El capitán Veneno/Parte tercera
Entre conversaciones y pendencias por este orden, pasaron quince o veinte días, y adelantó mucho la curación del Capitán. En la frente sólo le quedaba ya una breve cicatriz y el hueso de la pierna se iba consolidando.
-¡Este hombre tiene carne de perro! -solía decir el facultativo.
-¡Gracias por el favor, matasanos de Lucifer! -respondía el Capitán en son de afectuosa franqueza-. Cuando salga a la calle, he de llevarlo a usted a los toros y a las riñas de gallos; pues es usted todo un hombre!... ¡Cuidado si tiene hígados para remendar cuerpos rotos!
Doña Teresa y su huésped habían acabado también por tomarse mucho cariño, aunque siempre estaban peleándose. Negábale todos los días don Jorge que tuviese hechura la concesión de la viudedad, lo cual sacaba de sus casillas a la guipuzcoana; pero a renglón seguido la invitaba a sentarse en la alcoba, y le decía que, ya que no con los títulos de General ni de Conde, había oído citar varias veces en la guerra civil al cabecilla Barbastro como uno de los jefes carlistas más valientes y distinguidos y de sentimientos más humanos y caballerescos... Pero, cuando la veía triste y taciturna, por ccnsecuencia de sus cuidados y achaques, se guardaba de darle bromas sobre el expediente y la llamaba con toda naturalidad Generala y Condesa; cosa que la restablecía y alegraba en el acto; si ya no era que, como nacido en Aragón y para recordar a la pobre viuda sus amores con el difunto carlista, le tarareaba jotas de aquella tierra, que acababan de entusiasmarla y por hacerla reír juntamente.
Estas amabilidades del Capitán Veneno y, sobre todo, el canto de la jota aragonesa, eran privilegio exclusivo en favor de la madre; pues tan luego como Angustias se acercaba a la alcoba cesaban completamente, y el enfermo ponía cara de turco. Dijérase que odiaba de muerte a la hermosa joven, tal vez por lo mismo que nunca lograba disputar con ella, ni verla incomodada, ni que tomase por lo serio las atrocidades que él le decía, ni sacarla de aquella serenidad un poco burlona que el cuitado calificaba de constante insulto.
Era de notar, sin embargo, que cuando alguna mañana tardaba Angustias en entrar a darle los buenos días, el pícaro don Jorge preguntaba cien veces, en su estilo de hombre tremendo:
-¿Y ésa? ¿Y doña Náuseas? ¿Y esa remolona? ¿No ha despertado aún su señoría? ¿Por qué ha permitido que se levante usted tan temprano, y no ha venido ella a traerme el chocolate? Dígame usted, señora Teresa: ¿está mala acaso la joven princesa de Santurce?
Todo esto si se dirigía a la madre, y, si era la gallega, decíale con mayor furia:
-¡Oye y entiende, monstruo de Mondoñedo! Dile a tu insoportable señorita que son las ocho y tengo hambre. ¡Que no es menester que venga tan peinada y reluciente como de costumbre! ¡Que de todos modos la detestaré con mis cinco sentidos! ¡Y, en fin, que si no viene pronto, hoy no habrá tute!
El tute era una comedia y hasta un drama diario. El Capitán lo jugaba mejor que Angustias; pero Angustias tenía más suerte, y los naipes acababan por salir volando hacia el techo o hacia la sala desde las manos de aquel niño cuarentón, que no podía aguantar la graciosísima calma con que le decía la joven:
-¿Ve usted, Capitán Veneno, como soy yo la única persona que ha nacido en el mundo para acusarle a usted las cuarenta?
Así las cosas, una mañana, sobre si debían abrirse o no los cristales de la reja de la alcoba, por hacer un magnífico día de primavera, mediaron entre don Jorge y su hermosa enemiga palabras tan graves como las siguientes:
EL CAPITÁN.-¡Me vuelve loco el que no me lleve usted nunca la contraria, ni se incomode al oírme decir disparates! ¡Usted me desprecia! ¡Si fuera usted hombre, juro que habíamos de andar a cuchilladas!
