El celaje (Montagne)

El celaje

Los perros del barrio, ladrando sin causa aparente, habían anunciado mucho antes la llegada de aquella manifestación. Una columna compacta de hombres pasaba, ondulante, clamorosa. Desde media cuadra de la calle que corta la gran arteria, Aída Flora, sentada en su balcón, se había incorporado para asistir con un fuerte sobresalto al desfile que parecía no tener fin y que renovaba en su corazón el violento latido al asomo de cada bandera roja. "¡ Irá ahí!", se decía, y miraba en redor de la bandera. "No: habrá pasado ya".

Y, en efecto, Damián Desvel había pasado: iba, como siempre, a la cabeza de la manifestación.

Así lo imagina Aída Flora momentos después, cuando el eco del rumor confuso de voces y músicas se hace débil y la esquina del gentio queda despejada.

Los ojos negros que se abrieran grandemente al ansia de espejar la imagen de Damián, se han velado ahora como si el cortejo proceloso hubiese dejado en el espíritu de Aída Flora un sentimiento desolado y soñador.

—¡Qué enormidad de gente!

—Mucha contesta a la señora del balcón vecino, que se despide con una sonrisa.

Los padres de Aída Flora también entran.

—¿Te quedas? le pregunta la anciana, que sabe algo de lo que pasa en el alma de su hija.

—Un rato, mamá — responde. Y una sombra ligera y muy triste hace lívida la habitual palidez de su rostro.

1 Los niños de las casas pobres juegan ahora a la manifestación en la vereda de enfrente; pero Aída Flora no los ve, no los oye.

Sola en el balcón, recobra su silla larga y deja perder la mirada en el celaje rojo extendido inmensamente sobre las techumbres de la ciudad.

Es un púrpura intenso, rutilante, algo dorado, magnifico. El rojo de todas las banderas que han pasado parece haberse fundido allí para ser besado por el sol que se pone solemnemente. Así piensa Aída Flora, y cuando se da cuenta se pregunta si es amor o agradecimiento lo que la mueve a gloriar el color del emblema revolucionario que en los lejanos tiempos del dulce e intenso amor de Damián le causaba espanto.

¡Cómo la amó Damián Desvel, el que ahora, como quince años antes, estará perorando a la multitud, lleno de fuego y de fe! Qué pasión la de ella! Qué desborde de su alma a cada temor de .

33 perderlo para siempre! ¿Y es que puede decir que lo ha perdido? ¿No será él quien piense más bien eso de ella, y con razón? Una vergüenza oscura la invade como una ola de lodo. ¿Por qué no haberse mantenido soltera y digna toda la vida, para rendir de tal suerte imperecedero tributo a aquel amor tan infortunado como sublime? Ella creyó al comienzo de los requerimientos de Damián que él no convenía en ceñirse a las costumbres del matrimonio por un exceso condenable de orgullo; él, en cambio, que ella no lo amaba bastante, ya que no cedía incondicionalmente. Pero estallaban tales impetus de generosidad en las dos partes, que ambos, cuando no uno el otro, estuvieron a punto de entregarse en enternecimientos de total rendición.

Aquel idilio, empero, no pudo ser sino lo que fué : una lucha de nobleza a noblezá, en medio de obstáculos morales insalvables. La carta de él explicaba el infortunio de los dos: el de ella, causado por un deber de lealtad hacia los suyos, cuyos sentimientos tradicionales no rompería para no ocasionarles dolor; el de él, causado asimismo por un deber de lealtad hacia los desheredados de la libertad, la justicia y el derecho, hacia una sociedad esclava en favor de cuya redención había puesto su corazón y todos los momentos de su vida, renunciando a reposos más impropios de él y fatales para su obra cuanto más placenteros y sosegados se le ofrecieran.

Pero ¿por qué hubo ella de atender, pasados tres años, los requiebros de Anselmo Rectales? ¿Es que los atendió, acaso? Peor para ella si no fué así.

Su actitud pasiva facilitó el compromiso. La oscura vergüenza la invade de nuevo, pero no logra apagar el recuerdo de la vida que severamente taeha ella misma de infame: de esa su vida de matrimonio con un hombre voraz de vulgares logros, hinchado de vanidad, que le arrancó su hijito de ocho años para enviarlo a Europa, en un afán de educación a lo grande; que con la muerte del niño perdió el resto de su conducta entregándose al juego y a las queridas costosas y depravadas. ¡Ah!, y es la ley Damián Desvel, la ley de divorcio que lleva el nombre del único hombre a quien amó, la que vino a restituirla al hogar, redimida y rehabilitada, junto a sus padres que la quieren más ahora por saberla infeliz y sin consuelo.

Su mayor tortura es comprobar momento por momento que todo agradecimiento a Damián es imposible: cada vez que ese sentimiento despierta en su alma, lo sofoca la convicción de lo miserable de la ofrenda, y un nuevo sentimiento más hondo y pujante, el del sacrificio, lo reemplaza y la subleva contra la indignidad de haberse entregado a un hombre vulgar y pérfido, como si en efecto no hubiera sido ella capaz de compartir honrosamente el apostolado y las vicisitudes en que se mantiene inquebrantable Damián.

Este pensamiento es un latigazo en su corazón.

Se pone de pie, electrizada por el orgullo con An


35 que luchó a brazo partido para libertarse de Rectales. Aquel orgullo era digno siquiera de la gran bandera roja.

Pero ¿ dónde está, qué se hizo, cómo se disolvió el púrpura rutilante del inmenso celaje en que tenía perdida la mirada? Aquella bandera del cielo, en la que creyó ver la de Damián, es ahora oscura como un borrón: es la enseña de su vergüenza; es esa ola lodosa que suele avanzar en su alma al recuerdo de su pasada claudicación ante Rectales.

Va a caer como abatida para siempre, cuando oye que la anciana se acerca llamándola. Apóyase en la balaustrada.

—Te puede hacer mal el sereno: la noche ya ha entrado.

—Sí, madre—suspira desgarrada Alda Flora,la noche ya ha entrado.

Y sin poderse contener, huyendo su mirada del aciago crepúsculo, se echa a llorar en brazos de la trémula anciana.