El cimarrón y el zorro
Cada vez que el cimarrón encontraba al zorro, se admiraba de que éste pudiera estar tan gordo, cuando él, que era más fuerte y quizá mejor cazador, andaba siempre tan flaco. Siempre parecía el zorro recién salido de la mesa, mientras él, por lo contrario, siempre andaba buscando dónde tenderla. No se explicaba el porqué de semejante diferencia, hasta que un día se decidió a pedirle al zorro le dijese de dónde, a su parecer, podía provenir.
-¿Quién sabe? -dijo el zorro, meneando la cabeza con aire reflexivo-. Será porque no lo acompaña la suerte, pues sus méritos...
-No hay duda -asintió el otro.
-Pero -agregó el zorro-, si usted consintiese, podríamos ayudarnos uno a otro y poner en sociedad lo que encontrásemos.
-Se lo iba a proponer -interrumpió el cimarrón, y tomando aires de importante, agregó: usted conoce mi fuerza y mi viveza; sabe que no solamente cazo los animales silvestres, sino que también soy muy capaz de llevarme, de vez en cuando, una oveja.
-¡Cómo no! -dijo el zorro-. ¿Cómo no he de conocer sus méritos, si son notorios?
Y quedó en seguida cerrado el trato, con gran contento del hambriento cimarrón, que, sabiendo que el otro era muy diablo para cazar y se llenaba pronto porque era pequeño, ya calculaba cuán ventajosa sería para él la sociedad.
Y el zorro, para dar principio a las operaciones, llevó al cimarrón a un bosquecillo donde había visto colgado un gran trozo de carne fresca. Se lo mostró desde lejos y le dijo que fuese a traerlo para comerlo juntos, con toda tranquilidad, en la orilla del monte. El cimarrón le decía que mejor harían en ir a comerlo allá no más, donde estaba colgado; pero el zorro insistió, asegurando que era prudente poder vigilar la llanura para evitar sorpresas. Y el cimarrón fue, admirando la sagacidad de su nuevo compañero.
-Es muy diablo -repetía, caminando-, es muy diablo.
El zorro seguía con mucha atención los movimientos del cimarrón, no porque temiera que, traicionándolo, se fuese con la presa, sino porque ese trozo de carne, así colgado en medio de un monte solitario, no le inspiraba ninguna confianza.
-Alguna trampa debe de ser -pensaba- o carne envenenada; mejor será que la pruebe primero mi socio.
La espera fue corta. Llegado que hubo el cimarrón, agarró la carne con los dientes y pegó un tirón. No pegó dos, porque en el acto quedó con las costillas tan apretadas entre los arcos de un armadijo, que apenas podía gritar.
El zorro vino corriendo, se apoderó con toda facilidad y sin peligro de la carne, y como seguía quejándose lastimeramente el cimarrón, le dijo, sin reírse:
-Mire, socio, le voy a dejar la mitad de la presa para que la coma cuando vengan a libertarlo, pues seguramente han de venir; mientras tanto, paciencia.