El chambergo
Hay que desengañarse: no es el porvenir de Italia ni el destino de Napoleón III lo que en España absorbe la pública atención; la cuestión que hoy nos preocupa, la cuestión palpitante es más capital aún; cuestión que corre desde la plancha del sombrero a la tijera del sastre, y desde entrambas regiones hasta las altas Cámaras legislativas; cuestión de formas, de plumas y, de pelos, manoseada por el bello sexo, revuelta y agitada por nuestros epidémicos pollos y hasta declarada ya en movimiento bajo las más venerandas y encanecidas greñas de la nación; cuestión que, al ver el giro que ha tomado, si no se resuelve pronto será capaz de envolvernos en la guerra civil más desastrosa. Examinémosla, pues.
Hace muchísimos años, cuando el Poder español pesaba aún sobre las demás naciones europeas, el sombrero chambergo se hallaba en toda la integridad de sus formas; mas apenas empezó aquél a decaer, y en razón inversa, estiró la copa y encogió las alas; y siempre bajando el uno y disfrazándose el otro, llegó España al penúltimo escalón de la importancia, y el glorioso flamenco a perderse en un laberinto de formas y de ideas. Cuando ya estuvimos como el gallo de Morón, entróle una tricornitis de allende el Pirineo, enfermedad que de poco convierte nuestra nacionalidad en gendarme francés. Apenas, con muchísimo trabajo, se vio convalecido de ella, como nada tenía que perder, destacóse estulto y desvergonzado sobre nuestras cabezas. Gigante de cartón y de felpilla, quedáse dominando sobre una nación de pródigos, los últimos despojos de tan3 pingüe herencia. Resistiendo los embates de los más tremendos huracanes, altivo ante las supremas deliberaciones de los hombres -modas de París-, firme y arraigado en nuestras cabezas, frente a frente con los partidos honestos más pronunciados, reíase para su forro de nuestras miserias. Lejos de bajar un punto de su altura, alzábase más aún, y, como la mala semilla, extendía su raza por toda la Europa, llevando su osadía hasta el extremo de pretender echar el ala sobre el sano turbante de Mahoma.
Allí le pegaron un meneo digno de tamaña pretensión; y, vuelto a Europa, trató, corrido y abochornado, de vengarse con nosotros, invadiendo con su poder lo poco que le restaba. Triana, el Perchel, la Viña y otros barrios famosos por su amor y adhesión al vestido de sus mayores, cedieron a su pujanza, y el mundo entero vio con escándalo descollar al negro fantasma hasta en los congresos de los gitanos. Tan tremendo revés echó por tierra nuestros bríos. Y el campo quedó por el invasor. Entonces, dueño absoluto de cuanto su copa distinguía, de todo un hemisferio, trató de tomar estado; pero no hallando, por su deformidad; una prenda bien nacida y con nobleza en las costuras que le quisiera su consorcio, apeló a su omnipotencia y creó una familia, sacándola poco menos que del caos. Pero ¡qué familia, gran Dios! El arlequinesco y contrahecho frac, las trabillas, el corbatín de muelle, todos instrumentos de tortura, símbolos de su despótico y vanidoso imperio. Así, bajo tan bárbara presión, vivimos largo tiempo; hoy apenas se comprende, a no ser la Humanidad de estuco. No dé Dios al hombre todas las plagas que pueden existir. Como toda víctima débil, nos consolábamos con hacer muecas al tirano cuando no nos observaba; pero devoramos nuestro despecho en su presencia. Chistera, baúl, canoa, sorbetera, góndola, castora, colmena..., todos estos piropos y otros muchos se le lanzaban a cada paso desde el fondo de su copa; pero él, siempre bravo y cada vez más alto, parecía reírse con desprecio y decirnos: «Dadme franqueo y llamadme tonto».