ANGUSTIAS.-Pues si yo fuera hombre me reiría de todo ese geniazo, lo mismo que me río siendo mujer. Y sin embargo seríamos buenos amigos...
EL CAPITÁN.-¡Amigos usted y yo! ¡Imposible! Usted tiene un don infernal de dominarme y exasperarme con su prudencia; yo no llegaría a ser nunca amigo de usted sino su esclavo; y, por no serlo, le propondría a usted que nos batiéramos a muerte. Todo esto... siendo usted hombre. Siendo mujer como es...
ANGUSTIAS.-¡Continúe! ¡No me escatime galanterías!
EL CAPITÁN.-¡Si, señora! ¡Voy a hablarle con toda franqueza! Yo he tenido siempre aversión instintiva a las mujeres, enemigas naturales de la fuerza y de la dignidad del hombre, como lo acreditan Eva, Armida, aquella otra bribona que peló a Sansón, y muchas otras que cita mi primo. Pero si hay algo que me asuste más que una mujer, es una señora, y, sobre todo, una señora inocente y sensible, con ojos de paloma y labios de rosicler, con talle de serpiente del Paraíso y voz de sirena engañadora, con manecitas blancas como azucenas que oculten garras de tigre, y lágrimas de cocodrilo capaces de engañar y perder a todos los santos de la corte celestial... Así es que mi sistema constante se ha reducido a huir de ustedes. Porque, dígame: ¿qué armas tiene un hombre de mi hechura para tratar con una tirana de veinte abriles, cuya fuerza consiste en su propia debilidad? ¿Es decorosamente posible pegarle a una mujer? ¡De ningún modo! Pues, entonces, ¿qué camino le queda a uno, cuando conozca que tal o cual mocosilla, muy guapa y puesta en sus puntos, lo domina y gobierna, y lo lleva y lo trae como un zarandillo?
ANGUSTIAS.-¡Lo que yo hago cuando usted me dice estas atrocidades tan graciosas! ¡Agradecerlas... y sonreír! Porque ya habrá observado que yo no soy llorona...; razón por la cual en su retrato de las Angustias sobra aquello de las lágrimas de cocodrilo...
EL CAPITÁN.-¿Está usted viendo? ¡Esa respuesta no la daría Lucifer! Sonreír... ¡Reírse de mí, es lo que hace usted continuamente! ¡Pues bien! Decía, cuando usted me ha clavado ese nuevo puñal, que de todas las damiselas que había temido encontrar en el mundo, la más terrible, la más odiosa para un hombre de mi temple... -perdóneme la franqueza-, ¡es usted! ¡Yo no recuerdo haber experimentado nunca la ira que siento cuando usted se sonríe al verme furioso! ¡Paréceme como que duda usted de mi valor, de la sinceridad de mis arrebatos, de la energía de mi carácter!
ANGUSTIAS.-Pues óigame usted a mí ahora, y crea que le hablo con entera verdad. Muchos hombres he conocido ya en el mundo; alguno que otro me ha solicitado; de ninguno me he prendado todavía... Pero si yo hubiera de enamorarme con el tiempo, sería de algun indio bravo por el estilo de usted. ¡Tiene usted un genio hecho de molde para el mío!
