El cesante
El cesante
pantins, coupez le fils qui le faisait mouvoir,
le pantin reste immovile.
La sociedad moderna con su movilidad y fantasías ofrece al escritor filósofo usos tan extravagantes, caracteres tan originales que describir, que espontáneamente y sin violencia alguna han de hacerle distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.
Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no en fin por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna, por un vaivén político, por un fiat, por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.
Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía de forasteros. Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico; como el ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo, ofrecido a los curiosos con su olor de polvo y su ambiente sepulcral.
Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan envidiado registro, podía contar en él con la misma inamovilidad que los bien aventurados que pueblan el calendario. En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos de los otros; transmitíanse por herencia directa o trasversal, descendente o ascendente; a los hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos: muchas veces a las viudas, y hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles (pépinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la iglesia, cuál para la toga, ésta para el palacio, estotra para el foro, aquélla para la diplomacia, una para la militar, otra para la rentística, cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y alguacilesca; familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer exclusivamente el secreto de la inteligencia de toda carrera, y trasmitirlo y dispensarlo únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto febrífugo, endosa y transmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de su receta.
Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. Hoy éstos corren las calles y las plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta posibilidad en su adquisición a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores de nuestros teatros, los hombres públicos del día aprenden costosamente su papel, y no bien lo han ensayado cuando ya se les reparte otro o se quedan las más veces para comparsas. Hoy de magnates, mañana de plebe, ora dominantes, luego dominados; tan pronto de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuándo levantados como ídolos, cuándo arrastrados por los pies.
Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos que forma lo que vulgarmente suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el moderno espectador que, sentado en su luneta y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de formarse una idea bien clara de los actores ni aun del drama, y con la mayor buena fe, atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste tiene por conveniente silbar.
Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor del Gil Blas; mi débil paleta no alcanza a combinar acertadamente los diversos colores que forman su conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza por ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas; por aquellos a quienes sólo toca abrir los palcos o encender las candilejas.
Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias figuras que según lo ha exigido el argumento han salido a campear en esta mágica linterna. Tal podrá suceder con Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y ex-vecino mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo titulado El día 30 del mes.
Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de ayer es ya antiguo; lo del año pasado inmemorial.
Pongo en consideración del auditorio qué parecerá don Homobono, con sus sesenta y tres cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido negro, su paraguas encarnado, y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamientos de la ciencia administrativa.
No es, pues, de extrañar que pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una balanza la peluca del don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de veintiocho, rubicundo Apolo, con sus barbas a tercia, y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus espolines y su lente, su erudición romántica, y la extensión de sus viajes y correrías, no es de extrañar, repito, que todas estas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor, suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no desmentidas. Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades, cuidó de echarse mano de algunas muletillas relativas a las opiniones del don Homobono; v. g., si no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita; y si paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex-consejo de la ex-hacienda.
Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue en fin, que una mañanita temprano, al tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un pliego a él dirigido con la S. y la N. de costumbre; el desventurado rompe el sello fatal, no sin algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y bien terminantes palabras que S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose tomar en consideración sus servicios, etc.; y terminando el ministro su oficio con el obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».
Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada tranquilidad, no es por cierto de las menores peripecias que en este pícaro drama de nuestra existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. Don Homobono, que por los años de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina, por el poderoso influjo de una prima del cocinero del secretario del príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los sistemas retrógrados y progresivos, todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y modernos.
Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas; pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una copita de Jerez (remedio que aunque no lo apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sublunar.
Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los extractos y los informes. ¿Oír misa? Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. ¿Sentarse en una librería? En su vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el calendario. ¿Pararse en la calle de la Montera? Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos. ¿Entrar en un café? ¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? No había, pues, más remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuánto y no este amigo en quien recayó la elección fue desgraciadamente un servidor de ustedes.
Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita a tales horas; prescindiré también en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el buen don Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles que cada uno de los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.
Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano, cuando ya los años han hecho de la costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?
Semejante al pez a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones: recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles; y ya se preparaba a visitar antesalas, y gastar papel sellado; pero yo, que le contemplaba con tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca, visiblemente retrógrados y opuestos, como quien nada dice, a la marcha del siglo; que sabía que su delito capital era el ocupar una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote con una blanca mano al joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del ministro y las groserías de los porteros.
