El carbonero-alcalde

El carbonero-alcalde
de Pedro Antonio de Alarcón


Otro día narraré los trágicos sucesos que precedieron a la entrada de los franceses en la morisca ciudad de Guadix, para que se vea de qué modo sus irritados habitantes arrastraron y dieron muerte al corregidor don Francisco Trujillo, acusado de no haberse atrevido a salir a hacer frente al ejército napoleónico con los trescientos paisanos armados de escopetas, sables, navajas y hondas de que habría podido disponer para ello...

Hoy, sin otro fin que indicar el estado en que se hallaban las cosas cuando ocurrió el sublime episodio que voy a referir, diré que ya era capitán general de Granada el excelentísimo señor conde don Horacio Sebastiani, como le llamaban los afrancesados, y gobernador del Corregimiento de Guadix el general Godinot, sucesor del coronel de dragones de caballería, número 20, M. Corvineau, a quien había cabido la gloria de ocupar la ciudad el 16 de febrero de 1810.

Dos meses habían pasado desde esta aborrecida fecha, y las tropas de Napoleón seguían dominando en Guadix por tal arte, que aquella tierra clásica de revoltosos y guerrilleros era ya una balsa de aceite. Apenas se vela algún que otro buen patriota ahorcado en los miradores de las Casas Consistoriales, y ya iban siendo menos sorprendentes ciertas misteriosas bajas del ejército invasor, ocasionadas, según todo el mundo sabe, por la manía en que dieron los guadijeños, como otros muchos españoles, de arrojar al pozo a sus alojados: comenzaba la plebe a chapurrar el francés, y hasta los niños sabían ya decir «didon» para llamar a los conquistadores, lo cual era claro indicio de que la asimilación de españoles y franceses adelantaba mucho, haciendo esperar a los transpirenaicos una pronta identificación de ambos pueblos: ya bailaban nuestras abuelas... (es decir, las abuelas de los nietos de los afrancesados; que no las mías, a Dios gracias), ya bailaban, digo, con los oficiales vencedores en Marengo, Austerlitz y Wagram, y aun había ejemplo de que alguna beldad despreocupada, con peina de teja y vestido de medio paso, que era la suma elegancia en aquel entonces, hubiese mirado con buenos ojos a éste o aquél granadero, dragón o húsar nacido en lejanas tierras: ya extendían los curiales toda clase de documentos públicos en papel que había sido del reinado de don Fernando VII, y al cual se acababa de poner la siguiente nota: «Valga para el reinado del Rey nuestro señor D. José Napoleón I»: ya se dignaban oír misa, los domingos y fiestas de guardar, aquellos hijos de Voltaire y Rousseau, bien que los generales y jefes superiores la oyesen, como ateos de más alta dignidad, arrellanados en los sillones del presbiterio y fumando en descomunales pipas... (histórico): ya los frailes de San Agustín, San Diego, Santo Domingo y San Francisco habían consumido todas las hostias sagradas y evacuado por fuerza sus conventos, para que sirviesen de cuarteles a los galos; ya, en fin, era todo paz varsoviana, oficial alegría y entusiasmo bajo pena de muerte en la antigua corte de aquellos otros enemigos de Cristo que reinaron en Guadix por la gracia de Alá y de su profeta Mahoma.

Pues he aquí que, en tales circunstancias, tuvo que cerrar sus puertas el matadero de Guadix, por falta de reses que matar. Vacas, bueyes, terneras, carneros, ovejas, cabras... ¡todos los ganados del territorio habían sido ya devorados por aquellos naciones, con más todos los jamones, espaldillas, pavos, pollos, gallinas, palomas y conejos caseros de la ciudad; pues nunca había visto a seres humanos comer tanta carnaza a todas horas!...

Las gentes del país, sobrias siempre a fuer de semiafricanas, seguían alimentándose con vegetales crudos, cocidos o fritos... ¡pero el Conquistador necesitaba carne, y carne fresca, y mucha, y pronto!...