EL CAPITÁN.-¡Vaya usted a los mismísimos diablos! ¡Generala! ¡Condesa! ¡Llame usted a su hija y dígale que no me queme la sangre! En fin; ¡mejor es que no juguemos al tute! Conozco que no puedo con usted... Llevo algunas noches de no dormir, pensando en nuestros altercados, en las cosas duras que me obliga usted a decirle, en las irritantes bromas que me contesta, y en lo imposible que es el que usted y yo vivamos en paz a pesar de lo muy agradecido que estoy... a la casa. ¡Ah! ¡Mas me hubiera valido que me dejase morir en la mitad de la calle!... ¡Es muy triste aborrecer, o no poder tratar como Dios manda, a la persona que nos ha salvado la vida, exponiendo la suya! ¡Afortunadamente, pronto me iré a mi cuartito de la calle de Tudescos, a la oficina de mi seráfico pariente y a mi casino de mi alma y cesará este martirio a que me ha condenado usted con su cara, su cuerpo y sus acciones de serafín, y con su frialdad, sus bromas y su sonrisa de demonio! Pocos días nos quedan de vernos... Ya discurriré yo alguna manera de seguir tratando a solas a su madre de usted, ora sea en casa de mi primo, ora por cartas, ora citándonos para tal o cual iglesia... ¡Pero lo que es a usted, gloria mía, no volveré a acercarme hasta que sepa que se ha casado!... ¿Qué digo? ¡Entonces menos que nunca! En resumen... ¡déjeme usted en paz o écheme mañana solimán en el chocolate!
El día que don Jorge de Córdoba pronunció estas palabras, Angustias no se sonrió, sino que se puso grave y triste...
Reparó en ello el Capitán, diose prisa a taparse el rostro con el embozo de la cama, murmurando para si mismo: -¡Me he fastidiado con decir que no quiero jugar al tute! ¿Pero cómo volverme atrás? ¡Sería deshonrarme! ¡Nada! ¡Trague usted quina, señor Capitán Veneno! ¡Los hombres deben ser hombres!
Angustias, que había salido ya de la alcoba, no se enteró del arrepentimiento y tristeza que se revolcaban bajo las ropas de aquel lecho.
Sin novedad alguna que de notar sea, transcurrieron otros quince días, y llegó aquel en que nuestro héroe debía de abandonar el lecho, bien que con orden terminante de no moverse de una silla y de tener extendida sobre otra la pierna mala.
Sabedor de ello el Marqués de los Tomillares, cuya visita no había faltado ninguna mañana a don Jorge, o, más bien dicho, a sus adorables enfermeras, con quienes se entendía mejor que con su áspero primo, le envió a éste, al amanecer, un magnífico sillón cama, de roble, acero y damasco, que había hecho construir con la anticipación debida.
Aquel lujoso mueble era toda una obra, excogitada y dirigida por el minucioso aristócrata; estaba provisto de grandes ruedas que facilitarían la conducción del enfermo de una parte a otra, articulado por medio de muchos resortes, que permitían darle forma, ora de lecho militar, ora de butaca más o menos trepada; con apoyo, en este último caso para extender la pierna, y con su mesilla, su atril, su pupitre, su espejo y otros adminículos de quita y pon, admirablemente acondicionados.
A las señoras les mandó, como todos los días, delicadísimos ramos de flores, además, por extraordinario, un gran ramillete de dulces y doce botellas de champagne, para que celebrasen la mejoría de su huésped. Regaló un hermoso reloj al médico y veinticinco duros a la criada, y con todo ello se pasó en aquella casa un verdadero día de fiesta, a pesar de que la respetable guipuzcoana estaba cada vez peor de salud.
Las tres mujeres se disputaron la dicha de pasear al Capitán Veneno en el sillón-cama: bebieron champagne y comieron dulces, así los enfermos como los sanos, y aun el representante de la medicina; el Marqués pronunció un largo discurso en favor de la institución del matrimonio, y el mismo don Jorge se dignó reír dos o tres veces, haciendo burla de su pacientísimo primo, y cantar en público (o sea delante de Angustias) algunas coplas de jota aragonesa.
Verdad es que desde la célebre discusión sobre el bello sexo, el Capitán había cambiado algo, ya que no de estilo ni de modales, a lo menos de humor..., ¡y quién sabe si de ideas y sentimientos! Conocíase que las faldas le causaban menos horror que al principio, y todos habían observado que aquella confianza y benevolencia que ya le merecía la señora de Barbastro iban trascendiendo a sus relaciones con Angustias.
