Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


VII.

Aunque enemigo Cisneros de cargos que le absorbían parte del tiempo que consagraba á la oración y al estudio, ocupó con gusto poco después el de Provincial de la Orden de San Francisco, para que fué elegido, porque le permitía excusarse de ir con frecuencia á la Corte y examinar además personalmente todos los conventos, contra los cuales las lenguas de la opinión levantaban tremendas acusaciones por sus excesos, y hasta por su libertinaje. Recorrió las Castillas, se extendió á Andalucía, llegó á Gibraltar, desde donde tuvo el pensamiento de pasar á África para convertir pueblos infieles y del cual le disuadió una Beata que se manifestaba poseída del espíritu de Dios, regresando por último á la Corte, á cuyo punto lo llamaban apremiantes órdenes de la Reina. En todas estas excursiones le acompañó un religioso franciscano llamado Francisco Ruiz, mozo agudo y despierto, que le recomendó para secretario el Guardian de un convento de Alcalá y que después, por sus servicios y méritos, llegó también á Obispo, más por la protección directa de los Reyes que por la de Cisneros. Ambos llevaban todo su ajuar sobre una pequeña mula; el Ruiz montaba en ella á veces; nunca Cisneros, que siempre viajaba á pié, á no estar enfermo; vivían de la limosna, que era muy poco productiva, cuando la pedia el último, ocurriendo frecuentemente que tuvieran que alimentarse de yerbas y raíces del campo, por lo cual el primero solía decirle con alegre donaire: V. R. nos hace morir de hambre; V. R. no sirve para esto; Dios da á cada tino sus talentos; meditad y rogad por mi, y dejadme buscar la vida para los dos.

Terrible fué la pintura que á la Reina hizo su Confesor, Provincial de los franciscanos al mismo tiempo, del estado de relajación á que habían llegado los conventos de esta Orden, cuyos estatutos eran tan rigorosos. Hacían voto de pobreza, y eran sin embargo señores de vastas propiedades. Debían de vivir en el retiro y en la mortificación, y se entregaban á todos los refinamientos de la molicie y del lujo. Hacían voto de castidad y las crónicas del tiempo hablan frecuentemente de sus concubinas y barraganas. Todas las Ordenes estaban relajadas, pero ninguna tanto como la de los franciscanos, que aceptaban al profesar deberes más austeros. Pocos había que los cumplieran, fuera de los que pertenecían á los Observantes ó Hermanos de la Observancia, en que siempre había figurado Cisneros, de tal manera que los conventuales eran un enjambre de viciosos y disolutos.

Contagio de los mahometanos, reliquias de los disturbios y agitaciones de los reinados anteriores, efecto inmediato de la disolución completa á que se había llegado en España en los días menguados de Enrique IV, el abuso y el escándalo no podían ser mayores. Marina, en el Ensayo histórico-critico sobre la antigua legislación de Castilla, nos dice que el concubinato de los clérigos estaba completamente admitido, permitiendo los antiguos Fueros á sus hijos heredar los bienes de los padres muertos sin hacer testamento, y Sempere, en su Historia del lujo, descubre las úlceras de tanta corrupción. Los Reyes Católicos quisieron regenerar á aquella sociedad, modelándola en su propia virtud, y Doña Isabel dio gracias al Cielo por encontrar un instrumento tan bien templado como era su Confesor para tener á raya al clero en sus desórdenes.

Propicias eran las circunstancias para acometer empresa tan noble y espinosa al mismo tiempo. Cuando habia una corte liviana como la de Enrique IV, favoritos como D. Juan Pacheco ó como D. Beltran de la Cueva, la ola de la corrupción bajaba atropellada y violenta, tanto más cuanto de mayor altura, á inundarlo todo en aquella sociedad, nobleza, clero, pueblo, pues, como decia el poeta romano:

Res haud mira tamen citharoedo principe, mimus Nobilis.

Pero cuando sobre el solio de Castilla se sentó una Princesa, hija respetuosísima, casta y severa esposa, amante madre, gran Reina, que huia por espíritu de justicia y por instinto del pudor, de las gentes disolutas y corrompidas, que son escándalo continuo y perdición definitiva de los reinos; que sólo entregaba su confianza á hombres como Cisneros, varón de entereza, de grandes luces y eminente virtud, era posible acometer con éxito la ardua empresa de reformar el clero, de enfrenar la nobleza y regenerar la sociedad. En vano los claustrales, perseguidos y castigados se coligaron y buscaron arrimos en Roma y en la nobleza. En vano el Prior del monasterio del Espíritu Santo en Segovia, con privilegios de la corte romana, favorecía la sedición de los frailes licenciosos, pues los Reyes Católicos le prendieron y ocuparon sus rentas, y aunque pudo escaparse y obtuvo en Roma de su Patrón el Cardenal Sforcia recomendaciones eficacísimas para el Rey D. Fernando y para Pedro Mártir, tan considerado en la corte, Cisneros rechazó ásperamente las gestiones de este último, que contestó al Cardenal hablándole de la conveniencia de abandonar á su suerte á aquel Prior inquieto y desasosegado que se habia puesto en pugna con un hombre que tenia toda la razón y el poder de su parte. En vano algunos grandes señores apoyaron á los Claustrales, por temor de que en manos de los observantes vinieran á menos las espléndidas fundaciones que ellos ó sus antepasados legáran á los diversos monasterios. Cisneros se mantuvo firme, venció todos los obstáculos, y lo que la persuasión no alcanzaba, lo completaba la fuerza. Asi ocurrió en uno de los conventos de Toledo, de donde fueron expulsados los religiosos, que salieron procesionalmente llevando por delante el Crucifijo y cantando el psalmo In exitu Israël para demostrar que en ellos se reproducia la persecución del antiguo pueblo de Dios en Egipto.

A pesar de esto, la reforma no llegaba tan pronto á su término; pero Dios sin duda ayudaba á Cisneros en tan piadosa obra, pues no tardó en poner en sus manos nuevas armas y nuevos medios para que la pudiera consumar con decisión y con rapidez.