- XII -
Travesuras del destino

Pocos días después llamáronme de nuevo mis asuntos al lado de Joaquín Zarco.

Llegué a la villa de ***.

Mi amigo seguía triste y solo, y se alegró mucho de verme.

Nada había vuelto a saber de Blanca; pero tampoco había podido olvidarla ni siquiera un momento...

Indudablemente, aquella mujer era su predestinación... ¡Su gloria o su infierno, como el desgraciado solía decir!

Pronto veremos que no se equivocaba en este supersticioso juicio.

La noche del mismo día de mi llegada estábamos en su despacho leyendo las últimas diligencias practicadas para la captura de Gabriela Zahara del Valle, todas ellas inútiles por cierto, cuando entró un alguacil y entregó al joven juez un billete que decía de este modo:

«En la fonda del León hay una señora que desea hablar con el señor Zarco.»

-¿Quién ha traído esto? -preguntó Joaquín.

-Un criado.

-¿De parte de quién?

-No me ha dicho nombre alguno.

-¿Y ese criado...?

-Se fue al momento.

Joaquín meditó y dijo luego lúgubremente:

-¡Una señora! ¡A mí!... ¡No sé por qué me da miedo esta cita!... ¿Qué te parece, Felipe?

-Que tu deber de juez es asistir a ella. ¡Puede tratarse de Gabriela Zahara!...

-Tienes razón... ¡Iré! -dijo Zarco, pasándose una mano por la frente.

Y cogiendo un par de pistolas envolvióse en la capa y partió, sin permitir que lo acompañase.

Dos horas después volvió.

Venía agitado, trémulo, balbuciente...

Pronto conocí que una vivísima alegría era la causa de aquella agitación.

Zarco me estrechó convulsivamente entre sus brazos, exclamando a gritos, entrecortados por el júbilo:

-¡Ah! ¡Si supieras!... ¡Si supieras, amigo mío!

-¡Nada sé! -respondí-. ¿Qué te ha pasado?

-¡Ya soy dichoso! ¡Ya soy el más feliz de los hombres!

-Pues ¿qué ocurre?

-La esquela en que me llamaban a la fonda.

-Continúa.

-¡Era de ella!

-¿De quién? ¿De Gabriela Zahara?

-¡Quita de allá, hombre! ¿Quién piensa ahora en desventuras? ¡Era de ella! ¡De la otra!

-Pero ¿quién es la otra?

-¿Quién ha de ser? ¡Blanca! ¡Mi amor! ¡Mi vida! ¡La madre de mi hijo!

-¿Blanca? -repliqué con asombro-. Pues ¿no decías que te había engañado?

-¡Ah! ¡No! ¡Fue alucinación mía!...

-¿La que padeces ahora?

-No; la que entonces padecí.

-Explícate.

-Escucha: Blanca me adora...

-Adelante. El que tú lo digas no prueba nada.

-Cuando nos separamos Blanca y yo el día 15 de abril, quedamos en reunirnos en Sevilla para el 15 de mayo. A poco tiempo de mi marcha, recibió ella una carta en que le decían que su presencia era necesaria en Madrid para asuntos de familia; y como podía disponer de un mes hasta mi vuelta, fue a la Corte, y volvió a Sevilla muchos días antes del 15 de mayo. Pero yo, más impaciente que ella, acudí a la cita con quince días de anticipación de la fecha estipulada, y no hallando a Blanca en la fonda, me creí engañado..., y no esperé. En fin... ¡he pasado dos años de tormento por una ligereza mía!

Pero una carta lo evitaba todo...

-Dice que había olvidado el nombre de aquel pueblo, cuya promotoría sabes que dejé inmediatamente, yéndome a Madrid...

-¡Ah! ¡Pobre amigo mío! -exclamé-. ¡Veo que quieres convencerte; que te empeñas en consolarte! ¡Más vale así! Conque, veamos: ¿Cuándo te casas? ¡Porque supongo que, una vez deshechas las nieblas de los celos, lucirá radiante el sol del matrimonio!..

-¡No te rías! -exclamó Zarco-. Tú serás mi padrino.

-Con mucho gusto. ¡Ah! ¿Y el niño? ¿Y vuestro hijo?

-¡Murió!

-¡También eso! Pues, señor... -dije aturdidamente-. ¡Dios haga un milagro!

-¡Cómo!

-Digo... ¡que Dios te haga feliz!