El cigarrero de Huacho

Tradiciones peruanas: Tercera serie (1894)
de Ricardo Palma
El cigarrero de Huacho


(Cuento tradicional sobre unos amores que tuvo el diablo)


A poco más de veinticinco leguas de Lima hay un pueblo delicioso por lo benigno de su temperamento, por la fertilidad de su campiña, por lo sabroso de su fruta y, más que todo, por la sencillez patriarcal de sus habitantes; si bien es cierto que esta última cualidad empieza a desaparecer, para dar posada a los resabios y dobleces que son obligado cortejo de la civilización.

Modesta villa de pescadores y labriegos, Huacho se encuentra situada en la ribera del mar y a una legua de Huaura, lugar famoso de los anales de nuestra guerra de independencia por el asilo que durante largos meses prestó al general San Martín y la reducida hueste de patriotas con que mantuvo en constante alarma al poderoso ejército realista.

Sin embargo de su proximidad a la capital de la república, los huachanos creen en el diablo y en las brujas; y notorio es que Huacho es el único punto del mundo donde se conoce al maligno con el nombre de don Dionisio el cigarrero.

Añeja costumbre es en nuestros pueblos hacer por Pascua de Resurrección un auto de fe con la efigie del apóstol que vendió a su Divino Maestro por la miseria de treinta dineros. Pero los huachanos no condenan al pobre Judas a la chamusquina; antes bien lo compadecen y perdonan, pensando piadosamente cuán grandes serían los atrenzos de su merced cuando por tan roñosa suma cometió tan feo delito. ¡Quizá la situación de Judas era idéntica a la que hogaño aflige a los pensionistas del Estado!

La víctima que sacrifican los huachanos es la imagen del desventurado don Dionisio.

El huachano no concibe que sea honrado ni buen creyente el prójimo que tuvo la mala suerte de recibir con la sal del bautismo el nombre de Dionisio; y es fama que habiendo pasado por el pueblo en 1780 don Dionisio de Ascasibar, visitador por su majestad de las reales cajas del virreinato, se arremolinaron los habitantes y resolvieron ejecutar con tan caracterizada persona una de pópulo bárbaro. Por fortuna su señoría tuvo oportuno aviso del zipizape que iba a armarse, y anocheció y no amaneció en poblado. Y luego dirán que es bellaquería de poeta aquello que dijo Espronceda de que


«[...] el nombre es el hombre
y su primer fatalidad su nombre».


Yo de mío he sido siempre dado a andar de zoca en colodra con los refranes y consejas populares. Tanto oí nombrar al Cigarrero de Huacho en las diversas ocasiones que he vivido en amor y compaña con las honradas gentes de Luariama y la Cruz Blanca, que a la postre me invadió la comezón de conocer la historia del supradicho don Dionisio, y hela aquí tal cual de mis afanes rebuscadores aparece.


Cúponos en fortuna o en desgracia nacer en este siglo de carbón de piedra, tan dado al romanticismo de Víctor Hugo como poco amante del que se estilaba en los días de don Pedro Calderón de la Barca. Y a fe que si ahora cuando se escribe una relación de amores, precisamente han de entrar en ella puñal y veneno, en los benditos tiempos de la capa y espada, tiempos de babador y bombilla para la humanidad, todo era serenatas y tal cual zurra a los alguaciles de la ronda. No embargante, si alguna vez relucía la fina hoja de Toledo era en caballeresca lid, y los desafíos se realizaban en apartado campo hasta teñirse en sangre el hierro.

Parece que el romanticismo de nuestros abuelos no había descubierto que las más guapas armas para un combate son dos botellas de lo tinto, y el mejor palenque una buena mesa provista de un suculento almuerzo con trufas, ancas de ranas y pechuguillas de gorrión. Dios, el rey y la dama constituían el código de la honra. ¡Qué atraso y qué tontuna de gente! Hoy armamos un lance con el lucero del alba sobre la propiedad de una pirueta del cancán, y aunque la sangre no llega al río, convengamos en que esto es saber apreciar la negra honrilla, y que lo de nuestros abuelos era burbujas y chiribitas.

Por entonces estaba aún en el limbo y no se conocía en este cacho de mundo el respetable gremio que hoy se llama de las madres jóvenes, asociación compuesta de muy talluditas jamonas, constituidas en confidentes de las coqueterías y picardihuelas de sus hijas, y que por cuenta propia saben también dar un cuarto de escándalo al pregonero.

