El concepto de nación y definición del Estado (Juan Vázquez de Mella)

Fragmento de un discurso pronunciado en el Congreso de los Diputados el 30 de junio de 1916
de Juan Vázquez de Mella

El concepto de nación

Una nación no es una raza; las grandes razas abarcan continentes enteros, y las subrazas no están puras en ninguna parte, porque se ha mezclado la sangre de todas. No coinciden la lengua y la raza, según todos los filólogos modernos, y por los labios de una raza pueden pasar varias lenguas. No la constituyen los límites naturales, porque los ríos y las cordilleras pueden ser el marco, pero no son el cuadro. ¿Qué es lo que constituye una nación? Yo podría sobre esto disertar largamente, porque, aunque no terminado, tengo sobre ello escrito un libro; mas no quiero abrumaros con todas las doctrinas que hay sobre este punto; como aparte de las representaciones abstractas están siempre los hechos concretos, yo, acerca de esos hechos, he de reclamar vuestra atención y he de formular brevemente el concepto de la nación tal como yo lo entiendo, porque es base de este debate y de él nacen las diferencias que separan de los regionalistas de la Liga a los que afirmamos el principio de la unidad nacional. Este es el punto culminante.

¿Qué es la nación? ¿Cuáles son las relaciones de la región, del Estado y de la nación? ¿Cuáles son las tres nociones fundamentales? Hay dos maneras de tratar el concepto de nación: una abstracta, prescindiendo de los hechos, aunque descienda después a ellos; y otra la que se basa en los hechos concretos y visibles que son objeto de observación; y a ésa sí he de referirme, pues a esos hechos habrá que darles un nombre, y yo no discuto sobre los nombres, pero es fácil ponerse de acuerdo sobre ellos cuando los entendimientos, por la observación y la comparación, están de acuerdo acerca de los hechos. Yo entiendo, señores, que la nación, que no es ni la raza ni la lengua, ni la combinación de estos factores, aunque puede ser resultado de ellos, implica dos cosas: un principio que pudiéramos llamar psicológico, interno, y una nota externa, visible a todos, y que aparece de tal manera ante los ojos del observador no cegado por la pasión, que pronto puede ver por esa nota externa cuál es una nación y cuál no lo es. Hay un principio psicológico interno. La nación tiene, como los individuos, aunque en sentido diferente, un alma, un espíritu nacional. Donde no hay ese espíritu, no hay nación. ¿Cómo se forma? Es largo de explicar. Hay un fondo de ideas, de sentimientos, de aspiraciones fundamentales y de tradiciones que constituyen una nación y que se manifiestan en la nota de un carácter común que no excluye, antes bien los supone, variedad de caracteres subordinados. Cuando eso no existe, podrá haber la apariencia o el nombre de tal, pero no existe en realidad la nación. Aun aquellos que neguéis el principio religioso, aun aquellos que aborrezcáis la síntesis cristiana que ha cambiado la faz del mundo y dividido la Historia en dos hemisferios, no podréis negar esto: que allá, al otro lado del Calvario y de la Cruz, ha habido Estados, y congregaciones y federaciones de Estados; pero fuera del pueblo hebreo no ha habido ninguna nación, como no estuviese reducida a los límites, bien constreñidos, de la ciudad antigua.

Es necesario que en los comienzos, en el origen, por lo menos, haya una creencia común que funda los espíritus en un cierto decálogo y en un cierto símbolo, que impere sobre los entendimientos y sobre las voluntades y establezca una comunión espiritual que los congregue para que marchen unidos por la Historia. Pudiera suceder que esa unidad de creencias primitivas se hubiese mermado o se hubiese extinguido; pero no importa, que ella seguiría obrando por sus efectos trocados en causas, a semejanza de las estrellas de que hablan los astrónomos, que están moribundas o han muerto, y la luz que emitieron todavía llega a nuestras pupilas. Esa unidad de creencias aparece en los comienzos, en los orígenes, fundiendo las almas. Después, las combinaciones de las razas y las lenguas, el territorio y el tiempo llegan a constituir la nación cuando hay un carácter común general, que, por ser común y general, supone una variedad de caracteres, por encima de los cuales está el sello espiritual que a todos los distingue. Cuando además se revela por una historia general, por una historia común y a la vez independiente de otras historias, que es su nota externa, entonces la nación existe; cuando no hay esos caracteres, no existe la nación.

