Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL CASO DEL ASESINO DE CAREW.

Un año después, poco más ó menos, en el mes de octubre de 18**, la ciudad de Londres quedó horrorizada por un crímen que demostraba una brutalidad poco común, siendo el hecho más ruidoso aun á causa de la alta posición de la víctima. Una criada que vivía en una casa situada cerca del río, subía á acostarse hacia las once. Aunque la neblina había cubierto á la ciudad durante las primeras horas del día, la noche estaba clara, y la callejuela á la cual tenía vistas la ventana del cuarto de la criada, se hallaba brillantemente iluminada por la luz de la luna llena. Nuestra mujer tenía ideas románticas, pues se sentó sobre su baúl, que estaba colocado precisamente al lado de la ventana, y se entregó por completo á sus ensueños.

Jamás —acostumbraba á decir, derramando lágrimas, cuando refería después el acontecimiento—jamás se había sentido tan en paz con todos los hombres, ni había tenido ideas tan buenas acerca del mundo. Hallándose sentada así, vió á un caballero de edad, de buen porte, con el pelo blanco, que caminaba casi rozando la pared de la callejuela; á su encuentro fué otro caballero, de pequeña estatura, en quien no había reparado ella al principio. Cuando llegaron bastante cerca uno de otro para poder hablar, el hombre de más edad se inclinó, acercándose al otro con la mayor deferencia.

No pareció que el objeto de su pregunta fuese de grande importancia; y, según su manera de hablar, podía suponerse que sólo preguntaba el camino; la luna se reflejaba en su rostro mientras hablaba, y la muchacha se alegraba de verlo, porque parecía indicar un carácter ingenuo, con un no sé qué de altivo, y como de amor propio bien fundado.

En esto, los ojos de la joven se volvieron hacia el otro personaje, y le sorprendió reconocer en él á un Sr. Hyde, que había una vez visitado á su amo, y cuya presencia le desagradó. Tenía en la mano un pesado bastón, con el cual jugaba; no contestó, y parecía apartarse con una impaciencia mal contenida. De pronto tuvo un terrible acceso de cólera, pateando, blandiendo el bastón y agitándose como un loco (según los términos mismos empleados por la criada). El señor anciano retrocedió un paso, como sorprendido y ofendido; pero el Sr. Hyde, arrebatado, le acometió á palos y lo derribó. Al mismo tiempo, y con la furia de un mono, pateó el cuerpo, y le descargó una lluvia de golpes bajo los cuales se rompían los huesos, rodando la víctima hasta el arroyo. Viendo aquellos horrores y oyendo los golpes, la muchacha perdió el conocimiento.

Eran las dos de la madrugada cuando volvió en sí y fué en busca de la policía. El asesino había huido hacía ya tiempo, y la víctima yacía en medio de la callejuela, horriblemente mutilada. El bastón que sirvió para cometer el delito, aunque de madera dura, rara y pesada, estaba roto por la mitad á causa de los golpes dados con una ferocidad insensata; uno de los pedazos había quedado allí, y el otro debió, probablemente, llevárselo el asesino. Al registrar á la víctima, se le encontraron una bolsa y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta ni papeles, salvo un sobre cerrado y sellado que iba, sin duda, á echar al correo y en el cual estaban escritos el nombre y las señas del Sr. Utterson.

Aquel sobre fué llevado al abogado al día siguiente por la mañana, antes de que se levantase; así que lo vió y supo las circunstancias en que había sido encontrado, sus labios se contrajeron.

—Nada diré hasta haber visto el cadáver—exclamó—esto puede ser muy serio. Servíos esperar á que me vista. Y con la misma cara impasible tomó su desayuno, y partió en coche hasta el vecino puesto de policía en donde se encontraba el cadáver.

Tan pronto como entró en la celda, inclinó la cabeza y dijo:

—Sí, le reconozco. Tengo el sentimiento de decir que es Sir Danvers Carew.

—¡Dios mío! ¡será posible! caballero—exclamó el agente de policía. Y sus ojos brillaron con el fulgor de la alegría del oficio.—Este asunto hará ruido, y quizá podáis ayudarnos á encontrar al asesino.—Luego refirió rápidamente lo que había visto la criada, y enseñó el pedazo roto del bastón.

Utterson se había extremecido ya al oir el nombre de Hyde; pero cuando le enseñaron el bastón no le quedó la menor duda; roto y todo, lo reconoció, por habérselo regalado hacía muchos años á Enrique Jekyll.

—¿Es Hyde—preguntó el abogado—persona de pequeña estatura?

—Es pequeño, y tiene muy mala mirada, según ha declarado la criada—añadió el agente.

Utterson reflexionó; luego, levantando la cabeza, dijo:

— Si queréis venir conmigo, en mi carruaje, creo poder llevaros á casa del asesino.

