas   
		 y de señoras no ha sido   
		 vedada la entrada a nadie.   

LIDORA 		 (Aparte.) Gran sufrimiento ha tenido,
		 pues la llamaron poeta   
		 y ha callado.   

LISANDRO         Yo he sabido   
		 que sois discreta en extremo,   
		 y que de Homero y de Ovidio   
		 excedéis la misma fama.
		 Y así yo y aqueste amigo   
		 que vuestro ingenio me alaba,   
		 en competencia venimos   
		 de que para cierta dama   
		 que mi amor puso en olvido
		 y se casó a su disgusto,   
		 le hagáis algo, que yo afirmo   
		 el premio a vuestra hermosura,   
		 si es, señora, premio digno   
		 el daros mi corazón.

LIDORA 		 Por Belerma te ha tenido.   

OCTAVIO 	 Yo vine también, señora   
		 (pues vuestro ingenio divino   
		 obliga a los que se precian   
		 de discretos), a lo mismo.

CELIA            ¿Sobre quién tiene que ser?   

LISANDRO 	 Una mujer que me quiso   
		 cuando tuvo que quitarme,   
		 y ya que pobre me ha visto   
		 se recogió a bien vivir.

LIDORA 		 (Aparte.) Muy como discreta hizo.   

CELIA            A buen tiempo habéis llegado,   
		 que a un papel que me han escrito   
		 quería responder ahora,
		 y pues decís que de Ovidio
		 excedo la antigua fama,   
		 haré ahora más que él hizo.   
		 A un tiempo se han de escribir   
		 vuestros papeles y el mío.   
		 Da a todos tinta y papel. (A LIDORA.)

LISANDRO 	 ¡Bravo ingenio!   

OCTAVIO          ¡Peregrino!   

LIDORA 		 Aquí está tinta y papel.   

CELIA 		 Escribir, pues.   

LISANDRO         Ya escribimos.   

CELIA 		 Tú dices que a una mujer   
		 que se casó...   

LISANDRO         Aqueso digo.

CELIA 		 Y tú a la que te dejó   
		 después que no fuiste rico.   

OCTAVIO          Así es verdad.   

CELIA            Y yo aquí   
		 le respondo a Severino.   


(Entran ENRICO y GALVÁN con espada y broquel.)

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ENRICO 		 ¿Qué se busca en esta casa,
		 hidalgos?   

LISANDRO         Nada buscamos;   
		 estaba abierta, y entramos.   

ENRICO 		 ¿Conóceme?   

LISANDRO         Aquesto pasa.   

ENRICO 		 Pues váyanse en hora mala,   
		 que voto a Dios si me enojo
		 (no me hagas, Celia del ojo).   

OCTAVIO 	 ¿Qué locura a aquésta iguala?   

ENRICO 		 Que los arroje en el mar,   
		 aunque esté lejos de aquí.   

CELIA 		 (Aparte, a ENRICO.)   
		 Mi bien, por amor de mí.

ENRICO 		 ¿Tú te atreves a llegar?   

LISANDRO 	 ¿Sois pariente o sois hermano   
		 de aquesta señora?   

ENRICO           Soy  el diablo.   

GALVÁN           Yo ya estoy   
		 con la hojarasca en la mano.
		 ¡Sacúdelos!

OCTAVIO          ¡Deteneos!   

ENRICO 		 ¡Mi bien, por amor de Dios!   

OCTAVIO 	 Aquí vinimos los dos   
		 no con lascivos deseos,   
		 sino a que nos escribiese
		 unos papeles.   

ENRICO           Pues ellos,   
		 que se precian de tan bellos,   
		 ¿no saben escribir?   

OCTAVIO          Cese vuestro enojo.   

ENRICO           ¿Qué es cesar?   
		 ¿Qué es de lo escrito?   

OCTAVIO          Esto es.

ENRICO 		 Vuelvan por ellos, después,   
		 porque ahora no hay lugar.   
		 (Los rompe.)   

CELIA 		 ¿Los rompiste?   

ENRICO           Claro está.   
		 Y si me enojo...   

CELIA            ¡Mi bien!   

ENRICO 		 Haré lo mismo también
		 de sus caras.   