En tal conflicto, recordó el general francés que el partido de Guadix se componía de varios pueblos, y que la mayor parte de ellos se hallaban aún por conquistar.

-¡Es necesario -dijo entonces a sus tropas- que las águilas del Imperio se extiendan por todas partes! Desparramaos por cuantas villas, lugares y cortijos comprende el territorio de mi mando: llevadles la buena nueva del advenimiento de don José I al trono de San Fernando: tomad posesión de ellos en su nombre, y traedme a la vuelta cuanto ganado encontréis en sus corrales y rediles. ¡Viva el emperador!

Y, en virtud de esta orden del día, salieron diez o doce columnas, cada una de ciento a doscientos hombres, con dirección al marquesado del Zenet, a Gor, a los montes y a los pueblos situados en la falda septentrional de Sierra Nevada.

Entre estos últimos -y henos ya dentro del episodio que nos propusimos referir al coger hoy la pluma-, entre los pueblos que, indiferentes a los adelantos de la civilización, vegetan al pie del colosal y siempre nevado Mulhacén, es y era renombrada en veinte leguas a la redonda, por el carácter indómito de sus moradores, por su arábigo aspecto, por el estado casi salvaje de las costumbres y por otras particularidades que ya irán surgiendo de nuestra relación, la antiquísima villa de Lapeza, célebre en la guerra de los moriscos, y cuyo arruinado castillejo recuerda aún el nombre de su esforzado gobernador Bernardino de Villalta, digno adversario de los secuaces de Aben-Humeya.

Era el día 15 de abril del mencionado año de 1810.

La villa de Lapeza ofrecía un espectáculo tan risible como admirable, tan grotesco como imponente, tan ridículo como aterrador. Hallábanse cortadas todas sus avenidas por una muralla de troncos de encina y de otros árboles gigantescos, que la población en masa bajaba del monte vecino, y con los que formaba pilas no muy fáciles de superar. Como la mayor parte de aquel vecindario se compone de carboneros, y el resto de leñadores y pastores, la operación indicada se llevaba a cabo con inteligencia y celeridad verdaderamente asombrosas.

Aquel recio muro de madera formaba una especie de torre por el lado frontero al camino de Guadix, y encima de esta torre habían colocado los lapezeños (¡asómbrense ustedes!) cierto formidable cañón, fabricado por ellos mismos, y de que ha quedado imperecedera memoria; el cual consistía en un colosal tronco de encina ahuecado al fuego, ceñido con recias cuerdas y redoblados alambres, y cargado hasta la boca con no sé cuántas libras de pólvora y una infinidad de balas, piedras, pedazos de hierro viejo y otros proyectiles por el estilo...

Contábase además con todas las armas blancas y negras del pueblo y del monte, resultando disponibles unas doce escopetas, más de veinte bocachas y trabucos, un cuchillo, puñal o navaja por persona, tres o cuatro docenas de hachas de hacer leña, algunos pistolones de chispas, inmensos montones de piedras de respetable calibre, todas las hondas necesarias para hacerlas volar, y una verdadera selva de garrotes y porras de variado gusto.

En cuanto a la guarnición, todos los coetáneos del hecho están de acuerdo en que constaría de unos doscientos hombres, a quienes sólo se podía llamar así por exceso de filantropía, pues más que hombres parecían orangutanes; entre los cuales figuraba en primera línea, merece especial mención y dará exacta idea de lo demás, el general de aquel ejército, el gobernador de aquella plaza, el alcalde de Lapeza, Manuel Atienza, en fin, ¡que santa gloria haya!