Sea por los aires que a la sazón corrían de hacia el Norte, o porque, al fin, hasta el movimiento se cansa, nos armamos de valor y llegamos hasta pegarnos un revolcón bajo de él. De este paso atrevido sacamos las trabillas rotas y dos puntos más flojo el corbatín. Los sastres de París nos aplaudieron, y quedó escrito en el gran libro de las medidas que la costumbre española se había constituido. Ya sueltos de abajo, pero siempre enganchados por la coronilla, podíamos funcionar libremente, aunque en pequeño círculo y como badajo de campana. Además, visto el buen éxito de la primera tentativa confiábamos en que de otro voleo íbamos a quedar como el humo. Por vía de ensayo hubo una ocasión en que, mirándonos unos a otros y comprendiéndonos perfectamente, echamos la zarpa a los faldones del frac con ánimo de desgarrarlos; pero viéndolo su alteza, erizados sus pelos de coraje y apretando la badana contra nuestra frente hasta arrancarnos lágrimas de dolor, nos despojó de la prenda como indignos de usarla cada día, y mandó que se guardara, nueva siempre y entre esencias, para las grandes solemnidades. «Pues que no la queréis -nos dijo-, pueblo rebelde, ella será nuestro tormento. Allí donde resida4 el placer, la gloria5, los honores6, el amor, la hallaréis, como la mano de Baltasar; como fúnebre corneja, batiendo sus negras alas, ha de perseguiros... hasta el tálamo nupcial». Nunca anatema alguno fue lanzado con mejor acierto; las pruebas abundan.
Entre tanto, el negro y acartonado señor de pueblos y de reyes seguía burlándose de todos, bajándose, subiendo y aflojando, pero siempre huyendo de tocar los límites de su primitiva forma, por si le decíamos: «Te pillé». Así estábamos constituídos, cuando algunos españoles, honra, por cierto, de nuestro siglo, recordando las glorias de sus tatarabuelos conquistadas a la sombra de chambergas alas, llenos de noble arrojo, se echaron a la calle, protestando contra la vil chistera, cubiertos con gracioso chambergo.
Como suele suceder en tales casos, al ver a los incorrectos, unos se encerraron en casa, diciendo: «A lo que tengo me agarro», y se encasquetaron la góndola; otros se agregaron a los grupos liberales, y los más se agazaparon en espera del triunfo para irse con él.
He aquí el estado actual de la España, que es el estado mismo de la cuestión a que nos referíamos al principio de este artículo; cuestión que, según recientes noticias, se resolverá favorablemente para los chamberguistas; pues no en vano la patrocinan en la corte la reina de la belleza y de la aristocracia, ni en broma la dan en su cabeza preferentemente lugar las primeras capacidades políticas.
Lo cual quiere decir, señores pollos provincianos, que no sois vosotros, ni tampoco los niños ni los tontos, los encargados pie secundar por acá el golpe maestro que retumbó en Madrid, descargando sobre la peluda bóveda de ese edificio, oprobio de la arquitectura sombreril. Mejor que haberos lanzado por esas calles y paseos de Dios, ostentando vergonzosamente hongos y convirtiendo en figle la trompeta de la chamberga fama, hubiera sido para todos que, mientras hombres de algún valor social os dejaran formar a su retaguardia, hubierais echado el domingo a cales7. ¿Para cuándo queréis los tronchos y las patatas? Proveeos, hijos míos, de estos proyectiles; comenzad desde hoy por declarar la guerra a la chistera, sin perdonar edad ni categoría, y cuando, como de raza maldita, no quede una inclinada sobre tierra española, veréis sobre sus ruinas levantarse, desternillado de risa8, a
(De La Abeja Montañesa.)
Notas
3: «la» en lugar de «tan». (N. del E.)
4: «residan». (N. del E.)
5: «y». (N. del E.)
6: «y». (N. del E.)
7: Suprimiendo «echado el domingo a cales», sustituyéndolo por «dedicado la fiesta a rebajas». (N. del E.)
8: Suprimiendo «risas» y sustituido por «gusto a quien por ahora se contenta con pegaros una silba con toda la fuerza de sus pulmones». (N. del E.)