LISANDRO         Basta ya.   

ENRICO 		 Mi gusto tengo de hacer   
		 en todo cuanto quisiere,   
		 y si voarcé lo quiere,   
		 seor hidalgo, defender,
		 cuéntese sin piernas ya,   
		 porque yo nunca temí   
		 hombres como ellos.   

LISANDRO         ¡Que así   
		 nos trate un hombre!   

OCTAVIO          ¡Calla!   

ENRICO 		 Ellos se precian de hombres
		 siendo de mujer las almas   
		 si pretenden llevar palmas   
		 y ganar honrosos nombres,   
		 defiéndanse de esta espada.   

CELIA 		 ¡Mi bien!   

ENRICO           ¡Aparta!   

CELIA            ¡Detente!

ENRICO 		 Nadie detenerme intente.

CELIA            ¡Qué es aquesto! ¡Ay, desdichada!   


(OCTAVIO y LISANDRO huyen.)

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LIDORA 		 Huyendo va, que es belleza.   

GALVÁN 		 ¡Qué cuchillada le di!   

ENRICO 		 Viles gallinas. ¿Así
		 afrentáis vuestra destreza?   

CELIA 		 Mi bien, ¿qué has hecho?   

ENRICO           Nonada.   
		 Gallardamente le di   
		 a aquel más alto. Le abrí   
		 un jeme de cuchillada.

LIDORA 		 Bien el que entra a verte gana.   

GALVÁN 		 Una punta le tiré   
		 a aquel más bajo, y le eché   
		 fuera una arroba de lana.   
		 ¡Terrible peto traía!

ENRICO 		 Siempre, Celia, me has de dar   
		 disgusto.   

CELIA            Basta el pesar;   
		 sosiega, por vida mía.   

ENRICO 		 ¿No te he dicho que no gusto   
		 que entren esos marquesotes?
		 ¿Todos guedeja y bigotes   
		 adonde me dan disgusto?   
		 ¿Qué provecho tienes de ellos?   
		 ¿Qué te ofrecen? ¿Qué te dan   
		 éstos, que contino están
		 rizándose los cabellos?   
		 De peña, de roble o riseo   
		 es al dar su condición   
		 su bolsa hizo profesión   
		 en la Orden de San Francisco.
		 Pues ¿para qué los admites?   
		 ¿Para qué les das entrada?   
		 ¿No te tengo yo avisada?   
		 Tú harás algo que me incite   
		 a cólera.   

CELIA            Bueno está.

ENRICO 		 ¡Apártate!   

CELIA            Oye, mi bien;   
		 porque sepas que hay también   
		 alguno en éstos que da.   
		 Aqueste anillo y cadena   
		 me dieron éstos.   

ENRICO           ¿A ver?
		 La cadena he menester,   
		 que me parece muy buena.   

CELIA            ¿La cadena?   

ENRICO           Y el anillo   
		 también me hace falta hora.

LIDORA 		 Déjale algo a mi señora.

ENRICO 		 Ella, ¿no sabrá pedillo?   
		 ¿Para qué lo pides tú?   

GALVÁN 		 Ésta por hablar se muere.   

LIDORA 		 (Aparte.) Mal haya quien bien os quiere,   
		 rufianes de Belcebú.

CELIA 		 Todo es tuyo, vida mía;   
		 y pues yo tan tuya soy,   
		 escúchame.   

ENRICO           Atento estoy.   

CELIA 		 Sólo pedirte quería   
		 que nos lleves esta tarde
		 a la Puerta de la Mar.   

ENRICO 		 El manto puedes tomar.   

CELIA            Yo haré que allá nos aguarde   
		 la merienda.   

ENRICO           ¿Oyes, Galván?   
		 Ve a avisar luego al instante
		 a nuestro amigo Escalante,   
		 a Cherinos y a Roldán,   
		 que voy con Celia.   

GALVÁN           Sí haré.   

ENRICO 		 Di que a la Puerta del Mar   
		 nos vayan luego a esperar
		 con sus mozas.   

LIDORA           ¡Bien, a fe!   

GALVÁN 		 Ello habrá lindo bureo;   
		 mas que ha de haber cuchilladas.   