Continúaba, eso sí, por terquedad aragonesa, más que por otra cosa, diciéndose su mortal enemigo, y hablándole con aparente acritud y a voces, como si estuviera mandando soldados; pero sus ojos la seguían y se posaban en ella con respeto, y si por acaso se encontraban con la mirada (cada vez más grave y triste desde aquel día) de la impávida y misteriosa joven, parecían inquirir afanosamente qué gravedad y tristura eran aquéllas.
Angustias había dejado, por su parte, de provocar al Capitán y de sonreírse cuando le veía montar en cólera. Servíalo en silencio, y en silencio soportaba sus desvíos, más o menos amargos y sinceros, hasta que él se ponía también grave y triste, y le preguntaba con cierta llaneza de niño bueno:
-¿Qué tiene usted? ¿Se ha incomodado conmigo? ¿Principia ya a pagarme el aborrecimiento de que tanto le he hablado?
-¡Dejémonos de tonterías, Capitán! -contestaba ella-. ¡Demasiado hemos disparatado ya los dos... hablando de cosas muy formales!
-¡Se declara usted, pues, en retirada!
-En retirada... ¿de qué?
-¡Toma! ¡Usted lo sabrá! ¿No se la echó de tan valiente y batalladora el día que me llamó indio bravo?
-Pues no me arrepiento de ello, amigo mío... Pero basta de despropósitos y hasta mañana.
-¿Se va usted? ¡Eso no vale! ¡Eso es huir! -solía decirle entonces el muy taimado.
-¡Como usted quiera!... -respondía Angustias encogiéndose de hombros. El caso es que me retiro...
-¿Y qué voy a hacer ahora aquí, solo, toda la santa noche? ¡Repare usted en que son las siete!
-Esa no es cuenta mía. Puede usted rezar, o dormirse, o hablar con mamá... Yo tengo que seguir arreglando el baúl de papeles de mi difunto padre... ¿Por qué no pide usted una baraja a Rosa y hace solitarios?
-¡Sea usted franca! -exclamó un día el impenitente solterón, devorando con los ojos las blanquísimas y hoyosas manos de su enemiga-. ¿Me guarda usted rencor porque, desde aquella mañana, no hemos vuelto a jugar al tute?
-¡Muy al contrario! ¡Alégrome de que hayamos dejado también esa broma! -respondió Angustias, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata.
-Pues entonces, alma de Dios, ¿qué quiere usted?
-Yo, señor don Jorge, no quiero nada.
-¿Por qué no me llama usted ya "señor Capitán Veneno"?
-Porque he conocido que no merece usted ese nombre.
-¡Hola! ¡Hola! ¿Volvemos a las suavidades y a los elogios? ¡Qué sabe usted cómo soy yo por dentro!
-Lo que sé es que no llegará usted nunca a envenenar a nadie.
-¿Por qué? ¿Por cobardía?
-No, señor; sino porque es usted un pobre hombre, con muy buen corazón, al cual ha puesto cadenas y mordazas, no sé si por orgullo, o por miedo a su propia sensibilidad... Y si no, que se lo pregunten a mi madre...
-¡Vaya! ¡vaya! ¡doblemos esa hoja! ¡Guárdese usted sus celebraciones, como se guarda sus manecitas de marfil! ¡Esta chiquilla se ha propuesto volverme al revés!
-¡Mucho ganaría usted en que me lo propusiera y lo lograra; pues el revés de usted es el derecho! Pero no estamos en ese caso... ¿Qué tengo yo que ver en sus negocios?
-¡Trueno de Dios! ¡Pudo usted hacerse esa pregunta la tarde que se dejó fusilar por salvarme la vida! -exclamó don Jorge con tanto ímpetu como si, en vez del agradecimiento, hubiese estallado en su corazón una bomba.
