El cisne de Vilamorta: 15
Capítulo XIV
Nieves pasó la noche intranquila, y al despertar, los recuerdos de la víspera se le ofrecieron dudosos y como soñados; no acababa de dar crédito a la realidad de aquella singular osadía de Segundo, aquella toma de posesión directa, aquel apasionado ultraje que ella no supo resistir. ¡En qué grave compromiso la ponía el atrevido del poeta! ¿Y si alguien lo había notado? Al despedirse de las chicas que la acompañaban en el balcón, ellas se reían de un modo así... particular. Carmen Agonde, la muchachona gruesa, con sus ojos dormilones y su genio de pastaflora, descubría a veces tanto la hilaza de la malicia... Pero quia... ¿cómo habían de ver nada? El chal argelino era largo y cubría todo el cuerpo... Y Nieves tomó el chal, se lo puso y se miró con dos espejos para cerciorarse de que con aquella prenda no podía verse un brazo pasado alrededor de un talle... Estaba en esta ocupación cuando abrieron la puerta y entró una persona. Ella soltó el espejillo, estremeciéndose.
Era su marido, más que nunca amarillo, o mejor dicho, color bazo, con las huellas del padecimiento escritas en el rostro... A Nieves le dio un vuelco la sangre. ¿Sabría algo don Victoriano? No tardó en tranquilizarse oyéndole hablar, con despecho mal reprimido, del fracaso del globo y del descaro de los romeristas. El ministro necesitaba desahogar su contrariedad quejándose del dolorcillo del alfilerazo.
-Pero has visto, hija... ¿qué te parece?...
Lamentose después del continuo ruido de la feria, que no le había consentido pegar los ojos. Nieves convino en que era cosa molestísima: también ella se encontraba desvelada. El ministro abrió la ventana y el ruido subió, más estruendoso y alto. Asemejábase a un gran coral o sinfonía compuesta de voces humanas, relinchos de bestias, gruñidos de cerdos, mugidos de vacas, terneros y bueyes, pregones, riñas, cantares, blasfemias y sonidos de instrumentos músicos. La marejada de la feria cubría a Vilamorta.
Desde la ventana se veían las olas, un bullir de hombres y animales entreverados, embutidos por decirlo así los unos en los otros. Entre la masa de aldeanos se abría camino frecuentemente un rebaño de seis u ocho becerros, asustados, en dramática actitud; una mula llevada del diestro formaba corro, disparando un semicírculo de coces; oíanse chillidos y ayes de dolor, pero los de atrás empujaban y el hueco volvía a llenarse; un jaco, excitado por la proximidad de las yeguas, se encabritaba exhalando desesperados relinchos, caía al fin, y mordía, hidrófobo de celo, lo primero que encontraba. Los mercaderes de hongos de fieltro hacían muy rara figura, paseando su mercancía toda sobre la cabeza: una torre de veinte o treinta sombrerones, semejante a las pagodas chinas. Otros traficantes vendían, en un mostrador portátil colgado del pescuezo por dos cintas; ovillos de hilo, balduque, dedales y tijeras; los vendedores de ruecas y husos los llevaban alrededor de la cintura, del pecho, por todas partes, como el inhábil nadador lleva las vejigas; y los sarteneros relucían al sol, a modo de combatientes feudales.
Mareaba la confusión, el vaivén no interrumpido de la muchedumbre, la mescolanza de racionales y bestias, y era fatigoso el doliente mugir de las vacas apaleadas, el chillido de terror de las mujeres, la brutal hilaridad de los borrachos, que salían de las tabernas con el sombrero echado atrás, la lengua estropajosa, y muy deseosos de expansión y aire, de arremeter contra los hombres y pellizcar a las mozas. Estas, afligidas, levantaban el grito, no logrando esquivar el abrazo de los borrachos sino para caer en las astas de algún buey, o recibir la hocicada de alguna mula, que les bañaba sienes y frente en espumosa baba. Y lo más aterrador era ver a unas cuantas criaturas de pecho, llevadas en alto por sus madres, bogando como endebles esquifes en tan irritado golfo.