Era la primera autoridad de la villa un mortal de cuarenta y cinco a cincuenta años, alto como un ciprés, huesoso o nudoso (que ésta es la verdadera palabra) como un fresno y fuerte como una encina; aunque, a decir verdad, su largo ejercicio de carbonero habíale requemado y ennegrecido de tal modo que, de parecer una encina, parecía una encina hecha carbón. Sus uñas eran pedernal; sus dientes, de caoba; sus manos, de bronce pavonado por el sol; su cabello, por lo revuelto y empajado, cáñamo sin agramar, y por la calidad y el color, el cerro de un jabalí; su pecho, que la abierta camisa dejaba ver de hombro a hombro y del cuello hasta el estómago inclusive, parecía cubierto de una piel de caballo que se hubiese arrugado y endurecido a fuerza de estar sobre ascuas y, efectivamente, el cerdoso vello que poblaba su saliente esternón hallábase chamuscado, así como sus pobladas cejas... Y consistía esto en que el señor alcalde era carbonero (o sea, ranchero de la sierra, según que ellos se llaman), y había pasado toda su vida en medio de un incendio, como las ánimas del Purgatorio.

Con respecto a los ojos de Manuel Atienza, no podía negarse que veían; pero nadie hubiera asegurado nunca que miraban. La advertida ignorancia de su merced, junta a la malicia del mono y a la prevención del hombre entrado en años, aconsejábale no fijar nunca la vista en sus interlocutores, a fin de que no descubriesen las marras de su inteligencia o de su saber; y si la fijaba, era de un modo tan vago, tan receloso, tan solapado, que parecía que aquellas pupilas miraban hacia adentro, o que aquel hombre tenía otros dos ojos detrás de las orejas, como las lagartijas. Su boca, en fin, era la de un alano viejo; su frente desaparecía debajo de las avanzadas del pelo; su cara relucía como el cordobán curtido, y su voz, ronca como un trabucazo, tenía ciertas notas ásperas y bruscas como el golpe del hacha sobre la leña.

De su traje no hay que decir, por ser cosa de cajón entre la gente rica de aquellos pueblos, que consistía en unas albarcas de piel de toro, tomiza y parella; medias de lana; calzón corto, de paño burdo muy oscuro; chaqueta de lo mismo; chaleco celeste, de raso, rameado de amarillo; canana de cuero en vez de faja, y un enorme sombrero, bajo cuya ala, ribeteada de felpa, sesteaba muy cómodamente toda su autoridad... Y, a propósito de autoridad, añadiré para concluir, que la vara de alcalde le llegaba al hombro, y que sus dos borlas negras, del tamaño de dos naranjas, denunciaban a tiro de bala a todo un hombre de orden, que diríamos ahora.

Tal era el alcalde de Lapeza, y a su tenor todos sus subordinados. Si creéis exagerada la descripción, tened presente que la raza de los lapezeños no ha degenerado ni se ha modificado con los años transcurridos. ¡Id allá, y os asombraréis, como yo, de que en España, y a mediados del siglo XIX, existían todas las maravillas del África meridional!


Pero las obras de fortificación se hallan terminadas y el armamento distribuido convenientemente.

Atienza ha mandado a Jacinto que vaya a su casa por un antiquísimo tambor, que sirve para las procesiones, para los toros y para pregonar los bandos.

Jacinto -que, dicho sea entre paréntesis, era el alguacil, y de alguacil ha muerto en el presente año de 1859-, acude ya tocando generala.

-¡A la formación! -grita el síndico, persona muy perita en el arte militar; como que ha servido al señor rey don Carlos IV en clase de ranchero de una compañía de cazadores...

Los doscientos lapezeños toman las armas y se forman en batalla enfrente del Ayuntamiento.

Atienza empuña entonces una larga y negra espada antigua de ancha cazoleta y extensos gavilanes; cuelga de su canana una pistola de arzón; coge con la mano izquierda la vara de alcalde, ni más ni menos que haría con su bastón un mariscal de Francia y, seguido de un brillante Estado Mayor, compuesto del alguacil, del pregonero o peón público y del Infrascrito, que es como, muy ufana y orgullosa, llama su mujer al fiel de fechos, pasa revista a sus formidables huestes, que le presentan armas o tiran por alto monteras y sombreros.

-¡Viva el señor alcalde! -gritan o ladran aquellos futuros héroes.

A lo que Atienza replica:

-¡Qué alcalde ni qué cuerno! ¡Viva Dios! ¡Viva Lapeza! ¡Viva la independencia española!