Angustias le miró muy contenta, y dijo con noble fogosidad:
-No estoy arrepentida de aquella acción; pues si mucho le admiré a usted al verlo batirse la tarde del 26 de marzo, más lo he admirado luego al oírlo cantar, en medio de sus dolores, la jota aragonesa, para distraer y alegrar a mi pabre madre.
-¡Eso es! ¡Búrlese usted ahora de mi mala voz!
-¡Jesús, qué diantre de hombre! ¡Yo no me burlo de usted ni el caso lo merece! ¡Yo he estado a punto de llorar, y he bendecido a usted desde lejos, cada vez que le he oído cantar aquellas coplas!
-¡Lagrimitas! ¡Peor que peor! ¡Ah, señora doña Angustias! ¡Con usted hay que tener mucho cuidado! ¡Usted se ha propuesto hacerme decir ridiculeces y majaderías impropias de un hombre de carácter, para reírse luego de mí, y declararse vencedora!... Afortunadamente, estoy sobre aviso, y tan luego como me vea próximo a caer en sus redes, echaré a correr, con la pierna rota y todo, y no pararé hasta Pekín! ¡Usted debe ser lo que llaman una coqueta!
-¡Y usted es un desventurado!
-¡Mejor para mí!
-Un hombre injustor un salvaje, un necio...
-¡Apriete usted! ¡Apriete usted! ¡Así me gusta! ¡Al fin vamos a pelearnos una vez!
-¡Un desagradecido!
-¡Eso no, caramba! ¡Eso no!
-Pues bien: ¡guárdese usted su agradecimiento, que yo, gracias a Dios, para nada lo necesito! Y, sobre todo, hágame el favor de no volver a sacarme estas conversaciones...
Tal dijo Angustias, volviéndole la espalda con verdadero enojo.
Y así quedaba siempre, de oscuro y embrollado, el importantísimo punto que, sin saberlo, discutían aquellos dos seres que se vieron por primera vez..., y que muy pronto iba a ponerse más claro que el agua.
El tan celebrado y jubiloso día en que se levantó el Capitán Veneno había de tener un fin asaz lúgubre y lamentable, cosa muy frecuente en la humana vida, según que más atrás, y por razones inversas a las de ahora, dijimos filosóficamente.
Estaba anocheciendo; el médico y el Marqués acababan de retirarse. Angustias y Rosa habían salido también, por consejo de la muy complacida guipuzcoana, a rezar una Salve a la Virgen del Buen Suceso, que aun tenía entonces su iglesia en la Puerta de Sol, cuando el Capitán, a quien ya habían acostado de nuevo, oyó sonar la campanilla de la calle, y que doña Teresa abría el ventanillo y preguntaba: ¿Quién es?; y que luego decía, abriendo la puerta: ¡Cómo había yo de figurarme que viniera usted a estas horas! ¡Pase usted por aquí!; y que una voz de hombre exclamaba, alejándose hacia las habitaciones interiores: Siento mucho, señora...
El resto de la frase se perdió en la distancia, y así quedó todo por algunos minutos, hasta que sonaron otra vez pasos, y oyóse al mismo hombre que decía, como despidiéndose: Celebraré que usted se mejore y tranquilice...; y a doña Teresa que contestaba: Pierda usted cuidado..., después de lo cual volvió a sentirse abrir y cerrar la puerta y reinó en la casa profundo silencio.
Conoció el Capitán que algún desagrado había ocurrido a la viuda, y hasta esperó que entrase a contárselo; pero al ver que no acontecía así, dedujo que el negocio sería de orden de los secretos domésticos, y abstúvose de interpelarla a voces, aunque le pareció oírla suspirar en el inmediato pasillo.
