El comendador Mendoza: 26

El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo XXV

Capítulo XXV

A pesar de su optimista y regocijada filosofía; a pesar de su propensión natural a reír y a ver las cosas por el lado cómico, D. Fadrique estuvo todo aquel día meditabundo, callado, con una seriedad melancólica harto extraña en él.

A la hora de comer apenas probó bocado; apenas si habló con su hermano, con su cuñada y con su sobrina, los cuales, cada uno por su estilo, le agasajaban mucho.

Don José era un señor excelente, que no hacía más que cuidar de su hacienda, jugar a la malilla en la reunión de la botica y dar gusto a Doña Antonia.

Esta señora tenía una pasta de las mejores: cuidaba de la casa con esmero, cosía y bordaba. Era buena cristiana, iba a misa todos los días y rezaba el rosario con los criados todas las noches; pero en todo ello había algo de maquinal, de fórmula, costumbre o rutina, sin que Doña Antonia se metiese en honduras religiosas. Sólo salía algo de sus casillas y mostraba cierto entusiasmo apasionado en favor de la Virgen de Araceli, de Lucena (Doña Antonia era lucentina), prefiriéndola a las otras Vírgenes y hallándola más milagrosa.

En cuanto a director espiritual, Doña Antonia tenía a un capuchino fervoroso y elocuente, cuya fama eclipsaba entonces la del P. Jacinto, el cual, como más tibio en el predicar y en el reprender, no hacía tantas conversiones ni traía al redil tantas ovejas descarriadas como su cofrade barbudo.

Lucía tenía por confesor al P. Jacinto, y se llevaba tan bien con su madre, que las únicas discusiones que había entre ellas eran sobre los méritos de sus respectivos confesores. Por lo demás, como Doña Antonia no tenía voluntad ni opinión, y de todo se le importaba lo mismo, francamente no era gran prueba de sumisión y deferencia en Lucía el no discutir nunca con su madre, salvo sobre el capuchino, y alguna que otra vez, aunque raras, acerca de la Virgen de Araceli. Lucía no era muy devota, y careciendo de otra Virgen predilecta, concedía pronto a su madre la superior excelencia de la suya.

La única causa de disidencia era, pues, el P. Jacinto, en quien Lucía hallaba superior entendimiento e ilustración; mas al cabo, como buena hija que era, y a fin de contentar a su madre, declaraba que el capuchino había reunido a un sinnúmero de malos casados, que andaban campando por sus respetos y viviendo aparte engolfados en mil marimorenas, y había logrado que no pocos pecadores y pecadoras dejasen las malas compañías y peores tratos, e hiciesen vida ejemplar y penitente: de todo lo cual podía jactarse muchísimo menos el P. Jacinto; de donde infería Lucía que el capuchino era mejor director espiritual de los extraviados, y el P. Jacinto mejor director de los que estaban en el buen sendero o dentro del aprisco. El uno valía para vencer y reducir a la obediencia a los rebeldes; el otro para gobernar sabia y blandamente a los sumisos.

Con esto se aquietaba Doña Antonia y vivía en santa y dulce paz con su hija, a quien había enseñado todas sus habilidades caseras, reconociendo la maestra, sin envidia y con júbilo, que casi siempre se le aventajaba ya la discípula. Lucía bordaba con todo primor, en blanco, en seda y en oro; hacía calados, pespuntes y vainicas como pocas, y en guisos y dulces nadie se le ponía delante, que no saliera con la ceniza en la frente. Sólo resplandecía aún la superioridad de Doña Antonia en las faenas de la matanza. Era un prodigio de tino en el condimentar y sazonar la masa de los chorizos, morcillas, longanizas y salchichas; en adobar el lomo para conservarle frito todo el año, y en dar su respectivo saborete, con la adecuada especiería, a las asaduras, que ya compuestas llevan siempre el nombre de pajarillas, sin duda porque alegran las pajarillas de quien las come, y a los riñones, mollejas, hígado y bazo, que se preparan de diverso modo, con clavo, pimienta y otras especies más finas, excluyendo el comino, el pimentón y el orégano.

El lector no ha de extrañar que entremos en estos pormenores. Convenía decirlos, y, distraídos con la acción principal, no los habíamos dicho.

El niño mayorazgo, hijo de D. José y de Doña Antonia, había ido, hacía poco, al Colegio de guardias marinas de la isla, con buenas cartas de recomendación de su señor tío.

Doña Antonia andaba siempre con las llaves de una parte a otra, ya en la repostería, ya en la despensa, ya en la bodega del aceite, ya en la del vino, ya en la del vinagre.

La casa tenía todo esto, como casa de labrador, a par que de señores, pues D. José, al trasladarse a la ciudad, había traído a ella muchos de sus frutos para venderlos con más estimación y darles más fácil salida.