Y, una vez cambiado este saludo de guerra, su merced ordena a Jacinto que toque un largo redoble; llama a su lado al pregonero y, por boca de éste, que repite una a una y hasta media a media las palabras del caudillo, pronuncia la siguiente proclama, no escrita:

«Por-noticias-del tío Piorno-se ha sabido-que-el enemigo de la patria-viene hoy a Lapeza-a conquistarnos-y robarnos los bienes;-y nosotros-con la bendición del señor cura,-y el auxilio-de nuestra santa patrona-la Virgen del Rosario,-vamos-a defendernos-como buenos españoles-y a mostrar-a la ciudad de Guadix,-que-si ella-se ha entregado al francés,-los-vecinos de Lapeza-saben morir,-como murieron-los vecinos de Madrid-el día Dos de Mayo,-o-vencer,-como vencieron-los vecinos de Bailén -hace dos años;-y, en su virtud,-el alcalde-hace saber-a estos vecinos-que- el que no perezca-en el presente día-defendiendo su casa,-será declarado- mal español-y traidor a la patria,-y morirá,-como corresponde,-colgado de una encina de la sierra.-Y para que conste,-no sabiendo firmar,-lo hace su merced-con la cruz que acostumbra,-de que certifica-el infrascrito.-¡Viva Dios!-¡Viva la Virgen!-¡Viva España!-¡Viva Fernando VII!-¡Muera Pepe Botellas!-¡Mueran los franceses!-¡Muera Godinot!-¡Mueran los traidores!»

Esta mezcla de proclama guerrera y de actuación judicial produjo extraordinario efecto en los lapezeños.

Manuel Atienza hizo la cruz con los dedos, y la besó al llegar a lo de la firma; el secretario certificó con un movimiento de cabeza; el pregonero cumplimentó al alcalde por lo bien que había improvisado su discurso; Jacinto tocó otro redoble de tambor, y los vivas, los bailes y los himnos patrióticos dieron fin a aquella cómica loa de una verdadera tragedia.

-Cada uno a su puesto -exclamó entonces el síndico.

Y unos coronaron la fortaleza de madera; otros se montaron en el cañón, provistos de una larga mecha; los gañanes más diestros en el manejo de la honda subieron a la alcazaba morisca; los tiradores o escopeteros salieron de descubierta al camino de Guadix, y el alcalde se colocó en un punto que dominaba todo el futuro campo de batalla, teniendo a su lado a Jacinto, a fin de que con un redoble de tambor diese la señal de fuego.

Entretanto, el cura bendecía y absolvía una vez más a sus animosos feligreses, y se dedicaba, con el albéitar, el sacristán y el sepulturero a preparar vendajes, el Santo Óleo y unas angarillas para el socorro de heridos y muertos.

Casi todas las mujeres rezaban en la iglesia; y en cuanto a los niños, habíase dispuesto aquella mañana mandarlos todos a lo alto de Sierra Nevada, a fin de que sus vidas no corriesen peligro, y pudieran servir, andando los años, para. rechazar otra invasión extranjera.


Las tres de la tarde serían cuando una nube de polvo indicó a los lapezeños la proximidad del enemigo.

Algunos tiros de las primeras avanzadas corroboraron poco después aquella indicación.

Los lapezeños saltaron de entusiasmo, y al mismo tiempo por disposición final del señor alcalde, izáronse en la antigua fortaleza de los moros, y en el parapeto de encima, dos o tres banderas hechas con pañuelos negros.

Las campanas tocaron a rebato; muchas viejas empezaron a gritar, y los mozos a lanzar silbidos; algunas piedras zumbaron en el espacio, y los escopetazos del camino oyéronse más frecuentes y más próximos.

Un momento después los tiradores se replegaron hacia la villa, cargando nuevamente sus armas, y los primeros cascos, corazas y bayonetas del ejército invasor relucieron al alcance de los trabucos.

-¿Cuántos vienen? -preguntó Manuel Atienza a uno de los que más habían avanzado.

-Vendrán doscientos -respondió éste.

