El chocolate de los jesuitas


El chocolate de los jesuitas

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I


No hace todavía una semana apocalíptica que tratándose de un ministro de Estado, oí en la tribuna del Congreso a un honorable diputado de mi tierra la siguiente frase: «Hágole a su señoría la justicia de reconocer que es hombre de peso como el chocolate de los teatinos».

Y el presidente de la Cámara, personaje más tieso que los palos de la horca, no agitó la campanilla, ni el ministro se dio por agraviado, y eso que era sujeto que no aguantaba pulgas.

El diputado que tal dijo era un venerable anciano, orador tan famoso por lo agudo de sus ocurrencias como por lo crónico de su sordera, achaque que lo obligaba a nunca separarse de su trompetilla acústica.

Muchacho era yo cuando oí la frase, y durante años y años no se me despintó de la memoria, cascabeleándome en ella a más y mejor. A haber podido yo entonces, sin pecar de irrespetuoso, pedir explicación al egregio autor de la Historia de los partidos, habríame ahorrado el andar hasta hace poco husmeando el alcance de sus palabras.

Ocurriome por el momento pensar que el chocolate de los teatinos (nombre que primitivamente se dio a los clérigos regulares de la orden de San Cayetano, y con el que más tarde se engalanó también a los jesuitas) debió ser indigesto; pero viejos que lo saborearon, acompañado con bizcochuelos de Huancayo, me sostuvieron que sus paternidades lo gastaban del Cuzco, con canela y vainilla, cacao legítimo, sano y nutritivo. Ergo, dije para mí, si era pesado no sería porque los estómagos levantaran contra él acta plebiscitaria o de protesta. Hay, pues, que buscar la pesadez por otro camino, amén de que muy pulcro orador era don Santiago Távara (¡ya se me escapó el nombre!) para haberse tomado la franqueza de llamar indigesto a quien ceñía faja ministerial.

Tampoco debí suponer que un caballero de tan exquisita cortesanía como el ilustre diputado, hubiera querido decir que su señoría en hombre torpe, machaca o fastidioso, lo que habría sido antiparlamentario y grosero, y dado motivo justo para que el agraviado le rompiese por lo menos la trompetilla.

Gracias al asendereado oficio de tradicionista, he logrado a la postre aprender que cuando a un hombre le dicen en sus bigotes: «Es usted más pesado que el chocolate de los jesuitas», tiene éste la obligación de sonreír y darlas gracias; porque, en puridad de verdad, lejos de insultarlo le han dirigido un piropo, algo alambicado es cierto, pero que no por eso deja de ser una zalamería.

Según mi leal saber y entender, saco en limpio que el Sr. Távara quiso decir que el ministro era hombre de mucha trastienda, de hábiles recursos, de originales expedientes, de inteligencia nada común.

Y para que ustedes se convenzan, ahí va la tradición que difiere en poco de lo que cuenta el duque de Saint-Simón en sus curiosas Memorias.


II


Parece que allá por los años de 1765, el superior de los jesuitas de Lima andaba un tanto escamado con las noticias que, galeón tras galeón, le llegaban de España sobre la influencia que en el ánimo de Carlos III iba ganando el ministro conde de Aranda. Sospechaba también, y no sin fundamento, que entre el virrey del Perú D. Manuel de Amat y Juniet y el antedicho secretario manteníase larga y constante correspondencia en que la Compañía de Jesús tenía obligado capítulo.

Sea de ello lo que fuere, lo positivo es que de repente dieron los jesuitas en echarla de obsequiosos, y consiguieron del virrey permiso para enviar de regalo a España, y sin pago de derechos aduaneros, cajoncitos conteniendo bollos de riquísimo chocolate del Cuzco, muy apreciado, y con justicia, por los delicados paladares de la aristocracia madrileña. No zarpaba del Callao navío con rumbo a Cádiz que no fuese conductor de chocolate para su majestad, para los príncipes de la sangre y para el último títere de la real familia, para los ministros, para los consejeros de Indias, para los obispos y generales de órdenes religiosas, y pongo punto por no hacer una lista tan interminable como la de puntapiés que gobiernos y congresos aplican a esa vieja chocha llamada Constitución. ¡Así anda la pobrecita que no echa luz!

Estómagos agradecidos defendían, pues, con calor, en los consejos de su majestad, la causa y los intereses de los hijos de Loyola. Una jícara de buen chocolate era lo más eficaz que se conocía por entonces para conquistarse amigos y simpatías. Y tanto y tanto menudeaban las remesas del cuzqueño, que hasta el rey empezó a mirar con aire receloso al conde de Aranda, único cortesano a quien no deleitaba el aroma de la golosina, y que tenía el mal gusto de desayunarse con un cangilón del vulgar soconusco, haciendo ascos al divino manjar que enviaban los jesuitas.

Aún estaba fresco el recuerdo de la famosa controversia, en que se enfrascaron los teólogos de la cristiandad, sobre si el chocolate quebranta o no el ayuno, controversia en que hasta dos grandes señoras, la princesa de los Ursinos y Madama de Maintenon, tomaron parte. No poco se escribió en pro y en contra, y la polémica duraría hasta hoy si no hubiera habido jesuitas en el mundo que declarasen que un bollo de chocolate en agua no quebranta el ayuno. Liquidum non frangit jejunium. Algo más: el papa concedió el capelo cardenalicio al padre Brancaccio, que en un libro titulado De usu et potu chocolæ diatriva, sostuvo la tesis de los hijos de Loyola.

En estas y las otras se les durmió una vez el diablo a los teatinos; y un aduanero dio, en secreto, aviso al virrey Amat de que uno de los cajoncitos pesaba como si, en lugar de bollos, contuviera piedras. El virrey quiso convencerse de si aquello era prodigio o patraña, y cuando menos se le esperaba, apareciose en el Callao y mandó abrir el sospechoso y sospechado cajoncito. En efecto. Lo que es bollos de chocolate... a la vista estaban: cuzqueño legítimo y exhalando perfume a canela y vainilla. Pero cada bollito pesaba como chisme de beata o interpelación al ministerio.

Ítem (y esto no lo digo yo, sino el duque de Saint-Simón) el cajón iba rotulado al muy reverendo padre general de la Compañía de Jesús.

-¡Cascaritas!-murmuró el virrey.

No estaba D. Manuel de Amat y Juniet, Pianella, Aymerich y Santa Pan hecho de pasta para no recelar que bollos tales fuesen de imposible digestión.

-Dividatur, -dijo su excelencia.... y ¡saltó la liebre!

Dentro de cada bollito iba... iba... Una onza de oro.