Don José, cuando no hacía cuentas con el aperador, o bien oía a los caseros, que venían a verle y a informarle de todo desde las caserías, o se largaba a la botica, donde había tertulia perpetua y juego por mañana, tarde y noche.

Resultaba, pues, que el Comendador, salvo a las horas de las tres comidas, y un rato de noche, cuando había tertulia, a la cual. no faltaba jamás D. Carlos de Atienza, se hallaba en una grata y apacible soledad, no interrumpida sino por la rubia sobrina, la cual le buscaba siempre, preguntándole qué había de nuevo respecto a Clara.

Don José y Doña Antonia, que estaban en Babia, nada sabían de los disgustos y cuidados del Comendador. Lucía los sabía a medias; distando infinito de presumir, a pesar de sus hipótesis, que Clara estaba ligada a su tío con vínculo tan natural.

Los criados de la casa y el público todo seguían desorientados en punto a D. Carlos de Atienza. Viéndole joven, elegante y lindo, que venía con frecuencia a la casa, y que cuchicheaba siempre con Lucía, supusieron con visos de fundamento que era su novio, y ya en la casa le apellidaban el novio de la señorita.

Tal era la situación de cada uno de los personajes secundarios de esta historia cuando el Comendador, después de su entrevista con Doña Blanca, se hallaba tan desazonado.

Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó a que fuese a reposar. D. José, después de decirle lo mismo, se largó a la botica. Lucía, con más vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de su tío; pero no consiguió nada.

El Comendador, a sus solas, no hacía más que pensar sobre su diálogo con Doña Blanca, y concebir los más encontrados pensamientos, aunque siempre poco gratos.

Ya se le figuraba que dicha señora tenía un orgullo satánico, un genio infernal, y entonces se culpaba a sí mismo de no haberle robado a la hija; de haberla dejado en su poder para que la enloqueciera y la hiciera desgraciada. Ya imaginaba, por el contrario, que, desde su punto de vista, Doña Blanca tenía razón en todo.

El Comendador entonces calificaba su persecución en pos de Doña Blanca y su victoria ulterior (que en otro tiempo había mirado como una ligereza perdonable, como una bizarría de la mocedad) de conducta inicua y malvada a todas luces, aun juzgada por su criterio moral, lleno de laxitud en ciertas materias.

-Por cierto que no merezco perdón -se decía D. Fadrique-. La maldita vanidad me hizo ser un infame. ¡Había tantas mujeres guapas cuando yo era mozo, a quienes cuesta tan poco otro tropiezo, una caída más o menos! ¿Por qué, pues, no siendo arrastrado por una pasión vehemente, que ni siquiera tengo esta excusa, ir a turbar la paz del alma de aquella austera señora? Tiene razón sobrada. Soy digno de que me aborrezca o me desprecie. Lo único que mitiga un tanto la enormidad de mi delito es la mala opinión que tenía yo entonces de casi todas las mujeres. No me cabía en la cabeza que ninguna pudiera (después sobre todo) tomar tan por lo serio los remordimientos, la culpa... En fin, yo no preví lo que pasó después. Si lo hubiera previsto... me hubiera guardado bien de pretender a Doña Blanca. Aunque no hubiera habido otra mujer en la tierra... su corazón hubiera quedado entero para D. Valentín, sin que yo se le robara. Pero nada... ¡esta pícara costumbre de reír de todo... de no ver sino el lado malo! Me gustó... me enamoró... eso sí... yo estaba enamorado... y como creí que la gazmoñería era sal y pimienta que haría más picante y sabroso el logro de mi deseo, y que luego se disiparía, insistí, porfié, hice diabluras... sí... hice diabluras: creé dentro de su conciencia un infierno espantoso; por un liviano y fugitivo deleite dejé en su espíritu un torcedor, una horrible máquina de tormento, que sin cesar le destroza el pecho, diez y siete años hace. ¡Como tengo este carácter tan jocoso!... Las cañas se volvieron lanzas. La burla fue pesada. Pero ¡Dios mío... si yo no podía sospecharlo! Aunque me lo hubieran asegurado mil y mil personas, no lo hubiera creído. Lo repito, no cabía en mi cabeza. Yo no comprendía arrepentimiento tan feroz y tan persistente, simultáneo casi con el pecado. Yo no había medido toda la violencia de una pasión que, a pesar del grito airado y fiero de la conciencia, que a despecho del sangriento azote con que el espíritu la castiga, rompe todo freno y sale vencedora. Cuando exclamaba ella, casi rendida ya a mi voluntad, cayendo entre mis brazos, doblándose quebrantada al toque de mis labios, recibiendo mis besos y mis caricias, cediendo a un impulso irresistible, y no obstante luchando: «¡Dios mío, mátame antes que caiga de tu gracia! ¡Prefiero morirá pecar!»; cuando decía esto, que hoy ha repetido a propósito de su hija, no me inspiraba compasión, no me apartaba de mi mal propósito; antes bien era espuela con que aguijoneaba mi desbocado apetito. ¡Cuán hermosa me parecía entonces, al pronunciar, con voz entrecortada por los sollozos, aquellas palabras, a las cuales yo no prestaba sino un vago sentido poético, y en cuya verdad profunda yo no creía! Hasta la dulzura de su misma religión se maleaba y viciaba en mi mente, interpretada por mi concupiscencia, y quitaba a mis ojos todo valor a aquella desolación suya, a aquella angustia con que miraba y repugnaba la caída, sin hallar fuerzas para evitarla. Yo me atrevía a decidir que no era tan gran mal el que tenía tan fácil remedio. Yo me convertía en redentor del alma que cautivaba y en salvador del alma que perdía, parodiando la sentencia divina y diciendo en mi interior: «Levántate: estás perdonada, por lo mucho que has amado». ¡Ah, cielos! ¿Por qué ocultármelo? Procedí con villanía. Era yo tan bajo y tan vil, que no comprendí nunca el vigor, la energía de la pasión que sin merecerlo había excitado. Era yo como salvaje que, sin conocer un arma, la dispara y hiere de muerte. La grandeza y la omnipotencia del amor me eran tan desconocidas como la persistencia y el indómito poderío de una conciencia recta, que acepta el deber y le cumple, o jamás se perdona si no le cumple. ¿Será que soy un miserable? ¿Tendrán razón los frailes y los clérigos al sostener que no hay verdadera virtud sin religión verdadera?