-Somos fuerzas iguales -exclamó el carbonero con desdeñosa arrogancia, sin considerar que doscientos rústicos mal armados no significan lo que doscientos veteranos avezados a las lides y acometiendo con excelentes armas.

-Pero traen caballería... -añadió un segundo escopetero.

-Repito que somos fuerzas iguales -volvió a decir Manuel Atienza-. A ver, Jacinto, que suene ese tambor... ¡España y a ellos! ¡Viva la Virgen!

Jacinto dio la señal ansiada, y una nube de piedras y de balas, cayendo sobre los franceses, les obligó a hacer alto.

Un momento después contestaron éstos con una nutrida descarga, que dejó fuera de combate cinco lapezeños.

-¡Alto el fuego! -gritó entonces el alcalde-. Están todavía muy lejos y tenemos poca pólvora. Dejémosles acercarse... Ya sabéis que el cañón se reserva para lo último, y que hasta que yo tire el sombrero no se le arrima la mecha. Ustedes, señores, a ver si se callan y cuidan de los heridos.

-¡Ya se acercan otra vez!

-¡Nada!... ¡Todo el mundo quieto!

-¡Ya apuntan!...

-¡Todo el mundo a tierra!

Una segunda descarga vino a estrellarse en los troncos de encina, y los franceses avanzaron hasta hallarse a unos veinte pasos del ejército sitiado.

Los peones se replegaron a los dos lados del camino, dejando paso a la caballería.

-¡Fuego! -exclamó entonces el alcalde con una voz igual a la de la pólvora, mientras que arrojaba el sombrero por alto y se plantaba en medio del mayor peligro.

Allí fue lo horrible. Allí fue lo inenarrable.

Franceses y españoles dispararon sus armas a un mismo tiempo, sembrando la tierra de cadáveres: la caballería aprovechó este momento para llegar al pie de la muralla, presumiendo sin duda poderla saltar con sus impetuosos bridones: centenares de piedras derrumbaron a caballos y jinetes: éstos empezaron, por su parte, a degollar a mansalva, y en aquel supremo tumulto, en medio de aquel estrago, de aquel torbellino, de aquella confusión, he aquí que estalla, por último, el tremendo cañonazo, produciendo un estampido fragoroso y llevando la muerte a sitiados y sitiadores.

Y era que el cañón había reventado al tiempo de disparar; era que la encina, hecha pedazos, vomitaba la metralla en todas direcciones, lo mismo hacia atrás que hacia adelante y por los costados, revuelta con mil fragmentos de madera que silbaban al hender el aire; era que la expansión de tanta pólvora inflamada había hecho rodar los troncos en que se apoyaba el cañón, y estos troncos aplastaron a españoles y franceses. Fue aquello, pues, un caos de humo, de polvo, de rugidos, de lamentos, de relinchos, de llamas, de sangre; de cadáveres deshechos, cuyos miembros volaban todavía o volvían a la tierra entre balas, piedras y otros proyectiles; de caballos sueltos que huían coceando; de palos de ciego dados sobre amigos y enemigos por los lapezeños que aún seguían en pie, y de puñaladas, pistoletazos y pedradas, que venían de abajo, de arriba, de todas partes, como si hubiese llegado el fin del mundo.

Y en esta tempestad, en este infierno, percibíanse juntos el toque de retirada de la corneta francesa y el redoble del tambor lapezeño tocando a generala, en tanto que la voz del formidable carbonero, del invencible alcalde, del invulnerable Atienza, sobresalía entre el común estruendo, gritando desaforadamente:

-¡Duro en ellos, muchachos! ¡Hasta que no quede uno! ¡Ya deben de quedar pocos!

Y era verdad, pero también era cierto que quedaban menos españoles. El cañón de encina había hecho más destrozos entre los lapezeños que entre los franceses.