CELIA 		 ¿Quieres que vamos tapadas?   

ENRICO 		 No es eso lo que deseo.
		 Descubiertas habéis de ir,   
		 porque quiero en este día   
		 que sepan que tú eres mía.   

CELIA 		 ¿Cómo te podré servir?   
		 Vamos.   

LIDORA 		 (Aparte, a CELIA.)   
             	 Tú eres inocente.
		 ¿Todas las joyas le has dado?   

CELIA 		 Todo está bien empleado   
		 en hombre que es tan valiente.   

GALVÁN 		 Mas ¿qué, no te acuerdas ya   
		 que te dijeron ayer
		 que una muerte habías de hacer?   

ENRICO 		 Cobrada y gastada está   
		 ya la mitad del dinero.

GALVÁN 		 Pues ¿para qué vas al Mar?   

ENRICO 		 Después se podrá trazar,
		 que ahora, Galván, no quiero.   
		 Anillo y cadena tengo   
		 que me dio la tal señora:   
		 dineros sobran ahora.   

GALVÁN 		 Ya tus intentos prevengo.

ENRICO 		 Viva alegre el desdichado,   
		 libre de cuidado y pena,   
		 que en gastando la cadena   
		 le daremos su recado.   


(Vanse todos y entran PAULO y PEDRISCO.)

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PEDRISCO 	 Maravillado estoy de tal suceso.

PAULO 		 Secretos son de Dios.   

PEDRISCO         ¿De modo, padre,   
		 que el fin que ha de tener aqueste Enrico   
		 ha de tener también?   

PAULO 		 Faltar no puede   
		 la palabra de Dios; el ángel suyo
		 me dijo que si Enrico se condena   
		 yo me he de condenar, y si él se salva,   
		 también me he de salvar.   

PEDRISCO         Sin duda, padre,   
		 que es un santo varón aqueste Enrico.   

PAULO            Eso mismo imagino.   

PEDRISCO         Esta es la puerta
		 que llaman de la Mar.   

PAULO            Aquí me manda   
		 el ángel que le aguarde.

PEDRISCO         Aquí vivía   
		 un tabernero gordo, padre mío,   
		 a donde yo acudía muchas veces,   
		 y más allá, si acaso se le acuerda,
		 vivía aquella moza rubia y alta,   
		 que arquero de la guardia parecía,   
		 a quien él requebraba.   

PAULO            ¡Oh vil contrario!   
		 Livianos pensamientos me fatigan.   
		 ¡Oh cuerpo flaco! Hermano, escuche.   

PEDRISCO         Escucho.

PAULO 		 El contrario me tiene con memoria   
		 y con pasados gustos...   
		 (Échase en el suelo.)   

PEDRISCO         Pues, ¿qué hace?   

PAULO 		 En el suelo me arrojo desta suerte,   
		 para que en él me pise; llegue, hermano,   
		 píseme muchas veces.   

PEDRISCO         En buena hora,
		 que soy muy obediente, padre mío. (Písale.)   
		 ¿Písole bien?   

PAULO            Sí, hermano.   

PEDRISCO         ¿No le duele?

PAULO 		 Pise y no tenga pena.   

PEDRISCO         ¿Pena, padre?   
		 ¿Por qué razón he yo de tener pena?   
		 Piso y repiso, padre de mi vida;
		 mas temo no reviente, padre mío.   
		 PAULO Píseme, hermano.   


(Dan voces desde dentro, deteniendo a ENRICO.)

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ROLDÁN           Deteneos, Enrico.   

ENRICO 		 (Dentro.) Al mar he de arrojalle, ¡vive el cielo!   

PAULO 		 A Enrico oí nombrar.   

ENRICO 		 (Dentro.) ¿Gente mendiga
		 ha de haber en el mundo?   

CHERINOS         ¡Deteneos!   

ENRICO 		 (Dentro.) Podrasme detener en arrojándole.   

CELIA 		 (Dentro.) ¿Adónde vas? ¡Detente!   

ENRICO 		 (Dentro.) No hay remedio:   
                 Harta merced te hago, pues te saco   
		 de una grande miseria.  

ROLDÁN 		 (Dentro.)  ¿Qué habéis hecho?


