Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XI.

Cisneros, sin preocuparse de la oposición que se le hacia, sordamente á las veces y á las claras otras, tranquilo en su conciencia, seguro de la bondad y rectitud de sus propósitos, seguia adelante en sus planes de reforma, que tuvo la fortuna de ver realizados, bien que recogiendo abundante cosecha de disgustos.

Consagrado Arzobispo de Toledo, el Cabildo de su Catedral comisionó á dos de los principales canónigos para que le felicitaran en su nombre. Agradeció Cisneros la prueba de cortesía; pero pasando después á hablar del estado de la diócesis, les anunció algunos de sus proyectos de reforma, entre los cuales figuraba el de que los Canónigos que vivían en sus casas, léjos unas de otras, se fuesen acercando, y se redujesen, cuanto les fuera posible, á una misma comunidad, al propio tiempo que los de semana que estaban destinados al Altar y á los 0ficios, quedasen en el recinto de la Iglesia, durante el tiempo de sus funciones, á fin de estar más recogidos, para lo cual les fabricaria digno alojamiento y procuraría todo género de comodidades.

Queria Cisneros que el clero de su Catedral se sujetase á la regla de San Agustin, por la cual debia de regirse, y que estaba no poco relajada, pues aunque tachemos de exageradas é injustas las noticias del Embajador veneciano Navagiero, que nos pinta, algunos años después, á los buenos de los canónigos de la imperial Toledo habitando suntuosas casas, siendo especialmente favorecidos de las damas, y llevando una vida de comodidades y regalo, es lo cierto, que la violenta oposición del Cabildo al simple anuncio de las reformas intentadas por su Prelado, se ofrece como claro indicio de un estado poco edificante y ejemplar. Para frustrar estos planes, los encopetados canónigos quisieron minar el terreno al Arzobispo en la misma Corte Pontificia, y después de celebrar sus conciliábulos con la mayor reserva, eligieron á D. Alonso de Albornoz, entendido y sumamente sagaz en la intriga, para que sin pérdida de tiempo pasara á Roma á hacer presentes las quejas del Cabildo Primado de las Españas. Tuvo de todo noticia Cisneros, no se sabe cómo, pues indudablemente, por grangearse la benevolencia del severo Prelado, ninguno de los canónigos interesados le revelaría menudamente el plan de su confabulación, y, como no era amigo de perder el tiempo, comisionó á su vez inmediatamente á persona de confianza para que arrestara al emisario del Cabildo sino se habia embarcado, y para en el caso de que se hubiera hecho á la mar, debia fletar el buque más velero de que se pudiera disponer para llegar á los Estados del Papa antes que Albornoz hubiese desembarcado, de modo, que puesto de acuerdo con el Embajador de España, Garcilaso de la Vega, para el cual llevaba órdenes de los Reyes, se le prendiera en el momento mismo de saltar en tierra, como así tuvo lugar en el puerto de Ostia, desde donde vino como preso de Estado á la Península, sufriendo veintidos meses de encierro, primero en una fortaleza próxima á Valencia y después en Alcalá.

Cisneros desplegó en esta ocasión tan gran severidad, no ya para castigar el atrevimiento é irreverencia del canónigo Albornoz, sino para contener á todos sus compañeros en el justo temor y en la debida obediencia, saludable resultado que en efecto obtuvo. Asi que, cuando poco tiempo después, hizo su entrada en Toledo, Cisneros tuvo una ovación magnífica, pues el pueblo, por dar homenaje á sus virtudes, que tan conocidas le eran de antiguo, y la parte oficial para dar brillante testimonio de su ferviente adhesión, compitieron noblemente para ver quién excedía al otro en la expresión de su cariño y entusiasmo.