Sin embargo, como estos últimos ignoraban los medios de defensa que aún podían tener reservados aquellos demonios; como tampoco sabían su número, y como todo lo temían ya de ellos, pensaron en salvarse a toda prisa; y, desordenados, dispersos, atropellando la caballería a la infantería, y desoyendo los soldados las voces de sus jefes, emprendieron una retirada muy semejante a una fuga, perseguidos por los gañanes, que aún tenían a su disposición tres leguas cubiertas de proyectiles para sus hondas, y por algunos escopeteros a quienes quedaban cartuchos.

Apedreados, pues, fusilados, ennegrecidos por la pólvora, cubiertos de sangre, sudor y polvo, y habiendo dejado cien hombres en Lapeza y en el camino, entraron en Guadix, a las ocho de la noche, los vencedores de Egipto, Italia y Alemania, vencidos aquel día por una fuerza inferior de pastores y carboneros.


El sangriento drama que acabamos de referir no podía menos de tener un tremendo epílogo.

Imagínense nuestros lectores la sorpresa y la ira del general Godinot al saber lo acontecido en Lapeza.

-¡No dejaré en ella piedra sobre piedra! -exclamó el vengativo galo...

Y cuatro días después salían con dirección a la villa gobernada por Atienza dos mil cuatrocientos hombres de todas armas, al mando de un oficial general, y con tantos víveres y municiones como si se tratara de sitiar una plaza fuerte.

Aquel numeroso ejército dio vista a Lapeza a las nueve de la mañana.

A nadie encontraron por el camino: ni un tiro, ni una pedrada los recibió. Todo era silencio y soledad en la ensangrentada villa.

La destruida muralla de troncos no había sido recompuesta, y las campanas no hacían señal de la llegada del enemigo...

Así entraron en el pueblo los irritados invasores.

Y allí debió de cruzar por su mente una especie de profecía de lo que más tarde les aconteció en Rusia. Lapeza estaba despoblada, ni más ni menos que Moscú cuando penetró en ella Napoleón el Grande.

Los lobos, hartos de carnicería, habían vuelto a internarse en la sierra.

Sólo algunas pobres mujeres, que habían bajado aquel día a dar una vuelta por sus abandonados hogares y en busca de víveres para los emigrados, fueron halladas en los rincones de la iglesia, adonde se habían guarecido, creyendo que allí las respetarían los ilustres conquistadores...

Mas ¡ay!, no... Que a falta de varones fuertes que vencer, ofrecióles allí la pérfida fortuna míseras doncellas que ultrajar, inocencia que escarnecer, virtud que cubrir de oprobio y amargura.

¡Apartemos los ojos de aquellas infamias, muchas veces repetidas por los vencedores de Europa durante su odiosa dominación en España! ¡Maldición y vergüenza a los que emplean en el crimen la victoria! ¡Horror eterno a las armas extranjeras!

Ufanos y satisfechos volvían hacia Guadix aquellos héroes, llevando, como únicos prisioneros hechos en aquella ruidosa expedición, un inerme anciano, decrépito y enfermo, que encontraron en una choza, y un tímido adolescente que lo cuidaba, cuando la noticia de lo que sucedía en sus hogares, divulgada en la sierra por alguna atribulada fugitiva, precipitó sobre el camino a los enfurecidos padres, hermanos y novios, que bajaban de las alturas como despeñados torrentes.

Empezó entonces un tremendo combate a salto de mata (ésta es su gráfica calificación) entre los cien vecinos que aún había a las órdenes de Atienza y los dos mil cuatrocientos expedicionarios franceses.

Una vez lanzado el reto y trabada la lid, los lapezeños empezaron a batirse en retirada, a la usanza mora, con el fin de internar a los enemigos en las fragosidades de la sierra.

¡Éstos cometieron la imprudencia de caer en el lazo; y si bien es verdad que sus terribles armas casi concluyeron con aquel puñado de valientes, no lo es menos que compraron la vida de cada uno con diez bajas en sus batallones!

Las ásperas rocas, los verdes barrancos, los matorrales y los abismos quedaron sembrados de cadáveres franceses...

