El capitolio del viento

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL CAPITOLIO DEL VIENTO

Entre Chos Malal y las colinas de oro del Neuquén se interpone la «Cordillera del Viento».

Para ascender á la fachada cristalina de ese gran Banco argentino, se necesita galopar varias leguas en cada escalón de su gradería monumental.

Desde que se gana la primera altiplanicie, espejea sobre el espíritu la hipnosis de la maravilla.

El volcán Trómen, á modo de portero imperial, yergue á distancia su turbante de nubecillas cenicientas. Entre los pliegues de su albornoz inmaculado chispean sus cimitarras y resplandece la pedrería de sus equipos.

La vigilancia de ese viejo soñador es incesante: Desde su altura de 3600 metros, atisba las más recónditas hondonadas de la comarca. Cada parpadeo de sus pupilas jélidas es un linternazo que torna las más remotas brumas en vaporosos harapos de colores.

Cuando osa mirar hacia el palacio del Viento, la artillería de plata centellea entre sus torreones de cristal bruñido.

La proyección fugaz de las maniobras de la luz arriba asombra al viajero que galopa por el valle.

A veces el caballo se detiene espantado: es que ha oído la detonación de algún huracán al soltar sus amarras de la roca; ó que ha visto resbalar por la llanura la sombra de una nube tempestuosa, la sombra de una fragata cargada de tormentas, despedida en comisión de bombardear algún equilibrio incómodo para la política celeste.

Si la fantasía humana hubiese previsto la Cordillera del Viento, al Neuquén y no al menguado montículo de Grecia, le habría cabido la honra de albergar á Júpiter tonante.

Nada dice la colina del Olimpo á quien no vaya con la memoria llena de recordaciones míticas. Aquí; ¡qué diferente!

Fidias y C.a no habrían tenido en el Neuquén ocasión de inmortalizar su firma. Habrían encontrado, no uno, sino muchos Partenones rematados con primor..

En cúpulas, capiteles, ojivas y columnas, serpean con graciosidad todos los estilos consagrados, con más los mil inė litos que dibujan en el misterio de sus líneas, las concepciones del arte por venir.

¡Fuerza y Belleza!

Eso es lo que proclama en todas sus crispaduras y perfiles ese Capitolio del Viento.

Su mole de ola azul, que de repente quedó petrificada con su blancura al tope, persiste en su angustiosa actitud de cataclismo.

Su base, amurallada para prisión de rebeliones, contrasta con sus deleznables torrecillas de alabastro.

A juzgar por los cerrojos graníticos de abajo, ahí deben estar las fraguas de las tormentas y los pesebres de los huracanes.

Allá, en los minaretes de cristal aerófano, deben vivir las Brisas—monjas del siderismo —tejiendo con luz y floración de nieve sus encajes.

Y los silfos, despeñándose en los ventisqueros, con sus flautines ya endulzados en las flores silvestres, rondarán en torno á esos conventos, se luciendo á las Auras para el viaje de amor.

Duro trance es casi siempre el del viajero cuando se acerca al boquerón en que la cordillera abre paso hacia la región del oro.

Si no acierta á cortar el vendaval con el pecho del caballo, éste gira hacia atrás como veleta.

A trechos se encuentran montoncitos de piedra en torno á cruces de madera, señalando las tumbas de los incautos mineros, derribados por el huracán y amortajadospor la nieve.

El mejor sistema para capear el temporal, parece ser el que se me aconsejó por un experto: hincar el espolín en los ijares del caballo, y galopar á toda rienda, abrazado al cuello del animal, á la manera de los indios pampeanos.

¡Oh, celeste pirata brasileño! ¡Nunca oses aventurarte por aci, ni aun en tu Santos Dumont Núm. 1000, si á tan alta cifra tu perfección alcanza!

Aquello es un vértigo de sonoridades inauditas.

La atmósfera vibra, desgarrada sin piedad por todas las escalas del sonido.

El viento abre de improviso todas las guaridas de sus fieras y las mansiones de sus hadas.

Yo he sentido salir de sus sótanos las baterías de la borrasca, arrastradas por potros devorados por fiebre de locomoción abrasadora.

Parecía que desde las cumbres almenadas se hubiese descarrilado un tren eléctrico, y descendiese á la llanura por una superficie flexible de láminas de bronce resonante.

Otras veces uno levanta al cielo la mirada, por ver si distingue al bergantín descomunal que bogase sin gobierno hacia el abismo, asotando el velámen con crujidora verberación de inmensallamarada flagelante.

O los alaridos son tales, que no se sorprendería uno de ver cruzar el horizonte un carro apocalíptico, llevado por una cuádriga de leones uncidos con arneses de hierro al rojo vivo.

En la planicie, entre una atmósfera de arena huracanada, huyen las trombas como manolas ebrias, danzando infernal jota aragonesa. Tras ellas se precipitan los ciciones, haciendo tarquinadas con las plantas, poseídos de locura ambulatoria, desgarrando las flores, para deshojarlas después en lo más elevado de sus torres de infamia.