Volvieron a llamar a esto a la puerta de la calle, e instantáneamente la abrió Teresa, lo cual demostraba que no había dado un paso desde que se marchó la visita; y entonces se oyeron estas exclamaciones de Angustias:
-¿Por qué nos aguardabas con el picaporte en la mano? Mamá, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Por qué no me respondes? ¡Estás mala! ¡Jesús, Dios mío! ¡Rosa! ¡Ve corriendo y llama al doctor Sánchez! ¡Mi mamá se muere! Ven, espera, ayúdame a llevarla al sofá de la sala... ¿No ves que se está cayendo? ¡Pobre madre mía! ¡Madre de mi alma! ¿Qué tienes que no puedes andar?
Efectivamente: don Jorge, desde la alcoba, vio entrar en la sala a doña Teresa casi arrastrando, colgada del cuello de su hija y de la criada, y con la cabeza caída sobre el pecho.
Acordóse entonces Angustias de que el Capitán estaba en el mundo, y dio un grito furioso, encaróse con él y le dijo:
-¿Qué le ha hecho usted a mi madre?
-¡No! ¡No!... ¡Pobrecito! ¡El no sabe nada!... -se apresuró a decir la enferma con amoroso acento -me he puesto mala yo sola... Ya se me va pasando...
El Capitán estaba rojo de indignación y de vergenza.
-¡Ya lo está usted oyendo, señorita Angustias! -exclamó al fin en son muy amargo y triste-. ¡Me ha calumniado usted inhumanamente! Pero, ¡ah!, no... Yo soy quien me he calumniado a mí mismo desde que estoy acá. ¡Merecida tengo esa injusticia de usted! ¡Doña Teresa!... ¡No haga usted caso de esa ingrata y dígame que ya está buena del todo, o reviento aquí donde me veo atado por el dolor y crucificado por mi enemiga!
A todo esto la viuda había sido colocada en el sofá, y Rosa atravesaba la calle en busca del doctor.
-Perdóneme usted, Capitán -dijo Angustias-. Considere que es mi madre, y que me la he encontrado muriéndose lejos de usted, a cuyo lado la dejé hace quince minutos... ¿Es que ha venido alguno durante mi ausencia?
El Capitán iba a responder que sí, cuando doña Teresa había contestado apresuradamente:
-¡No! ¡Nadie!... ¿No es verdad que nadie, señor don Jorge? Estas son cosas de nervios..., vapores..., ¡vejeces, y nada más que vejeces! Ya estoy bien, hija mía.
Llegado que hubo el médico, y tan pronto como pulsó a la viuda (a quien media hora antes dejó tan contenta y en casi regular estado), dijo que había que acostarla inmediatamente, y que tendría que guardar cama algún tiempo hasta que cesase la gran conmoción nerviosa que acababa de experimentar... En seguida manifestó en secreto a Angustias y a don Jorge que el mal de doña Teresa radicaba en el corazón, de lo cual tenía completa evidencia desde que la pulsó por primera vez la tarde del 26 de marzo, y que semejantes afecciones aunque no eran fáciles de curar enteramente, podían conllevarse largo tiempo a fuerza de reposo, bienestar, alegría moderada, buen trato y no sé cuántos otros prodigios... cuya base principal era el dinero.
-¡El 26 de marzo! -murmuró el Capitán-. ¡Es decir, que yo tengo la culpa de todo lo que ocurre!
-¡La tengo yo! -dijo Angustias, como hablando consigo misma.
-¡No busquen ustedes la causa de las causas! -expuso melancólicamente el doctor Sánchez-. Para que haya culpa, tiene que procederse con intención, y ustedes son incapaces de haber querido perjudicar a doña Teresa.
Los dos amnistiados se miraron con angelical asombro, al ver que la ciencia se devanaba los sesos para sacar deducciones tan obvias o tan impías; y, fijando luego su consideración en lo que verdaderamente les importaba entonces, dijéronse a un mismo tiempo:
-¡Hay que salvarla!
Aquello era principiar a entenderse.