Habléle de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de lleno al fin de sus días; hícele una pintura de los placeres de la vida del campo, excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos, o inspeccionando sus ganados. Pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza ninguna.
-Pues escriba usted (le dije como inspirado), y gane con la pluma su sustento y su reputación.
-¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre) ¿Usted sabe el trabajo que me cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que mejor tengo el pulso, podría con dificultad concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió derramando una lágrima), después de humillarme y...
-Calle usted por Dios (le interrumpí), calle usted, pues, y no prosiga en delirio semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente, nada de eso, no señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a ésta que ahora se llama -«alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud», «apostólica tarea de los hombres superiores» -y otros dictados así, más o menos modestos. Y en cuanto al contenido de sus escritos, eso me daba que fuesen propios o cuyos, parto de su imaginación o adopciones benéficas; que no sería usted el primero que en esta materia se vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y apostura.
-En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender (me replicó don Homobono), que usted me aconseja que publique mis pensamientos.
-Cabalmente.
-Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a usted que me meta a escribir?
-Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean materias políticas.
-Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.
-Pues es el caso, señor don Homobono, que yo tampoco.
-¡Medrados quedamos!
Después de un rato de silencio contemplativo nos miramos ambos a las caras, como buscando el medio de anudar el roto hilo de nuestro diálogo, hasta que yo, dándole una palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:
-Haga usted la oposición.
-¿Y a qué, señor Curioso, si usted no lo ha por enojo?
-¡Buena pregunta por cierto! Al poder.
-Cada vez le entiendo a usted menos. Si usted me habla de oposición pública, es bien que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por oposición como las cátedras y prebendas.
-O usted, don Homobono, no conoce una sola voz del diccionario moderno, o yo me explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está usted hablando? La oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que según los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y oposición de circunstancias; quiero decir (porque según los ojos y la boca que va usted abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que usted debe hoy más constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador, y opuesto a todos los altos funcionarios (que es a lo que llamamos el poder); y añadir el cañón de su pluma al órgano periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).
-Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me vendrán con esa gracia?
-¡Qué bienes dice usted! ¡ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de inestimable valor, y sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero como usted no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le añadiré como cosa más positiva que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar, pueda más que su mérito; acaso el poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y... ¿qué destino tenía usted?
-Oficial de mesa de la contaduría de...
-¡Pues qué menos que intendente o covachuelo!
-¿De veras?
-De veras.
-¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?
-Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero supuesto que usted ha sido empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto, le sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.
-Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el tiempo... ¡ah!... se me olvidaba preguntar a usted ¿qué título le parece a usted que podría poner a mi obra?
-Hombre, según lo que salga.
y si no, la pura y limpia Concepción.
Pero según le miro a usted paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le cuadraría mal el titulillo de Memorias de un cesante.
-Cosa hecha (dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano), cosa hecha, y antes de quince días me tiene usted aquí a leerle el borrador; y como Dios nuestro Señor (añadió entusiasmado) quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo, señor Curioso, que no se arrepentirá usted de haber proporcionado a la patria un publicista más.
Nota
El Cesante. -En este artículo, a pesar de los contrarios propósitos del autor, se descubre ya la necesidad que le obligaba a tomar en cuenta las variaciones que en caracteres y costumbres había ocasionado la revolución y sus consecuencias. Para ello le pareció conveniente reproducir en la escena algunos de los personajes que en situación bien diferente había ofrecido al público; y el antiguo empleado rutinero y mecánico, tranquilo y descuidado en El día 30 del mes, aparece ya en la anómala condición de cesante, miembro exótico de una nueva organización social. -Para diseñar a aquél en su primero y apacible periodo bastáronle al pintor los más modestos y aun pálidos matices de su paleta; para pintar a éste reducido a la muerte civil, en presencia de una sociedad nueva y agitada necesitó pedir colores, buscar modelos, formas y estilo a esta misma sociedad; y el lector que se tome el trabajo de comparar el uno con el otro cuadro, no podrá menos de convenir en lo brusco de la transición y establecer mentalmente el paralelo de 1832 con 1837.