Definición del Estado

El Estado es una cosa diferente. Una colección de emigrantes de diferentes creencias, de razas distintas, puede llegar un día en un buque náufrago a estrellarse en la costa de una isla desierta e inhospitalaria y erigir un Poder público e independiente, constituir un Estado; dondequiera que haya una soberanía política independiente existe un Estado, pero no constituirá una nación. Un Estado se puede constituir en una batalla, sobre una espada vencedora, cuando una provincia se destaca, o una colonia se emancipa; pero una nación, no; una nación no se improvisa.

Es necesario en el cauce de la Historia que gentes, que pueden proceder de fuentes diversas, marchen juntas, y sólo después de haber filtrado su vida común al través de los siglos pueden adquirir las notas de un todo sucesivo e independiente. Fijaos bien en una nación cualquiera de las que así se llaman en la Europa moderna, y observaréis que su historia tiene trazos de conjunto general que constituyen una unidad, y que esa unidad puede subsistir, aun cuando se rompan los lazos que las unen, con influencias recibidas de otras naciones.

España, por ejemplo, ha tenido influencias evidentes de Francia sobre nuestro territorio; de Inglaterra, de Italia, de todos los que han estado más próximos a ella. Francia influyó sobre nosotros en la Edad Media, hasta con la importancia que tuviera aquí el elemento cluniacense que alteró nuestra disciplina; con la ayuda, aunque momentánea, fugaz, que prestó a nuestra Reconquista, y por la que tuvo, ya en la plenitud de su poderío, en el siglo XVII; pero nosotros también hemos influído sobre Francia en las horas de nuestra grandeza, no sólo cuando Francisco I venía a Madrid y Farnesio iba a París, sino cuando nuestros oradores sagrados y nuestros místicos influían en los suyos, como lo revelan las famosas discusiones de Fenelón y Bossuet. Nosotros hemos influído sobre Inglaterra, tanto acaso, en los siglos de nuestra grandeza, como ella influyó sobre nuestros destinos; nosotros hemos recibido la influencia de Italia, que llegó a ejercer la soberanía sobre nuestro arte, que recibe a través de ella la influencia clásica, que después se asimila nuestro espíritu hasta señalarla con caracteres de originalidad nativa española; pero nosotros hemos ejercido durante más de tres siglos el dominio sobre el mediodía de Italia, y un siglo entero sobre el Milanesado; y nuestra influencia fué tal que durante algún tiempo parecía feudo nuestro; y si ella nos comunicó algo del espíritu del Renacimiento, nosotros le hemos comunicado el nuestro que moderaba la reacción pagana con la fuerza que desplegamos en el siglo XVI.

Y suprimid la influencia que ejerció Alemania, como hoy está demostrado contra lo que se creía recientemente, en los orígenes de nuestras gestas y de nuestra épica, y veréis que nosotros, con nuestro teatro, que influyó en el suyo, y con la acción de nuestra política y de nuestros Tercios, hemos compensado la influencia que ella ejerció. De modo que Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, han ejercido influencia sobre nosotros; pero, cercenada esa influencia y puesta en la balanza la que nosotros ejercimos sobre ellas, no se puede por menos de afirmar la existencia de ese todo que se llama España.

Pero ¿sucede eso con las regiones de España, aun aquellas que tienen más acentuada su personalidad? No. Pocas tienen tanta como Cataluña; pero Cataluña, aunque os asombre y esto contradiga vuestros principios, no es nación. No es nación, porque no tiene todos aquellos caracteres de historia común, general e independiente y externa que se necesitan para serlo.

La unidad de la Patria

Yo no concibo la historia de Cataluña, sin la historia de Aragón; no concibo la historia de Aragón, sin la historia de Navarra; no concibo las dos, sin la historia de Castilla. Todas las naciones están separadas y aisladas, pero en el conjunto compensan la influencia recíproca de todas las demás naciones. No sucede esto con ninguna región de España; todas ellas juntas forman una personalidad histórica con caracteres admirables, profundamente vigorosa.

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