El conde condenado

Tradiciones peruanas - Quinta serie
El conde condenado

de Ricardo Palma


En hora feliz ocurriole a Cervantes dar comienzo a su inmortal libro con aquello de cuyo nombre no quiero acordarme, porque la tal frase me viene como mandada hacer de encargo para no decir con todas sus letras quién fue el conde de mi tradición. Así libro acaso mis costillas, no de amago, sino de paliza efectiva con que pudiera agasajarme algún quisquilloso y linajudo descendiente de su señoría. Recuerdo aún que cuando publiqué la Emplazada, hubo faramalla pariente de esa dama, que lo fue de mucho cascabel y mucho escándalo, que me puso como chupa de dómine, diciendo del humilde tradicionista lo que no dijeran dueñas. A gato escaldado, una vez no más le atrapan.

Y para preámbulo basta, antes que me diga el lector: «mala noche y parir hija».

Vamos a la tradición.


A mediados del pasado siglo vivía en el Cuzco un acaudalado vástago de conquistadores, quien junto con valiosas propiedades rústicas y urbanas heredó el título de conde. Por irreligioso y avaro era su señoría mal querido del pueblo.

En una de sus haciendas, y con escaso salario, tenía por administrador a un honradísimo asturiano, infatigable para el trabajo e incapaz de ensuciar su conciencia sisando una peseta. Era el tal lo que se llama un alma sin hiel, y sabía captarse el cariño de cuantos lo trataban.

El administrador no tenía más pasión que criar gallinas y palomas, para cuya manutención tomaba todas las mañanas de los bien provistos graneros de la casa una ración de maíz y otra de trigo. Todo ello importaba casi medio real diario.

Cinco años llevaba de ejercicio en su empleo sin haber dado el menor motivo de queja al conde, cuando enfermose el buen mayordomo, vino el físico o matasanos, le examinó la lengua, y haciendo un mohín declaró que no había sujeto, o lo que es lo mismo, que el doliente se marchaba por la posta. Nuestro español pensó entonces en presentarse ante Dios con el pasaporte en regla, y para que lo refrendase como manda la Iglesia, hizo venir a un franciscano que gozaba fama de santidad. En la confesión asaltolo el escrúpulo de que durante cinco años había estado disponiendo, sin la voluntad del patrón, de una cantidad de trigo y maíz cuyo importe valorizaba en medio real diario.

Al lado de la enormidad de su delito, los robos de Dimas y Gestas, crucificados por ladrones, no pasaban de travesuras propias de los angelitos que Herodes condenó a la degollina. En vano se esforzó el sacerdote en persuadirlo que lo que tanto le escarabajeaba la conciencia apenas si podría entrar en la categoría de pecadillo venial. Nuestro hombre era asturiano, o lo que es igual, duro de cabeza, y para morir tranquilo exigió del confesor promesa de verse con el conde y alcanzar de él amplio perdón. Ofrecióselo así el franciscano, y entonces el mayordomo cerró el ojo, y liviano de culpas y remordimientos echose a dormir el sueño eterno en paz y a salvo con la conciencia.

Pocos días después fue el fraile a casa del potentado y hablole de la humilde pretensión que le encomendara el difunto. Su señoría se puso más furioso que berrendo con banderillas, y exclamó:

-¡Caracoles! ¿Conque esas teníamos? ¡Y luego fíese usted de mayordomos, y el que parece más honrado es un pícaro capaz de sacarle a uno los ojos! Con razón dicen que administrador que administra y enfermo que se enjuaga, algo traga. ¿Conque ese tagarote me robaba medio real al día? ¡Y cinco años duró la ganga! Métale pluma, padre, métale pluma..... Las cuentas claras y el chocolate espeso..... ¡Cien duros mal contados, que aunque no son cabeza de gente, ya se hará cargo su paternidad que en los tiempos que vivimos, a cualquiera le hacen falta para el puchero! ¡Ah ladrón! ¡No te perdono! ¡Y luego se ha muerto por no pagarme, y para mayor burla manda a su reverencia a que me lo cuente! ¡Vamos, decididamente no lo perdono!

El digno sacerdote agotó toda su mansedumbre y elocuencia para inclinar el ánimo del conde a más cristianos sentimientos. Su señoría se exaltaba cada vez más, y juraba y rejuraba que no perdonaría nunca al que tuvo la desvergüenza de morirse sin pagarle siquiera los cien duros, pues le hacía gracia de los intereses, lo que en su merced no era poca generosidad.

Despidiose el franciscano espantado ante avaricia tamaña, y echose de casa en casa a pedir limosna. La caridad de los cuzqueños no desoyó la súplica del santo religioso, y al día siguiente presentose éste en casa del conde y le entregó los cien duros. Los ojillos del avaro relampaguearon, y guardando las monedas en su gaveta, después de haberse convencido de que ellas eran de buena ley, dijo:

-¡Vaya! Del mal el menos. Ese pícaro ha vuelto por su honor. Puede su paternidad mandarle mi perdón por el correo o con el primer pasajero que despache para la otra vida.


Un año después no había sitio ni para una paja en la iglesia de Santo Domingo del Cuzco, tanta era la gente congregada allí una mañana. No sólo el pueblo, atraído por la curiosidad, sino lo más granado del vecindario concurría a los funerales del nobilísimo conde.

Las paredes del templo estaban cubiertas por cortinas de terciopelo negro con franjas y lagrimillas de plata. En medio de la nave y rodeado de cirios estaba el ataúd donde yacía el magnate, amortajado con el hábito de los caballeros de Santiago, calzada espuela de oro y guantelete de hierro.

Multitud de plañideras esperaban en el atrio la salida del cortejo fúnebre para gimotear, accidentarse y lucir las demás habilidades de su oficio. Habían sido bien pagadas para esto y querían ganar en conciencia la pitanza.

Pero en el momento en que los sacerdotes despedían el cadáver y el oficiante hacía uso de la caldereta y del hisopo, rociando al difunto con agua bendita, estalló gran tumulto y la gente empezó a correr en todas direcciones.

El ataúd quedó abandonado.

Un perro rabioso había entrado en el templo, y lanzándose sobre el cadáver lo destrozó horriblemente.

El pueblo vio en este suceso una manifestación de la justicia divina, que castigaba así al que sobre la tierra no supo perdonar.

Desde entonces hay en el Cuzco una casa a la que llaman la casa del conde condenado.