De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que volvía cien y cien veces a repetirse lo mismo.

El que no viniese el P. Jacinto a hablar con él inspiraba al Comendador la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que daba a la calle, a ver si le veía salir de casa de Doña Blanca. Varias veces salió a la calle y fue hasta el convento de Santo Domingo, aunque estaba lejos, a preguntar si el P. Jacinto había vuelto. El P. Jacinto no parecía en parte alguna.

A la caída de la tarde, estando D. Fadrique en su estancia, oyó pisadas de caballos que paraban cerca. Salió al balcón y vio apearse a D. Valentín, que volvía de la casería.

Llegó la noche y no pareció el P. Jacinto.

Don Fadrique echaba a volar su imaginación con vuelo siniestro. Hacía las suposiciones más extrañas y dolorosas. -¿Qué habrá sucedido? -se preguntaba.

A las ocho de la noche, por último, el Comendador vio aparecer al P. Jacinto bajo el dintel de la puerta de su cuarto.

Al verle, le dio un vuelco el corazón. El padre traía la cara más grave y melancólica que había tenido en su vida.

-¿Qué es esto? ¿Qué pasa? -dijo el Comendador-. ¿Dónde ha estado V. hasta ahora?

-¿Dónde he de haber estado? En casa de Doña Blanca, donde hice mal y remal en introducirte traidoramente. ¡Buena la has hecho! ¿Qué demonios te aconsejaron cuando hablabas? ¿Qué dijiste a la infeliz? ¡Vaya un berrinche que ha tomado! Está mala. ¡Dios quiera que no se ponga peor!

El Comendador se mostró consternado, se quedó mudo. El fraile añadió:

-Clarita es una santa. Allí la dejo cuidando a su madre. No sé para qué todas estas desazones. La chica está resuelta, firmemente resuelta. Todo es inútil. Bien hubiera podido evitarse tu endemoniada conversación con la madre. Tiempo es de evitar aún que te arruines a tontas y a locas.

El Comendador, recobrando el habla, respondió:

-Lo hecho, hecho está. Yo no gusto de arrepentirme. Yo no deshago mis promesas. Yo no me vuelvo atrás nunca. Lo que prometí a D. Casimiro y él ha aceptado, tiene que cumplirse. Pero, ¿qué enfermedad es esa de Doña Blanca? ¿Sigue Clara poseída de su lúgubre locura? Voto a todos los demonios y condenados que hay en el infierno, que jamás hubiera yo podido soñar que iba a ser víctima de tan enrevesados sentimentalismos.

El Comendador se paseaba a largos pasos por la estancia. El padre le miraba con pena y algo aturdido.

En esto, Lucía, que había visto entrar al padre, asomó la rubia y linda cabeza a la puerta, que había quedado entornada, y dijo con dulce ansiedad.

-Tío, ¿qué hay de nuevo?

-Nada, niña. Por Dios, déjanos en paz ahora que vamos a tratar asuntos muy graves.

Lucía se retiró, lastimada de inspirar tan poca confianza.