Fue una de tantas poco sabidas pérdidas como tuvieron en España los ejércitos napoleónicos; pérdidas que no contaban en los boletines de las grandes batallas; pero que al cabo de la guerra de la Independencia dieron la enorme suma de medio millón de soldados imperiales muertos o perdidos en nuestra Península.

Atienza -o Atencia, que es como el señor alcalde pronuncia su apellido, aumentando su energía con esta variante-, el invicto carbonero, que ha presentado dos batallas en cuatro días a las tropas de Bonaparte, hállase de pie sobre la altísima peña, rodeado de franceses, acorralado, perdido, cargando su naranjero con el último cartucho, con la cabeza vendada de resultas del combate del día 15, recientemente herido en el pecho, todo cubierto de sangre, llevando al cinto la vara de su jurisdicción, como hiciera con la suya un arriero, y respondiendo a las intimaciones que le hacen de que se rinda con risotadas salvajes, cuyos ecos repiten los abismos de la quebrantada sierra.

Cien balas silban continuamente en torno suyo; pero él las esquiva saltando de un lado a otro, irguiéndose o agachándose: ágil, súbito, elástico, como tigre que va y viene sin cesar, se encoge, brinca, acude a todas partes, y aterra tanto en la defensa como en la acometida.

Dispara, por fin, el último trabucazo, trazando en torno suyo un semicírculo con la tremenda arma, como si quisiese rociar de balas el monte: alcánzalo en esto otro tiro en el vientre, lo que le arranca un rugido pavoroso: conoce que va a morir; arroja el trabuco, no sin mirarlo con enojo, al considerarlo ya inofensivo; sácase del cinto el enorme bastón que conocemos, y dirigiéndose a un coronel que le insta en mal español para que se entregue:

-¡Yo no me rindo! -dice-. ¡Yo soy la villa de Lapeza, que muere antes de entregarse!

Y rompiendo el bastón entre sus manos, lo arroja a la faz de los franceses, y él se precipita detrás, cayendo contra las peñas de un hondo barranco, donde sus huesos de bronce crujen al saltar hechos astillas.

¡Ni tan siquiera de su cadáver logró apoderarse el enemigo!


Lapeza es ya de los franceses.

El general Godinot recibe la fausta nueva de boca del jefe expedicionario.

-¿Cuántos prisioneros traéis? -le pregunta-. ¡Necesitamos ahorcarlos para que escarmienten los demás pueblos del partido!

-¡Sólo traigo dos: un viejo y un muchacho! ¡En toda la villa no encontré más enemigos! -responde el jefe bajando los ojos.

Entonces Godinot no puede menos de admirar la actitud verdaderamente antigua, clásica, espartana de aquellos montañeses. Pero con todo, insiste en que sean ahorcados los dos débiles prisioneros...

Nuestros padres nos han referido muchas veces los pormenores de aquella ejecución...

Pero nosotros la contaremos rápidamente...

Son de índole demasiado feroz para que la pluma se detenga en su relato.

Ataron una soga al cuello del niño, y lo arrojaron desde un mirador de la casa del Ayuntamiento a la Plaza Mayor de Guadix.

Rompióse la soga, que sin duda era vieja, y el niño cayó contra el empedrado.

Anudaron la parte rota, tornaron a subir a la pobre criatura, colgáronlo de nuevo, y la soga se volvió a romper.

El niño quedó en el suelo sin poder moverse. No había muerto pero todos sus remos se habían roto.

Entonces un oficial de dragones, conmovido al mirar que se pensaba en colgarlo por tercera vez, llegóse al infeliz... y le deshizo la cabeza de un pistoletazo.

Saciada de este modo, al menos por aquel día, la ferocidad de los vencedores, dignáronse perdonar al anciano enfermo, el cual había presenciado toda la anterior escena acurrucado al pie de una columna, esperando a que le llegase su vez de ser ahorcado...

Diéronle, pues, libertad, y el pobre viejo salió de la plaza corriendo y tambaleándose, y tomó el camino de su pueblo, donde murió de tristeza aquella misma noche.

¡El niño asesinado en Guadix... era su hijo!


Guadix, 1859.