- XVII -
Último viaje

Llegó la mañana de la ejecución sin que Zarco hubiese regresado ni se tuvieran noticias de él.

Un inmenso gentío aguardaba a la puerta de la cárcel la salida de la sentenciada.

Yo estaba entre la multitud, pues si bien había acatado la voluntad de mi amigo no visitando a Gabriela en su prisión, creía de mi deber representar a Zarco en aquel supremo trance, acompañando a su antigua amada hasta el pie del cadalso.

Al verla aparecer, costóme trabajo reconocerla. Había enflaquecido horriblemente, y apenas tenía fuerzas para llevar a sus labios el Crucifijo, que besaba a cada momento.

-Aquí estoy, señora... ¿Puedo servir a usted de algo? -le pregunté cuando pasó cerca de mí.

Clavó en mi faz sus marchitos ojos, y cuando me hubo reconocido, exclamó:

-¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué consuelo tan grande me proporciona usted en mi última hora! ¡Padre! -añadió, volviéndose a su confesor-: ¿Puedo hablar al paso algunas palabras con este generoso amigo?

-Sí, hija mía... -le respondió el sacerdote-; pero no deje usted de pensar en Dios...

Gabriela me preguntó entonces:

-¿Y él?

-Está ausente...

-¡Hágalo Dios muy feliz! Dígale, cuando lo vea, que me perdone, para que me perdone Dios. Dígale que todavía le amo..., aunque el amarle es causa de mi muerte...

-Quiero ver a usted resignada...

-¡Lo estoy! ¡Cuánto deseo llegar a la presencia de mi Eterno Padre! ¡Cuántos siglos pienso pasar llorando a sus pies, hasta conseguir que me reconozca como hija suya y me perdone mis muchos pecados!

Llegamos al pie de la escalera fatal...

Allí fue preciso separarnos.

Una lágrima, tal vez la última que aún quedaba en aquel corazón, humedeció los ojos de Gabriela, mientras que sus labios balbucieron esta frase:

-Dígale usted que muero bendiciéndole...

En aquel momento sintióse viva algazara entre el gentío..., hasta que al cabo percibiéronse claramente las voces de:

-¡Perdón! ¡Perdón!

Y por la ancha calle que abría la muchedumbre viose avanzar a un hombre a caballo, con un papel en una mano y un pañuelo blanco en la otra...

¡Era Zarco!

-¡Perdón! ¡Perdón! -venía gritando también él.

Echó al fin pie a tierra, y, acompañado del jefe del cuadro, adelantóse hacia el patíbulo.

Gabriela, que ya había subido algunas gradas, se detuvo: miró intensamente a su amante, y murmuró:

-¡Bendito seas!

En seguida perdió el conocimiento.

Leído el perdón y legalizado el acto, el sacerdote y Joaquín corrieron a desatar las manos de la indultada...

Pero toda piedad era ya inútil... Gabriela Zahara estaba muerta.