Antiguamente, es decir, antes de la independencia, una madre era lo que había que ser. ¿Sacaba una hija los pies del plato? Tijera con ella y pelo abajo, que los hombres no gustan de motilonas. ¿Se quedaba dormida en el interminable rosario? Sin disputa, la niña debía tener la cabeza llena de pensamientos mundanos, y para hacerla entrar en vereda la encerraban en el cuarto obscuro hasta que, obtenida licencia del provisor, iba a un monasterio, donde la enseñaban a hacer pastillas de briscado, niños de cera, mazapán, confitados y tortitas. Además, por justos o verenjustos, el palo de la escoba andaba bobo, y había cada pellizco o mojicón, que no un cardenal, sino un conclave de cardenales formaba en los delicados cuerpos de las muchachas. Una madre no tenía más rey ni roque que su soberana voluntad. ¡Aquella si ora autocracia, y no la del azar de Rusia! En Dios y en mi ánima, bellas lectoras, que hay por qué felicitaros de no haber alcanzado la época del faldellín. Ahora, bajo el imperio de la crinolina y otros postizos, cuando la hija habla tú por tú a los que la dieron el ser, una madre tiene que hilar muy delgado, y a nadie se asusta con antiguallas. ¡Bonito genio gastamos en el siglo XIX, para que os vengan con rapaduras, encierros y coscorrones!


Era, a mediados del pasado siglo, la noche de la verbena de San Juan. Como costumbre española, se había introducido entre nosotros la de que toda niña de más de quince abriles encendiese aquella noche un cirio ante la imagen del precursor de Cristo. Al sonar las doce, las muchachas asomábanse presurosas a los balcones y ventanas, y eran agradablemente sorprendidas por los galanes que, al son de una bandurria o vihuela, cantaban amorosas endechas y quejumbrosos yaravíes. Ellas creían que el cantor había caído como llovido del cielo, y harto cristianas eran para darle calabazas.

Hacía dos meses que doña Angustias Ambulodegui de Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea, viuda de un vizcaíno empleado en el real Estanco, se había establecido en Huacho en compañía de su hija Eduvigis, muchacha capaz de sacar de sus casillas al mismísimo San Jerónimo, y de hacerle arrojar a un pozo la piedra y la disciplina con que se atormentaba en el desierto.

No osaré jurar que aquella noche había encendido Eduvigis una candelilla a San Juan para que la favoreciese con un quebradero de cabeza; pero sí que la chica se encontraba aún despierta y vestida a media noche, y que se asomó al ventanillo apenas oyó los acordes de una guitarra, manejada con mucho rumbo y salero. De seguro que el de la serenata no cantaría coplas como la que oímos a un galancete de villorrio:


«Cuando doblen las campanas
no preguntes quién murió;
porque, ausente de tu vista,
¿quién ha de ser sino Pepe González?».


sino tan salerosas e intencionadas como esta:


«El amor que te tengo
lo he confesado,
y el confesor me ha dicho
que no es pecado;
que es natural
quererse ellos y ellas
por caridad».


Seguidilla va y seguidilla viene, el cantor llevaba trazas de esperar a que despuntase el alba para poner punto a las ponderaciones y extremos de su amor; pero vino a aguar la fiesta el ruido estridente de un bofetón y una voz catarrienta que decía:

-¿Te gustan villancicos, descocada? Pues sábete que rondador que te requiera de amores ha de entrar por la puerta sin escandalizar el barrio. ¡Charquito de agua, no serás brazo de mar!

Y semejante a las brujas de Macbeth, asomó por el ventanillo un escuerzo en enaguas, con un rostro adornado por un par de colmillos de jabalí que servían de muletas a las quijadas, como dijo Quevedo.

-¡Arre allá, señor de los ringorrangos, dominguillo de higueral, y vaya vuesa merced a trabucar el juicio a mozas casquilucias y de menos trastienda que mi hija!

No sabemos si el susto que le inspiró tan infernal aparición o una ráfaga de viento arrancó al galán el embozo, y a la escasa luz que salía por el ventanillo reconocieron la asendereada Eduvigis y la furiosa viuda de Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea al personaje de quien hablaremos en capítulo aparte.


