Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXXIII.

A mediados de Octubre, ya cuando el invierno asomaba con fuerza aquel año por Castilla, Cisneros abandonó el Monasterio de Aguilera. Trasladóse á Roa con el Infante D. Fernando y con el Consejo: desde allí podia dirigirse á Valladolid ó á Segovia, en una de cuyas dos ciudades debian reunirse las Cortes. Entre tanto dirigía constantemente consejos al Rey para evitarle dificultades en el principio de su reinado. Indicábale que aplazase la reunión de los diputados, puesto que así daba tiempo para que se serenasen los ánimos, robustecer la autoridad con la obediencia y aumentar el respeto con las simpatías que se granjeara, haciendo olvidar las faltas de lo pasado con los aciertos de lo presente. No se siguió este consejo, porque bastara que lo diera él, para que los Flamencos se opusieran, de lo cual se originaron grandes males á toda España, porque á poco, provocado por los diputados, tuvo lugar el levantamiento general de todo el reino. Tampoco se atendió á su recomendación en favor de Toledo para que en ella se congregasen las Cortes, pues los Flamencos temieron internarse tanto en España y se decidieron por Valladolid, lo cual aumentó en la imperial ciudad, pátria de Padilla, las prevenciones contra los nuevos Ministros.

Don Cárlos, aunque no podia ménos de reconocer los grandes servicios que le prestara Cisneros, tenía que rendirse, en su mocedad é inexperiencia, á los consejos, á la obcesion de los extranjeros que con él venian. Ya sólo bajo su inspiración obraba: quiso ver á su madre, aunque con apariencias de filial ternura, en realidad para asegurarse de todo peligro por aquel lado, diciendo públicamente que habia venido de Flándes para aliviarla de los cuidados del Gobierno, pero para seguir también su voluntad en todos los casos. El Cardenal, conocedor del corazón humano y hombre de Estado, sobre todo, aprobó que el Rey viese á su madre, que asi cumplia á un buen hijo, y esto produciria excelente impresion sobre los Españoles, pero censuró las consideraciones con que pretendió justificar este acto, pues no parecía sino que el rey temiese que se le embarazase el manejo de los negocios y que habiendo cosas que se deben ejecutar antes que decir, sin dar razón alguna, no comprendia por su parte que se expusieran las que no fueran verosímiles y concluyentes. Bueno que D. Cárlos quisiera ver á su madre, pero ¿á qué decir que se proponía obedecer su voluntad, cuando todo el mundo sabia en España la triste incapacidad de Doña Juana y que era inútil consultarla, y que además para nada se iba á contar con ella, ya por los Flamencos, ya por su hijo, que tanta prisa se dió en tomar el título de Rey?

Desde este instante, sino D. Cárlos, sus consejeros se propusieron anular la inñuencia de Cisneros y no le economizaron contrariedades ni pesadumbres. Negósele el alojamiento que su familia pidió para él en Valladolid con el protesto de que la casa se reservaba para la Reina Germana, y aunque el aposentador flamenco, rindiéndose á las razones del Duque de Escalona, que habló recio en favor del Cardenal, le señaló el alojamiento pedido, destinó sus domésticos, de que tanto necesitaba en su enfermedad, á otro extremo de la población. Desdichadamente Cisneros no tuvo necesidad siquiera de usar este alojamiento: la enfermedad lo retenia en Roa y pronto iba á despedirse de este mundo. Los Flamencos, que estaban enterados diariamente, por los médicos que asistían al ilustre enfermo, de los crecientes progresos de su mal, temian, sin embargo, que fuese eterno, sin duda porque nadie, por de prisa que muera, muere tan pronto como de ordinario desean los herederos. De aqui que trabajasen infatigablemente con el Rey para que lo despidiera cuanto ántes: de aquí aquella carta, monumento insigne de ingratitud, en que D. Cárlos le decia que habia trabajado tanto y tan útilmente por la Monarquía que solo Dios podia ser la recompensa, que deseaba verle para recibir sus consejos y sus instrucciones sobre los negocios públicos y sobre los de su casa en particular, pero que despues de esto vntendia ser necesario darle un poco de reposo y dejarle acabar en paz los dias que le quedaban en su Arzobispado de Toledo. No llegó Cisneros á leer esta carta, porque estaba ya casi en la agonía, aunque hay quien asegura sin fundamento bastante que ella fué la que precipitó su muerte. De todos modos, leyérala ó no, la carta se escribió y se firmó, y asi Don Cárlos, sin necesidad para el objeto que se proponia, por torpísima criminal impaciencia de sus menguados favoritos, ofrece un tristísimo ejemplo de ingratitud, que la historia, aún no cansada de registrar ingratitudes regias en sus anales, entrega á la condenacion perdurable de los siglos.

Cisneros murió poco después de escribirse esta carta. Eran los últimos melancólicos dias del otoño de 1517. Presentía el ilustre Cardenal su próximo fin. El 7 de Noviembre empezó su agonía. Sus últimos pensamientos se consagaron á su pátria, á su universidad, á Dios. Decía á veces, próximo á comparecer delante de Juez Supremo, recorriendo toda su vida y descubriendo todos los secretos de su conciencia, que no había tenido jamas enemigos sino los que lo eran del Estado y del bien público. Dictaba una carta al Rey recomendándole su colegio de San Ildefonso, y la rígida mano se negaba á firmar. En medio de las lágrimas de todos recibió los Santos Sacramentos: ya sólo hablaba de la vanidad de las cosas humanas; ya sólo pensaba en la infinita misericordia de Dios, y en tanto que los religiosos que le acompañaban recitaban oraciones por la salvacion de su alma, Cisneros daba el último aliento pronunciando estas palabras del salmo de David: In te, Domine, speravi. ¡Con cuánta razon podia decir también, al verse tratado con tanta ingratitud por el Rey D. Cárlos, aquellas palabras del Evangelio: Noliti fidem principibus et filiis hominis, quia non est salus in illis [1].

Murió Cisneros el 8 de Noviembre, á los ochenta y un años de edad. Apenas se supo su muerte, todo el pueblo de Roa se precipitó á la casa mortuoria. Fué expuesto su cuerpo adornado con los hábitos pontificales en aquella iglesia: después sus restos mortales fueron trasladados á Alcalá, como habia ordenado el difunto. Dejó á su querida universidad por heredera universal de sus bienes. Dispuso que no hubiera fausto alguno en sus funerales; pero fueron magníficos, porque Francisco Ruiz, su amigo de toda la vida y su ejecutor testamentario después de muerto, creyó que asi se honraba mejor su memoria. Cuando murió, alegráronse los Flamencos, y el bufón de D. Cárlos, Francesillo de Zúñiga, eco de sus favoritos, decia de nuestro Prelado, que «parecía galga envuelta en manta de jerga, y que murió de placer que hubo de la venida de musieur de Xebres;» pero la pátria, á quien los Flamencos hablan empezado á desangrar, vistió de luto; pero los buenos Españoles lloraron todos, y desde entónces el nombre de Cisneros pasa de un siglo á otro como la más pura, como la más bella, como la más santa, como la más irreprochable de nuestras glorias.


  1. "No coloqueis vuestra confianza en los Príncipes y en los hijos de los hombres, porque no hay salvación en ellos." — Estas palabras las pronunció Lord Straford, cuando, abandonado por el Rey, á quien tanto había servido, entregó su cuello al verdugo.