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Un dúo en «mi» mayor

Aquel invierno lo pasé en Granada.

Érase una noche en que había gran baile en casa de la riquísima señora de X..., la cual había tenido la bondad de convidarme a la fiesta.

A poco de llegar a aquella magnífica morada, donde estaban reunidas todas las célebres hermosuras de la aristocracia granadina, reparé en una bellísima mujer, cuyo rostro habría distinguido entre mil otros semejantes, suponiendo que Dios hubiese formado alguno que se le pareciera.

¡Era mi desconocida, mi mujer misteriosa, mi desengañada de la diligencia, mi compañera de viaje, el número 1 de que os hablé al principio de esta relación!

Corrí a saludarla, y ella me reconoció en el acto.

-Señora -le dije-, he cumplido a usted mi promesa de no buscarla. Hasta ignoraba que podía encontrar a usted aquí. A saberlo, acaso no hubiera venido, por temor de ser a usted enojoso. Una vez ya delante de usted, espero que me diga si puedo reconocerla, si me es dado hablarle, si ha cesado el entredicho que me alejaba de usted.

-Veo que es usted vengativo... -me contestó graciosamente, alargándome la mano-. Pero yo le perdono. ¿Cómo está usted?

-¡En verdad que lo ignoro! -respondí-. Mi salud, la salud de mi alma -pues no otra cosa me preguntará usted en medio de un baile- depende de la salud de su alma de usted. Esto quiere decir que mi dicha no puede ser sino un reflejo de la suya. ¿Ha sanado ese pobre corazón?

-Aunque la galantería le prescriba a usted desearlo -contestó la dama-, y mi aparente jovialidad haga suponerlo, usted sabe..., lo mismo que yo, que las heridas del corazón no se curan.

-Pero se tratan, señora, como dicen los facultativos; se hacen llevaderas; se tiende una piel rosada sobre la roja cicatriz; se edifica una ilusión sobre un desengaño...

-Pero esa edificación es falsa...

-¡Como la primera, señora; como todas! Querer creer, querer gozar..., he aquí la dicha... Mirabeau, moribundo, no aceptó el generoso ofrecimiento de un joven que quiso transfundir toda su sangre en las empobrecidas arterias del grande hombre... ¡No sea usted como Mirabeau! ¡Beba usted nueva vida en el primer corazón virgen que le ofrezca su rica savia! Y pues no gusta usted de galanterías, le añadiré, en abono de mi consejo, que, al hablar así, no defiendo mis intereses...

-¿Por qué dice usted eso último?

-Porque yo también tengo algo de Mirabeau; no en la cabeza, sino en la sangre. Necesito lo que usted... ¡Una primavera que me vivifique

-¡Somos muy desdichados! En fin..., usted tendrá la bondad de no huir de mí en adelante...

-Señora, iba a pedirla a usted permiso para visitarla.

Nos despedimos.

-¿Quién es esta mujer? -pregunté a un amigo mío.

-Una americana que se llama Mercedes de Meridanueva -me contestó-. Es todo lo que sé, y mucho más de lo que se sabe generalmente.