Por la misma época en que doña Angustias y su hija se establecían en Huacho, llegó al lugar un mancebo de veinticinco años, buen mozo, de aire truhán y picaresco y que probó ser hombre de escasos haberes, pues arrendó un miserable tenducho en el que estableció una humildísima cigarrería. La curiosidad de los vecinos no dejaba en reposo al forastero, quien, dicho sea de paso, no gustaba de poca ni mucha conversación con los huachanos. Un mozo tan nada amigo de amigos tenía que ser la comidilla de la murmuración.

Una tarde llegaron dos viejas a la tienda, y después de comprar cigarros se propusieron meter letra con el forastero, y entre otras preguntas, más o menos impertinentes, hubo las que consigna este diálogo.

-¿Y desde dónde ha venido usarced?

-Desde el Purgatorio.

La interpelante dio un salto, imaginándose que era ánima en pena quien en realidad había residido en un frigidísimo mineral de Cajamarca llamado Purgatorio. Repuesta de su espanto la curiosa vieja, aventuró otra pregunta.

-¿Y qué piensa usarced hacer en Huacho?

-Cigarros y diabluras.

Nueva sorpresa para las viejas.

-¿Y qué edad tiene?

-¡La del demonio! -contestó fastidiado don Dionisio.

Aquí las viejas se santiguaron y salieron a escape de la tienda. Las contestaciones del cigarrero corrieron de boca en boca con notas y comentarios, llevando a todos los ánimos la convicción de que el forastero era por lo menos hereje y que el mejor día tendría Huacho la visita de algún comisario de la Santa. Contribuyó también a que el vecindario lo mirase como huésped peligroso la circunstancia de que no le besaba la mano al padre cura ni asistía a la misa dominical, pecadillos que en aquel siglo bastaban para que un prójimo tuviese que habérselas con los torniceros de la Inquisición.


Alguien dijo que la mujer es espíritu de contradicción. El bofetón, bien sonado y mejor recibido, bastó para que la chica tomara a capricho corresponder al cigarrero, y entendido se está que si no se repitió la serenata fue porque los billeticos y las citas misteriosas por la puerta falsa menudeaban que era una maravilla.

Una noche encontrose doña Angustias con que la paloma había volado del nido, y aquí fue el tirarse de las greñas y dar desaforados gritos.

-¡Hija descastada! Permita Dios que cargue con ella el patudo.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Alabemos que alzan! -decían escandalizadas las vecinas-. No eche, señora, maldiciones; que al fin la muchacha ha salido de sus entrañas.

-¡Sí! ¡Sí! -insistía la inflexible vieja-. ¡Que la alcancen mis palabras! ¡Que se la lleve el demonio!

Y no hubo acabado de proferir esta frase cuando sintiose una detonación. La cigarrería de don Dionisio era presa de las llamas, y es fama que la atmósfera trascendía a azufre. Para los huachanos fue donde entonces artículo de fe que el diablo, y no un galán de carne y hueso, era el que había cargado con la muchacha desobediente y casquivana.


Aunque nadie volvió a tener en Haucho noticia de Eduvigis ni de su amante, yo te diré, lector, en confianza, que el incendio fue un suceso casual; que no hubo tal azufre ni cuerno quemado sino en la sencilla preocupación del pueblo; que don Dionisio no tenía de diablo más que lo que tiene todo mozo calavera que se encalabrina por un regular coramvobis; y que, huyendo de las iras de doña Angustias, se dirigieron las amorosas tórtolas a Trujillo, donde una tía del galán les brindó generoso amparo.

Guárdame, lector, secreto sobre lo que acabo de confiarte; pues no quiero tomas ni dacas, dimes ni diretes con mis amigos de Huacho. ¿Qué me va ni qué me viene en este fregado para meterme a contradecir la popular creencia? Yo no he de ser como el cura de Trebujena, a quien mataron penas, no propias, sino ajenas. Lo dicho: don Dionisio fue el mismo Satanás con garras, rabo y cornamenta.

Si los huachanos creen a pie juntillas que el diablo les vendió cigarros, no he de ser yo el guapo que me exponga a una paliza por ponerlo en duda. ¡Sobre que un mi amigo de esa villa guarda como reliquia un par de puros elaborados por don Dionisio!...