(Salen ENRICO, CELIA, ROLDÁN, ESCALANTE, LIDORA, CHERINOS y GALVÁN. El ermitaño y PEDRISCO se retiran a un lado y observan, los demás personajes ocupan el medio del teatro.)


    
ENRICO 		 Llegó a pedirme un pobre una limosna;   
		 doliome el verle con tan gran miseria,   
		 y porque no llegase a avergonzarse   
		 a otro desde hoy, cogile en brazos   
		 y le arrojé en el mar.   

PAULO            ¡Delito inmenso!

ENRICO 		 Ya no será más pobre, según pienso.   

PEDRISCO 	 ¡Algún diablo limosna te pidiera!   

CELIA 		 ¡Siempre has de ser cruel!   

ENRICO           No me repliques,   
		 que haré contigo y los demás lo mismo.   

ESCALANTE 	 Dejemos eso agora, por tu vida.
		 Sentémonos los dos, Enrico amigo.   

PAULO 	         (A PEDRISCO.)   
		 A éste han llamado Enrico.   

PEDRISCO         Será otro.   
		 ¿Querías tú que fuese este mal hombre,   
		 que en vida está ya ardiendo en los infiernos?   
		 Aguardemos a ver en lo que para.

ENRICO 		 Pues siéntense voarcedes, porque quiero   
		 haya conversación.   

ESCALANTE        Muy bien ha dicho.   

ENRICO 		 Siéntese, Celia, aquí.   

CELIA            Ya estoy sentada.   

ESCALANTE 	 Tú, conmigo, Lidora.   

LIDORA 		 Lo mismo digo yo, señor Escalante.

CHERINOS 	 Siéntese aquí, Roldán.   

ROLDÁN           Ya voy, Cherinos.   

PEDRISCO 	 ¡Mire qué buenas almas, padre mío!   
		 Lléguese más, verá de lo que tratan.   

PAULO 		 ¡Que no viene mi Enrico!   

PEDRISCO         Mire y calle,   
		 que somos pobres y este desalmado
		 no nos eche en el mar.   

ENRICO           Agora quiero   
		 que cuente cada uno de voarcedes   
		 las hazañas que ha hecho en esta vida.
		 Quiero decir..., hazañas, latrocinios,   
		 cuchilladas, heridas, robos, muertes,
		 salteamientos y cosas de este modo.   

ESCALANTE 	 Muy bien ha dicho Enrico.   

ENRICO           Y al que hubiere   
		 hecho mayores males al momento   
		 una corona de laurel le pongan,   
		 cantándole alabanzas y motetes.

ESCALANTE 	 Soy contento.   

ENRICO           Comience, seo Escalante.   

PAULO 		 ¡Que esto sufre el Señor!   

PEDRISCO         Nada le espante.   

ESCALANTE 	 Yo digo ansí.   

PEDRISCO         ¡Qué alegre y satisfecho!   

ESCALANTE 	 Veinticinco pobretes tengo muertos,   
		 seis casas he escalado y treinta heridas
		 he dado con la chica.   

PEDRISCO         ¡Quién te viera   
		 hacer en una horca cabriolas!   

ENRICO 		 Diga Cherinos.

PEDRISCO         ¡Qué ruin nombre tiene!   
		 Cherinos, cosa poca.   

CHERINOS         Yo comienzo.   
		 No he muerto a ningún hombre; pero he dado
		 más de cien puñaladas.   

ENRICO           ¿Y ninguna   
		 fue mortal?   

CHERINOS         Amparoles la fortuna.   
		 De capas que he quitado en esta vida   
		 y he vendido a un ropero, está ya rico.   

ENRICO 		 ¿Véndelas él?   

CHERINOS         ¿Pues no?   

ENRICO           ¿No las conocen?

CHERINOS 	 Por quitarse de aquestas ocasiones   
		 las convierte en ropillas y calzones.   

ENRICO 		 ¿Habéis hecho otra cosa?   

CHERINOS         No me acuerdo.   

PEDRISCO 	 Mas, ¿qué le absuelve ahora el ladronazo?   

CELIA 		 Y tú, ¿qué has hecho, Enrico?

ENRICO           Oigan voarcedes.