Tres dias después de esta entrada triunfal, Cisneros llamó á su Palacio á todos los canónigos y les dio á conocer sus propósitos en estos términos, que revelaban su honrado, justiciero y nobilísimo carácter:

«Bien sabéis, carísimos hermanos, que yo no he aceptado con gusto esta Dignidad en que me veis, y yo sé mejor que nadie la razon para rehusarla, después que comencé á sentir el peso: tengo necesidad, no sólo del socorro del Cielo, sino también de los consejos y luces de las personas justificadas; y ¿en quién podré depositar mejor la confianza que en vosotros, que habréis conseguido más gracias de Dios que yo, por vuestra piedad, y me ayudareis con vuestra prudencia? Yo espero que me concederéis lo que pido: mi intención es que en esta Iglesia, y en toda la Diócesis, se siga el Evangelio, el culto de Dios se aumente, y la disciplina de las costumbres, sino puede estar completamente restablecida en su pureza, por lo menos, tenga alguna forma de la piedad de nuestros padres. Nada puede contribuir tanto como vuestro ejemplo, carísimos hermanos, y justo es, que siendo preeminentes por vuestro grado y por vuestras rentas, las aventajéis también por vuestra virtud. ¿Qué podemos esperar de la corrección de los pueblos, si hay negligencia en lo que os toca y si en vuestros procederes, unión, piadosas conversaciones y buenas obras, no les manifestáis que el hombre interior es verdaderamente digno del Sacerdocio con que Jesucristo os ha honrado? Yo creo que vosotros lo habréis hecho asi. Ahora, por lo que toca á mi, quiero descubriros mis propósitos: á todos aquellos que yo viere puestos en la profesión de ir de virtud en virtud, les asistiré con todo mi poder; los honraré y elevaré en empleos y cargos, pero á los que se apartaren de las reglas de su vocación, procuraré llevarlos por la dulzura, y sino pudiere (que espero en Dios no lo permitirá) emplearé los últimos remedios. Mi inclinación repugna esto, pero me forzará mi ministerio, pues tengo de dar cuenta de vuestras acciones al soberano Juez, esperando de una compañía tan sabia y venerable que no me obligará á correcciones. En lo demás, si en esta Iglesia ó en las otras de mi jurisdiccion, sabéis que hubiese algún desorden que corregir, yo recibiré como gracia el aviso que me diereis [1]

Después de contestar el Dean del Cabildo á este discurso con gran sumisión y respeto, los canónigos se retiraron.

Durante el tiempo que permaneció Cisneros en Toledo, su palacio se vio frecuentado por las personas más considerables de la ciudad. Toda la nobleza estuvo en él; todos los magistrados le visitaron; no hubo nadie que no ambicionara la honra de saludarle y hablarle. Recibía á todo el mundo, pero daba su valor al tiempo, y sabía despedir á tiempo á los importunos. Grave en el decir, preciso en su lenguaje, cuando daba por terminado el negocio de que se le hablaba y para huir de las conversaciones frivolas ó de las fatigosas adulaciones á que se entrega todo pretendiente, acudia á un recurso ingenioso para despedirlo, cual era ponerse á leer en una Biblia que tenía constantemente abierta sobre su mesa. En cambio, si era avaro de palabras, era pródigo en limosnas. Muchas, infinitas eran las demandas de los pobres: ninguno se quedó sin su donativo, grande ó pequeño, segun se conceptuaban sus necesidades.

Dadivoso y magnífico, dio á todas las parroquias y monasterios de la ciudad cuanto necesitaban para el mayor esplendor del culto divino.

Severo y justo en la repartición de gracias, proveyó los beneficios vacantes en pobres eclesiásticos que se distinguían por su modestia y por su mérito, prefiriéndolos con frecuencia á los mismos que tenía á su lado.

Emprendedor y activo, al propio tiempo que expedía vários decretos para el clero de su diócesis en lo espiritual, embellecía materialmente el coro de su Catedral, demoliendo una capilla que le privaba de luz, y en la que se conservaban los restos de antiguos Reyes y Príncipes, los cuales tradadó á entrambos lados del altar mayor.

La ciudad de Toledo estaba orgullosa de poseer á tal Prelado, y ofreció ricos presentes á su iglesia. Cisneros, por su parte, tenía para con todos, y singularmente para con los necesitados, una generosidad inagotable. Habia una corriente de simpatía entre el pueblo y su Obispo, que nada podía ya debilitar. El día de la marcha para Alcalá toda la ciudad salió á despedirle. La nobleza, el clero, los magistrados, la muchedumbre, todos acudieron á Palacio, y para desvanecer la ola, siempre renovada y creciente de pobres socorridos que temían ver partir á su Providencia, fué necesario arrojarles á puñados de dinero, á fin de que mientras se ocupaban de recogerle dejaran libre el paso á la comitiva.

  1. Albar Gomez de Castro.