Las ráfagas heladas, con insolencia de Cocotte traviesa, dan el adiós en la mejilla, con un azote suave como de guante ajado.

Si la ventisca se desata en lluvia de blancura, vénse cruzar por el cielo esquifes áureos borbollando espuma; ó cisnes que se despluman el buche en estanques opalinos; ó dragones que, al retorcerse en la ceniza de la tarde, despellejan en laminillas de nácar sus escamas; ó de los borregos ya degollados por la segur de plata, vellones níveos y flotantes.

Por ratos, uno queda sumido en la tiniebla, cegado por una arrumazón estrepitosa: es que se han encontrado dos corrientes rivales, que luchan hasta destrozarse, con aletear enérgico de cóndores.

Allá, en la parte marmorea del palacio, son de ver las fugas virginales: O las auras que al escaparse del ventisquero, levantan una nubecilla de pétalos nevados, como si huyese de un prado de lises una parvada de palomas; ó es que una brisa grácil, al saltar con un céfiro, sugiere esos remolinos de encajes, que dibuja el zapato blanco de una virgen, al dar una vuelta rápida de valse.

El buen viejo Trómen, cerrajero sempiterno, debe ser el Vulcano de este Olimpo.

A ėl debe tener Eolo confiado su jardín de rosas. Esos suntuosos pabellones de cristal fulgente, techumbre son del gran invernadero.

Caldeadas por el fuego subterráneo, modeladas por un cincel de llamas, doradas al rescoldo de cuarzos ignescentes, nacaradas por el buril de las estrellas, purificadas por el llanto del hielo, pulidas por el dedo perfumado de la brisa: allá deben temblar en el misterio las rosas negras de la noche, las rosas rojas de la tempestad, las rosas de oro vesperal, las rosas rosa del favonio, las cinéreas rosas de la melancolía, y las rosas blancas de la aurora.

Y por allí deben correr silenciosas las fuentes de las causas, filtrando ponzoñas de devastación en los nectarios, beleños en los cálices, esencias de fecundidad en las corolas, y pentagramas de maravillosa sonoridad en cada pétalo.

El timbre metálico de los guijarros, bajo el martilleo rítmico de las herraduras, me indicó que ya principiaba el descenso á la región del oro, al otro lado de la cordillera.

De oro era ya esa nubecilla de incienso episcopal, que levantaban al sol de la tarde los cascos de mi caballo.

Una mano en las riendas, y apoyado con la otra sobre el anca, me incorporé en los estribos, para comparar el horizonte que dejaba, con el nuevo que descubría.

Atrás, muy lejos, más allá del Trómen, se iba desvaneciendo en una reverberación dorada la polvareda que regaban en pos de sí los huracanes.

La lejanía pugnaba aun por apagar con ceniza ese rumor extraño.

Era éste una mezcla de imprecación y de himno; de clamor y de júbilo; de violencia y de ternura; de rugido y de sonrisa; de estertor y de bagido.

Tras un vago estruendo de selva crujidora, rodaba el eco retumboso de un coro como de fieras enceladas.

Todo eso recorría una escala descendente hasta llegar al gorjeo; al ruido de respiración jadeante; al roce aterciopelado de pieles; al sesear sedoso de rasos y de besos, de hojas y de alas.

El horizonte que tenía al frente era distinto: Todo estaba sereno y silencioso; serenidad de sagrario, y silencio de catacumba imperial.

La región del oro descendía hacia el río Neuquén en un sistema de colinas áridas, de aspecto casi lúgubre.

Luego se elevaba en ondulación de muchas leguas, hasta unirse con las líneas fronterizas con Chile, que en el confín lucían, como las dos víboras plateadas de un enorme caduceo.

La atmósfera opaca del anochecer parecía saturada de emanaciones mercuriales.

En el cielo predominaban tintes trágicos de disolución y plėtora.

En la verdosa lividez del horizonte, se abrían estanques tristes de sangres coaguladas bajo la inmovilidad de escarchas de oro.

Los dos horizontes me parecieron simbólicos: El uno hosco y severo.

El otro riente é ilusivo.

Uno era de oro funeral é inmóvil.

El otro de oro tierno y ondulante.

Uno era de oro amargo, de oro con sabor á cadaverina de magnates.

El otro de oro dulce, tan dulce como la miel de los panales y la carne de la espiga.

El uno iba á despertar de su letargo de momia, mordido por el cuño de la ley, para entrar luego en la catalepsia bancaria.

El otro saltaría directamente de su verde cuna arrulladora al oleaje alegre y empurpurado de la sangre libre.

Así que, de mi última mirada comparativa deduje: Que allá sobre los ventisqueros de las minas, las remotas praderas de azahares, parecían temblar de miedo ante la invasión de ese malsano flujo de la tarde; y atrás, en la ilimitada lejanía de la llanura agrícola, en la región del trigo, los tropeles de la fecundación nocturna, habían dejado suspendido en el aire un velo color lácteo y rosado, icolor carne de infancia!