ESCALANTE 	 Nadie cuente mentiras.   

ENRICO           Yo soy hombre   
		 que en mi vida las dije.   

GALVÁN           Tal se entiende.   

PEDRISCO 	 ¿No escucha, padre mío, estas razones?   

PAULO 		 Estoy mirando a ver si viene Enrico.   

ENRICO 		 Haya, pues, atención.   

CELIA            Nadie te impide.

PEDRISCO 	 ¡Miren a qué sermón atención pide!   

ENRICO           Yo nací mal inclinado,   
		 como se ve en los efectos   
		 del discurso de mi vida,   
		 que referiros pretendo.
		 Con regalos me crié   
		 en Nápoles, que ya pienso   
		 que conocéis a mi padre,   
		 que aunque no fue caballero   
		 ni de sangre generosa,
		 era muy rico y yo entiendo   
		 que es la mayor calidad   
		 el tener en este tiempo.   
		 Crieme, en fin, como digo,   
		 entre regalos, haciendo
		 travesuras cuando niño,   
		 locuras cuando mancebo.   
		 Hurtaba a mi viejo padre   
		 arcas y cofres abriendo   
		 los vestidos que tenía,
		 las joyas y los dineros.   
		 Jugaba, y digo jugaba   
		 para que sepáis con esto   
		 que de cuantos vicios hay   
		 es el primer padre el juego.
		 Quedé pobre y sin hacienda,   
		 y como enseñado a hacerlo,   
		 di en robar de casa en casa   
		 cosas de pequeño precio.   
		 Iba a jugar y perdía;   
		 mis vicios iban creciendo.
		 Di luego en acompañarme   
		 con otros del arte mesmo;   
		 escalamos siete casas,   
		 dimos la muerte a sus dueños;   
		 lo robado repartimos
		 para dar caudal al juego.   
		 De cinco que éramos todos   
		 sólo los cuatro prendieron,   
		 y nadie me descubrió,   
		 aunque les dieron tormento.
		 Pagaron en una plaza   
		 su delito, y yo, con esto   
		 de escarmentado, acogime   
		 a hacer a solas mis hechos.   
		 Íbame todas las noches
		 solo a la casa de juego,   
		 donde a su puerta aguardaba   
		 a que saliesen de dentro.   
		 Pedía con cortesía   
		 el barato, y cuando ellos
		 iban a sacar qué darme,   
		 sacaba yo el fuerte acero   
		 que riguroso escondía   
		 en sus inocentes pechos,   
		 y por fuerza me llevaba
		 los que ganando perdieron.   
		 Quitaba de noche capas;   
		 tenía diversos hierros   
		 para abrir cualquier puerta   
		 y hacerme capaz del dueño.
		 Las mujeres estafaba,   
		 y no dándome el dinero   
		 visitaba una navaja   
		 su rostro luego, al momento.   
		 Aquestas cosas hacía
		 el tiempo que fui mancebo;   
		 pero escuchadme y sabréis,   
		 siendo hombre, las que he hecho.   
		 A treinta desventurados   
		 yo solo y aqueste acero,
		 que es de la muerte ministro,   
		 del mundo sacado habemos;   
		 los diez, muertos por mi gusto,   
		 y los veinte me salieron,   
		 uno con otro, a doblón. 
		 Diréis que es pequeño precio;   
		 es verdad: mas, ¡voto a Dios!   
		 que en faltándome el dinero   
		 que maté por un doblón   
		 a cuantos me están oyendo.
		 Seis doncellas he forzado   
		 dichoso llamarme puedo,   
		 pues seis he podido hallar   
		 en este felice tiempo.   
		 De una principal casada
		 me aficioné, y en secreto   
		 habiendo entrado en su casa   
		 a ejecutar mi deseo,   
		 dio voces; vino el marido,   
		 y yo, enojado y resuelto,
		 llegué con él a los brazos,   
		 y tanto en ellos le aprieto   
		 que perdió tierra, y apenas   
		 en este punto le veo   
		 cuando de un balcón le arrojo
		 y en el suelo cayó muerto.   
		 Dio voces la tal señora,   
		 y yo, sacado el acero,   
		 te meto cinco a seis veces,   
		 en el cristal de su pecho,
		 donde puertas de rubíes   
		 en campos de cristal bellos   
		 le dieron salida al alma   
		 para que se fuese huyendo.   
		 Por hacer mal solamente
		 he jurado juramentos   
		 falsos, fingido quimeras,   
		 hecho máquinas, enredos,   
		 y un sacerdote que quiso   
		 reprenderme con buen celo
		 de un bofetón que le di   
		 cayó en tierra medio muerto.   
		 Porque supe que encerrado   
		 en casa de un pobre viejo   
		 estaba un contrario mío
		 a la casa puse fuego,   
		 y sin poder remediallo   
		 todos se quemaron dentro,   
		 y hasta dos niños hermanos   
		 cenizas quedaron hechos.
		 No digo jamás palabra   
		 si no es con un juramento,   
		 con un «pese» o un «por vida»,   
		 porque sé que ofendo al cielo.
		 En mi vida misa oí,
		 ni estando en peligros ciertos   
		 de morir me he confesado   
		 ni invocado a Dios eterno.   
		 No he dado limosna nunca,   
		 aunque tuviese dinero;
		 antes persigo a los pobres,   
		 como habéis visto el ejemplo.   
		 No respeto a religiosos;   
		 de sus iglesias y templos   
		 seis cálices he robado
		 y diversos ornamentos   
		 que sus altares adornan.   
		 Ni a la justicia respeto;   
		 mil veces me he resistido   
		 y a sus ministros he muerto;
		 tanto, que para prenderme   
		 no tienen ya atrevimiento.   
		 Y finalmente, yo estoy   
		 preso por los ojos bellos   
		 de Celia, que está presente;
		 todos la tienen respeto   
		 por mí, que la adoro y cuando   
		 sé que la sobran dineros,   
		 con lo que me da, aunque poco,   
		 mi viejo padre sustento,
		 que ya le conoceréis   
		 por el nombre de Anareto.   
		 Cinco años ha que tullido   
		 en una cama le tengo,   
		 y tengo piedad con él
		 por estar pobre el buen viejo,   
		 y porque soy causa, en fin,   
		 de ponelle en tal extremo   
		 por jugarle yo su hacienda   
		 el tiempo que fui mancebo.
		 Todo es verdad lo que he dicho,   
		 ¡voto a Dios!, y que no miento.   
		 Juzgad ahora vosotros   
		 cuál merece mayor premio.   

