El conde sueña
Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.
Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.
Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.
Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.
Desde la santa Rusia, viose transportado rápidamente a otras regiones de claridad, de feracidad, de caliente atmósfera. Árboles seculares, entretejidos con enredaderas floríferas, extendían sus copas anchas, sus ramas horizontales, sombrosas, donde se posaban aves pinticoloreadas, y jugaban y hacían morisquetas monos de pelaje gris, con grotescos gestos infantiles. Los arbustos de la maleza aromaban como incensarios, y una embriaguez de miel flotaba en el aire y turbaba los sentidos.
Desde el primer momento, el conde percibió malestar indefinible. Acaso envolvía una asechanza la lujuriante espesura. Quizás le había traído allí el poder de las tinieblas, secreto de terror de su existir, desde los días de la niñez. La tentación acechaba acaso al místico ateo; la tentación que vela en la sombra, pero se esconde también en la gloria de los rayos de sol y en el alma pecadora de los perfumes. Y como el que apela a la fuga, avanzó, abriéndose paso al través de las rubias frondosidades, hacia un claro, donde se alzaba un árbol enorme, de un verde metálico, y que proyectaba sombra de geométricas líneas. El conde reconoció una magnífica higuera, materialmente cargada de frutos de piel grieteada y rosado pezón; un árbol que ofrecía millares de senos maduros, melosos. Al pie del árbol de seducción y delito corría un arroyo más fresco que la boca de una virgen, y al margen del arroyo, sobre un pedrusco tapizado de musgo, estaba sentado un hombre, cuyo rostro expresaba misteriosa beatitud. Le cubrían andrajos y una tiara de luz ceñía su frente. Y el conde, alegremente atónito, reconoció en el solitario al príncipe Saquiamuni, amador de cuanto vive, sufre y siente, desde el insecticillo hasta el paria. Y se postró, saludando.
-¡Salve buda! ¡Salve, redentor!
El buda, con el caer extático de sus ojos sesgos, hizo una señal, como imponiendo silencio al importuno. En el mismo instante oyose que rasgaba el aire un susurro, y una paloma vino a caer en el regazo del buda, que cerró los brazos, y la agasajó contra su corazón. Al punto desembocó de la selva un cazador, un hermoso chatria, semejante a una estatua de cobre dorado, de negras pupilas, ágil y esbelto, con su arco empuñado aún.
-Dame mi presa -ordenó con imperio, y, tendiendo la mano, asió por el ala, sangrienta del flechazo, al ave.
-Pide lo que quieras -suplicó el buda- y perdónala, dejándola vivir.
El cazador contempló con desprecio al penitente.¿Qué podía dar aquel haraposo? La tiara que le resplandecía en la frente, para el chatria era invisible. Y, por otra parte, merecía una lección, que le enseñase a no atribuir a las cosas un valor que no tienen. Ni aun la vida humana, incesantemente acechada por la muerte, importa cosa alguna: ni la ajena, ni la propia, y si algo merece interés, es lo que hermosea el rápido instante que brilla la fugaz llama. ¡Una paloma! En la selva llena de hirviente desbordamiento de vida, poblada de seres que la nutrición y la fecundación espolean con sus vitales estímulos, y que la destrucción, como otra fuerza divina, empuja a la tierra para dejar a otros su puesto, ¿qué representa una paloma palpitante de terror, con gotas de sangre en el candor de las alas? Quizás la belleza se cifra en esa mancha purpúrea; el cazador amaba el rubí encendido del labio de las heridas sobre la palidez de la carne moribunda.
-Asceta, si quieres salvar a esa ave que es mi presa, dame por su rescate un trozo de tu carne, igual en peso al de la paloma. ¿Conviene el trato?
Saquiamuni pasó la mano por el erizado plumaje de la zurita, y después hizo con la cabeza señal de que aceptaba.
El cazador, diestramente, improvisó unas balanzas de corteza, palos y cuerdas, y en un platillo sujetó a la paloma. Con el mismo cuchillo con que había descortezado los árboles, sin misericordia, cortó un trozo de la carne de Saquiamuni, en el hombro izquierdo. El conde miraba, transido de horror, estremecido de entusiasmo. Hubiese querido defender al buda: pero, como sucede en sueños, no podía moverse. Veía, con mezcla de dicha y furor, surtir roja fuente del brazo del asceta y teñirse el agua del arroyo de un rosa diluido.
Y la balanza, donde yacía la paloma, no subía aún.
El cazador entonces, sin apresuramiento, empuñó el cuchillo otra vez y del hombro derecho del solitario cercenó otro tajo de carne. El agua del arroyo adquirió tono más subido. Y el platillo seguía quieto. La víctima alada pedía más carne de la víctima humana. El cazador cortó nuevamente, descarnando un muslo.
El arroyo ya se enrojecía con estrías de coral. El platillo continuaba fijo. Dijérase que la paloma era de algún metal más pesado que el mismo plomo.
Y el cazador, encarnizado, con gesto cruel, con boca irónica, seguía cortando, cortando, y la blancura del hueso se descubría, y en el platillo no cabían más despojos, y el arroyo era ya púrpura viva, que el prado bebía sediento. El cazador no sabía ya qué pedazo tajar en el magro cuerpo; un respeto inexplicable le impedía llegar con su cuchillo al cuello y arrojar en la balanza la cabeza, siempre iluminada por sonrisa de extática beatitud...
Testigo callado del horrible rescate, el conde entreveía algo profundo, que no acertaba a comprender aún. ¿Cómo no pesaba el montón de despojos tanto como la paloma? Los ojos del mártir, volcados en las cuencas, parecían querer decir algo.
-Solitario -gritó el cazador-, perdemos el tiempo. Mi caza pesará siempre más que tu compasión. La recojo y me la llevo. Si el gran Brahma es tan piadoso contigo como tú con esta ave (y creo que será lo menos que Brahma pueda hacer), volverá a pegar a tus huesos la carne que desprendió mi cuchillo.
-Chatria -gimió el destrozado príncipe-, no me quites la paloma. Añade más peso en la balanza.
-¿Qué quieres que añada? -interrogó, burlón.
Y el buda, en arranque ardoroso, ordenó:
-¡Todo mi cuerpo!
-¿También la cabeza?
-¡También!
En movimiento rápido, el cazador tomó el cuerpo informe y lo lanzó sobre el platillo. Pegó al punto la balanza prodigioso salto, llegó hasta la región celeste, que se abrasó en un rompimiento de gloria y de magníficas luces...
Y el conde, entonces, comprendió la verdad: no basta dar pedazos de su carne, ni sangre de su corazón, cuando se ha concebido la idea redentora; hay que darse entero, o no aspirar a redimir... Y él había querido redimir, redimir sin dejar su señorial residencia de Yasnaya Poliana, sin renunciar al aroma de violeta con que la esposa perfuma la ropa del esposo; redimir, conservando en su hogar la dicha, la vida del gran señor territorial, viendo a sus hijos en automóvil, a su mujer engalanada, al mundo saludando su celebridad y su literatura, a los editores trayéndole millones, como Reyes Magos actuales...
Y el conde tuvo vergüenza de sí mismo, al despertar, en la molicie de la mañana turbia, en su lecho, que prepararon manos amantes.