Cosa de media hora estuvo Nieves asomada, hasta que se le cansaron los ojos y oídos, y se retiró. A la tardecita se puso otro rato a la ventana. Se había aplacado un poco el tráfago comercial, y el señorío del Borde empezaba a concurrir a la feria. Agonde, a quien en todo el día no se le había visto el pelo, porque le absorbía la desesperada timba que funcionaba en la trastienda, subió entonces un rato, y limpiándose el sudor copioso, explicaba a Nieves las notabilidades conforme iban apareciendo, nombrándole los arciprestes, los párrocos, los médicos, los señoritos...
-Aquel flaco, flaco, que trae un matalón pasado por tamiz, y adornos de plata en la montura, y espuelas también de plata... es el señorito de Limioso... una casa, Dios nos libre, de la pierna del Cid... El Pazo de Limioso está a la parte de Cebre:.. Lo que es tener, no tienen un ochavo, rentitas de centeno y cuatro viñas que ya no dan uva... ¿Pero usted piensa que el señorito de Limioso entrará a comer en alguna posada? No señora: traerá en el bolsillo su pan y queso... y dormirá... ¿qué sé yo dónde? Como es carlista, en la trastienda de doña Eufrasia le dejarán echarse sobre la silla del penco; porque un día como hoy no sobran colchones... Si al espolista que lleva le abulta tanto la faja, es que de seguro viene ahí el pienso del jaco...
-Usted exagera, Agonde.
-¿Exagerar? Sí, sí... usted no tiene idea de lo que son estos señoritos. Aquí les llaman de siete en bestia, porque suelen traer para siete un solo caballo, que van montando por turno dos a dos; y un poco antes del pueblo se detienen para entrar a caballo uno a uno, muy armados de látigo y espuelas, y el jaco pasa siete veces con siete jinetes distintos... Pues mire usted quién viene allí en una borrica y una mula... ¡Las señoritas de Loiro! Son amigas de las de Molende... Repare usted el lío que traen delante: es el vestido para el baile de hoy.
-¿Pero es de veras?
-¡Vaya! Sí, señora: ahí vendrá todo, todito: el miriñaque o como se llame eso que abulta detrás, los zapatos, las enaguas y hasta el colorete... ¡Ah!, pues estas son muy finas, que vienen a vestirse al pueblo: la mayor parte, hace años, se vestían en el pinar que está junto al eco de Santa Margarita... Como no tenían casa aquí, y a se ve, ellas no habían de perder el baile, y a las diez y media o a las once estaban entre pinos abrochándose los cuerpos escotados, prendiéndose lacitos y perendengues, y tan guapas... Entre todo este señorío, créame, Nieves, no se junta el valor de un peso... Son gente que por no gastar grasa ni hacer caldo, almuerza sopa en vino... El mollete de pan de trigo lo cuelgan allá en las vigas para que no lo alcance nadie y dure años... Ya los conoce uno: vanidad y nada más...
Ensañábase el boticario, multiplicando pormenores y recargándolos, con rabia de plebeyo que coge al vuelo una ocasión de ridiculizar a la aristocracia pobre, y refiriendo historias de todos los señoritos y señoritas, miserias más o menos hábilmente recatadas. Reíase don Victoriano recordando algunos de aquellos cuentos, ya proverbiales en el país, mientras Nieves, tranquilizada por la risa de su marido, empezaba a pensar sin terror, antes con cierta complacencia recóndita, en los episodios de los fuegos. Había temido ver a Segundo entre la multitud, pero a medida que venía la noche y se borraban los vivos colores de los tinglados y se encendían lucecillas y eran más roncos los cantos de los beodos, se sosegaba su ánimo y el peligro le parecía muy remoto, casi nulo. En su inexperiencia se había figurado al pronto que el brazo de Segundo le dejaría señal en el talle, y que el poeta aprovecharía el primer momento para aparecer exigente y loco de amor, delatándose y comprometiéndola. Mas el día se deslizaba sereno y sin lances, y Nieves probaba la impaciencia inevitable en la mujer que no ve llegar al hombre que ocupa su imaginación. Al fin pensó en el baile. Allí estaría Segundo, de hecho.