PEDRISCO 	 Cierto, padre de mi vida,
		 que son servicios tan buenos,   
		 que puede ir a pretender   
		 éste a la Corte.   

ESCALANTE        Confieso   
		 que tú el lauro has merecido.   

ROLDÁN 		 Y yo confieso lo mesmo.

CHERINOS 	 Todos lo mesmo decimos.   

CELIA 		 El laurel darte pretendo.   

ENRICO 		 Vivas, Celia, muchos años.   

CELIA 		 (Poniendo a ENRICO una corona de laurel.)   
		 Toma mi bien, y con esto   
		 pues que la merienda aguarda,
		 nos vamos.   

GALVÁN           Muy bien has hecho.   

CELIA 		 Digan todos: ¡Viva Enrico!   

TODOS 		 ¡Viva el hijo de Anareto!   

ENRICO 		 Al punto todos vayamos   
		 a holgarnos y entretenernos.


(Vanse ENRICO y los que salieron con él.)

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PAULO            ¡Salid, lágrimas, salid;   
		 salid apriesa del pecho,   
		 no lo dejéis de vergüenza!   
		 ¡Qué lastimoso suceso!

PEDRISCO         ¿Qué tiene, padre?   

PAULO            ¡Ay, hermano!
		 Penas y desdichas tengo.   
		 Este mal hombre que he visto   
		 es Enrico.   

PEDRISCO         ¿Cómo es eso?   

PAULO            Las señas que me dio el ángel   
		 son suyas.   

PEDRISCO         ¿Es eso cierto?

PAULO 		 Sí, hermano, porque me dijo   
		 que era hijo de Anareto,   
		 y aquese también lo ha dicho.   

PEDRISCO 	 Pues aqueste ya está ardiendo   
		 en los infiernos.   