Serían, entonces, las nueve de la mañana, y era el primer día de gran neblina de la estación. Un inmenso velo sombrío cubría la ciudad, pero el viento rompía de cuando en cuando aquellas nubes de vapor, y como el coche caminaba con precaución, Utterson pudo presenciar á su sabor un continuo cambio de sombras y de luz; pues ya la obscuridad era como al anochecer, ya se veía, por el contrario, una claridad viva como la que proyecta un incendio, y ya, por fin, la neblina se desvanecía completamente, y un descolorido rayo de luz penetraba por entre los torbellinos de nubes.

El triste barrio de Soho, visto á través de aquellos rápidos claros, con sus calles enfangadas, sus transeúntes sucios, sus faroles encendidos para poder luchar contra aquella invasión de obscuridad, parecía en la mente del abogado como la parte de una ciudad presentada en una pesadilla, entrevista en sueños. Sus pensamientos, además, eran lúgubres, y al volver la vista hacia su vecino de coche, sintió algo de ese temor que inspiran siempre la ley y sus representantes, y que puede experimentar hasta el hombre más honrado.

Cuando el carruaje llegó frente al número indicado, la neblina se disipó un poco y le dejó ver una calle sucia, una taberna, una casa de comidas de precio ínfimo, una tienda en donde vendían periódicos á cinco céntimos y lechugas á dos cuartos, muchos niños harapientos acurrucados en las puertas de las casas, y numerosas mujeres de distintas nacionalidades que iban y venían, llevando en la mano las llaves de sus cuartos, de donde salían para ir á tomar el trago de la mañana. Poco después, la neblina volvió á ser intensa, y se halló separado de todos aquellos desagradables cuadros.

Allí estaba la residencia del favorito de Enrique Jekyll, de un hombre que debía heredar la cuarta parte de un millón de libras esterlinas.

Una mujer de edad, de rostro pálido y cabello blanco, abrió la puerta. Tenía mala cara, aunque suavizada por la hipocresía, pero sus modales nada dejaban que desear.

—Sí—dijo—aquí vive el Sr. Hyde, pero no está en casa.

Añadió, que había llegado por la noche, muy tarde, y que había vuelto á salir haría poco menos de una hora; nada de particular había en eso; sus costumbres eran muy poco uniformes, y estaba á menudo ausente; en prueba de ello, dijo que hacía dos meses que no lo había visto, hasta la tarde del día anterior.

—Perfectamente, deseamos ver su habitación—dijo el abogado—y como la mujer empezaba á manifestar que era imposible—Bueno es que sepáis—continuó—que el señor es el inspector Newcomen del Distrito de Scotland.

Un relámpago de siniestra alegría brilló en el rostro de la mujer. —¡Ah!—exclamó —¿tiene que habérselas con la policía? ¿Qué ha hecho?

Utterson y el inspector cambiaron una mirada.

—Parece que no es hombre muy popular—observó el inspector.—Y ahora, buena mujer, permitidnos hacer un examen minucioso de la habitación.

En toda la extensión de la casa, que estaba enteramente vacía, salvo la presencia de la vieja, Hyde sólo ocupaba dos piezas, que se hallaban adornadas con lujo y buen gusto. Un armario estaba lleno de botellas de vino, la vajilla era de plata, la mantelería elegante, de la pared colgaba un buen cuadro, regalo (supuso Utterson) de Enrique Jekyll, quien era muy inteligente en pinturas, las alfombras gruesas y de colores agradables. Pero en aquel momento había en las dos habitaciones indicios numerosos de un desorden reciente y precipitado; se veían trajes en el suelo, con los bolsillos vueltos para fuera; en el hogar un montón de ceniza gris, como si hubiesen quemado muchos papeles. De entre las cenizas, calientes aún, sacó el inspector el lomo verde de un libro talonario de vales, que había resistido á la acción del fuego; la segunda parte del bastón roto se encontró detrás de la puerta; y como esto confirmaba las sospechas, el inspector se regocijó de ello. Una visita al Banco, en donde el asesino tenía un crédito de varios miles de libras, completó su satisfacción.

—Podéis estar seguro, caballero—dijo el inspector á Utterson—de que caerá en mi poder. Es preciso que haya perdido la cabeza, pues de otro modo jamás hubiera dejado aquí el trozo del bastón roto, ni el pedazo del libro talonario. No tenemos más que esperarlo en el Banco, y mandar publicar los anuncios con su filiación.

Sin embargo, esas señas no eran fáciles de dar, pues el Sr. Hyde tenía pocas intimidades; el amo de la criada sólo le había visto dos veces; no se tenía ninguna noticia respecto de su familia; jamás había sido fotografiado; y aquellas personas que pudieron describirlo, no estuvieron conformes en muchos puntos, como acostumbra suceder comunmente con los observadores inexpertos. Sólo convenían en una cosa, en esa idea vaga de una deformidad difícil de describir, que había llamado la atención de cuantos lo habían visto.