El comendador Mendoza: 10
Capítulo IX
Mientras el Comendador y Lucía tenían el diálogo de que acabamos de dar cuenta, Clara había entrado en el cuarto de su madre.
Doña Blanca estaba sentada en un sillón de brazos. Delante de ella había un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una silla, y no muy distante de su mujer.
El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años. Bastantes canas daban ya un color ceniciento a la primitiva negrura de sus cabellos. Su semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones, todas de la más perfecta regularidad.
Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían transparentes. Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego singular e indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen concurrido a crearle.
Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se atrevía a chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase.
Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había sido, por amor y respeto a su honra, un magistrado íntegro. Nada había podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es perpetua e incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había abdicado por completo. La hacienda, los negocios, la educación de la hija, todo dependía y todo era dirigido y gobernado por Doña Blanca.
El aspecto de D. Valentín era insignificante y neutral.
Ni alto ni bajo, ni pelinegro ni rubio, ni flaco ni gordo. Parecía, con todo, un señor, por decirlo así, muy correcto en sus modales, en su continente y en su habla. La devota sumisión a su mujer añadía a dicha calidad de correcto una tintura de mansedumbre.
Don Valentín había sido en su mocedad muy buen católico, pero sin fervor penitente y sin inclinaciones místicas y contemplativas. Ahora, por no desazonar a su mujer, se esforzaba por remedar a San Hilarión o a San Pacomio.
Tenía D. Valentín cerca de sesenta años de edad, pero parecía mucho más viejo, porque no hay cosa que envejezca y arruine más el brío y la fortaleza de los hombres que esta servidumbre voluntaria y espantosa, a que por raro misterio de la voluntad se someten muchos, cediendo a la persistencia endemoniada de sus mujeres.
No bien entró Clara en el cuarto, Doña Blanca le preguntó:
-¿Dónde has estado, niña?
-Mamá, en el nacimiento.
-No sé cómo tiene pies mi señora Doña Antonia para dar paseos tan disparatados. Con ir y volver, eso es andar cerca de una legua.
-Doña Antonia no ha estado hoy con nosotras -dijo Clara, no atreviéndose a mentir, ni siquiera a disimular.
El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable desagrado.
-Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? -preguntó Doña Blanca.
-No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas.
-Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera?
-Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos. En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.
-¿Y quién es ese tío?
-Un señor marino que estuvo en la India y en el Perú, que dice que conoce a V., que hace poco ha venido a vivir a Villabermeja, y que anoche llegó aquí a pasar una temporada.
-Ese es el Comendador Mendoza -dijo D. Valentín, con cierto júbilo de saber que había llegado un antiguo amigo.
-Justamente, papá, así se llama: el Comendador Mendoza; un señor muy fino, si bien algo raro.
-Oye, Blanca, será menester que vayamos a ver al Comendador, que vive sin duda en casa de su hermano -exclamó D. Valentín.
-Cumpliremos con ese deber que la sociedad nos impone -dijo Doña Blanca con reposo y dignidad serena-; pero tú, Clara, no debes volver a salir de paseo ni tratarte con ese hombre malvado e impío. Si la santa fe de nuestros padres no estuviera tan perdida; si las perversas doctrinas del filosofismo francés no nos hubiesen inficionado, ese hombre, en vez de vestir el honroso uniforme de la marina, vestiría el sambenito; en vez de andar libre por ahí, piedra de escándalo, fermento de impiedad, levadura del infierno, corrompiendo lo que aun en el cuerpo social se conserva sano, estaría en los calabozos de la Inquisición o ya hubiera muerto en la hoguera.
Clara se aterró al oír en boca de su madre aquella diatriba. Se representó en su mente al Comendador como a un personaje endiablado; y, acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de espanto y de vergüenza.
Don Valentín, con el recuerdo del Comendador, que le traía a la imaginación mejores tiempos, cuando él estaba menos viejo y menos sumiso, se sentía, contra su costumbre, con ánimo de contradecir y no someterse del todo. Así es que dijo:
-¡Válgame Dios, mujer, qué falta de caridad es esa! Eres injusta con nuestro antiguo amigo. No te negaré yo que era algo esprit fort en su mocedad pero ya se habrá enmendado. Por lo demás, siempre fue el Comendador pundonoroso, hidalgo y bueno. ¿Qué tienes tú que decir contra su moralidad?
-Cállate, Valentín, que no dices más que sandeces. Y las llamo sandeces, por no calificarlas de blasfemias. ¿Qué moralidad, qué hidalguía, qué virtud puede haber donde faltan la religión y las creencias, que son su fundamento? Sin el santo temor de Dios toda virtud es mentira y toda acción moral es un artificio del diablo para engañar a los bobos que presumen de discretos y que no subordinan su juicio a los que saben más que ellos. Ya lo he dicho y lo repito: el Comendador Mendoza era un impío y un libertino, y seguirá siéndolo. Nosotros iremos a visitarle para no chocar, procurando no hallarle en casa y ver sólo a doña Antonia y a su bendito marido. En cuanto a Clarita, se buscará un pretexto cualquiera para que no salga más con Lucía, exponiéndose a ir en compañía de ese renegado, jacobino, volteriano y ateo. Primero confiaría yo a Clara al cuidado de la más vil y pecadora de las mujeres. Esta mujer, con el auxilio de la religión, puede regenerarse y llegar a ser una santa; pero de quien niega a Dios o le aborrece, del empedernido de toda la vida, ¿qué esperanza es lícito concebir?
Clarita y D. Valentín se compungieron y amilanaron con el sermón de Doña Blanca, y nada supieron contestarle.
Quedó, pues, resuelto que Clarita, por culpa del Comendador y para que no se contaminase, no volvería a pasear con Lucía.