PAULO            ¡Ay triste!
		 Eso sólo es lo que temo.   
		 El ángel de Dios me dijo   
		 que si éste se va al infierno   
		 que al infierno tengo de ir,   
		 y al cielo, si éste va al cielo.
		 Pues al cielo, hermano mío,   
		 ¿Cómo ha de ir éste si vemos   
		 tantas maldades en él,   
		 tantos robos manifiestos,   
		 crueldades y latrocinios
		 y tan viles pensamientos?   

PEDRISCO 	 En eso, ¿quién pone duda?   
		 Tan cierto se irá al infierno   
		 como el despensero Judas.   

PAULO 		 ¡Gran Señor, Señor eterno!
		 ¿Por qué me habéis castigado   
		 con castigo tan inmenso?   
		 Diez años y más, Señor,   
		 ha que vivo en el desierto,   
		 comiendo hierbas amargas,
		 salobres aguas bebiendo,   
		 sólo porque Vos, Señor,   
		 juez piadoso, sabio recto,   
		 perdonarais mis pecados.   
		 ¡Cuán diferente lo veo!
		 Al infierno tengo de ir.   
		 Ya me parece que siento   
		 que aquellas voraces llamas   
		 van abrasando mi cuerpo.   
		 ¡Ay, qué rigor!   

PEDRISCO         Ten paciencia.

PAULO            ¿Qué paciencia o sufrimiento   
		 ha de tener el que sabe   
		 que ha de ir a los infiernos?   
		 Al infierno, centro oscuro,   
		 donde ha de ser el tormento
		 eterno y ha de durar   
		 lo que Dios durare. ¡Ah cielo!   
		 ¡Que nunca se ha de acabar!   
		 ¡Que siempre han de estar ardiendo   
		 las almas! ¡Siempre! ¡Ay de mí!

PEDRISCO         (Aparte.) Sólo oírte me da miedo.   
		 Padre, volvamos al monte.   

PAULO 		 Que allá volvamos pretendo;   
		 pero no a hacer penitencia,   
		 porque ya no es de provecho.
		 Dios me dijo que si aqueste   
		 se iba al cielo, me iría al cielo,   
		 y al profundo si al profundo,   
		 pues es así seguir quiero   
		 su misma vida; perdone
		 Dios aqueste atrevimiento   
		 si su fin he de tener,   
		 tenga su vida y sus hechos,   
		 que no es bien que yo en el mundo   
		 esté penitencia haciendo
		 y que él viva en la ciudad   
		 con gustos y con contentos   
		 y que a la muerte tengamos   
		 un fin.   

PEDRISCO         Es discreto acuerdo.
		 Bien ha dicho padre mío.   

PAULO 		 En el monte hay bandoleros;   
		 bandolero quiero ser,   
		 porque así igualar pretendo   
		 mi vida con la de Enrico,
		 pues un mismo fin tendremos.   
		 Tan malo tengo de ser   
		 como él, y peor si puedo,   
		 que pues ya los dos estamos   
		 condenados al infierno,
		 bien es que antes de ir allá   
		 en el mundo nos venguemos.   
		 ¡Ah Señor! ¿Quién tal pensara?   

PEDRISCO         Vamos, y déjate de eso,   
		 y destos árboles altos
		 los hábitos ahorquemos.   
		 Viste galán.   

PAULO            Así haré,   
		 y yo haré que tengan miedo   
		 a un hombre que siendo justo   
		 se ha condenado al infierno.
		 Rayo del mundo he de ser.   
		 ¿Qué se ha de hacer sin dineros?   
		 Yo los quitaré al demonio   
		 si fuere cierto el traerlos.   

PEDRISCO 	 Vamos, pues.   

PAULO            Señor, perdona
		 si injustamente me vengo.   
		 Tú me has condenado ya;   
		 tu palabra es caso cierto   
		 que atrás no puede volver.   
		 Pues si es así, tener quiero
		 en el mundo buena vida,   
		 pues tan triste fin espero.   
		 Los pasos pienso seguir   
		 de Enrico.   

PEDRISCO         Ya voy temiendo   
		 que he de ir contigo a las ancas
		 cuando vayas al infierno.   


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