Así que se marchó el médico, y después de largo debate, se tomó el acuerdo de poner la cama de la viuda en el gabinete, que, como ya hemos dicho, estaba situado en un extremo de la sala, frente a frente de la alcoba ocupada por don Jorge.
-De esa manera -dijo la prudentísima Angustias-, podréis veros y charlar los dos enfermicos, y nos será fácil a Rosa y a mí atender a ambos desde la sala, la noche que a cada una nos toque velaros.
Aquella noche se quedo Angustias, y nada ocurrió de particular. Doña Teresa se sosegó mucho a la madrugada, y durmió cosa de una hora. El médico la encontró muy aliviada a la mañana siguiente; y, como pasó también el día cada vez más tranquila, la segunda noche se retiró Angustias a su cuarto después de las dos, cediendo a las tiernas súplicas de su madre y a las imperiosas órdenes del Capitán, y Rosa, se quedó de enfermera... en la misma butaca, en la misma postura y con los mismos ronquidos que veló a don Jorge la noche que lo hirieron.
Serían las tres y media de la mañana cuando nuestro caviloso héroe, que no dormía, oyó que doña Teresa respiraba con voz entrecortada y sorda.
-Vecina, ¿me llama usted? -preguntó don Jorge, disimulando su inquietud.
-Sí..., Capitán... -respondió la enferma-. Despíerte usted con cuidado a Rosa, de modo que no lo oiga mi hija. Yo no puedo alzar más la voz...
-Pero, ¿qué es eso? ¿Se siente usted mal?
-¡Muy mal! Y quiero hablar con usted a solas antes de morirme... Haga usted que Rosa lo coloque en el sillón de ruedas, y lo traiga aquí... Pero procure que no despierte mi pobre Angustias...
El Capitán ejecutó punto por punto lo que le decía doña Teresa, y al cabo de pocos instantes se hallaba a su lado.
La pobre viuda tenía una fiebre muy alta y se ahogaba de fatiga. En su lívido rostro se veía ya impresa la indeleble marca de la muerte.
El Capitán estaba aterrado por primera vez en su vida.
-¡Déjanos, Rosa!... pero no despiertes a la señorita Angustias... Dios querrá dejarme vivir hasta que amanezca y entonces la llamaré para que nos despidamos... Oiga usted, Capitán... ¡Me muero!
-¡Qué se ha de morir usted, señora! -respondió don Jorge, estrechando la ardiente mano de la enferma-. Esta es una congoja como la de ayer tarde... ¡Y, además, no quiero que se muera usted!
-Me muero, Capitán... Lo conozco..., inútil fuera llamar al médico... Llamaremos al confesor..., ¡eso sí!..., aunque se asuste mi pobre hija... Pero será cuando usted y yo acabemos de hablar... ¡Porque lo urgente ahora es que hablemos nosotros dos sin testigos!...
-¡Pues ya estamos hablando! -respondió el Capitán, atusándose los bigotes en señal de miedo-. ¡Pídame usted la poca y mala sangre con que entré en esta casa y la mucha y rica que he criado en ella, y toda la derramaré con gusto!...
-Ya lo sé... Ya lo sé, amigo mío... Usted es muy honrado, y nos quiere... Pues bien, mi querido Capitán, sépalo usted todo... Ayer tarde vino mi procurador, y me dijo que el Gobierno había decretado en contra el expediente de mi viudedad.
-¡Demonio! ¿Y por esa friolera se apura usted? ¡Me ha denegado a mí el Gobierno tantas instancias!
-Ya no soy Condesa ni Generala... -continuó la viuda-. ¡Tenía usted mucha razón cuando me escatimaba esos títulos!
-¡Mejor! ¡Yo no soy tampoco General ni Marqués, y mi abuelo era lo uno y lo otro! Estamos iguales.
-Bien; pero es el caso, que yo... yo... ¡Estoy completamente arruinada! Mi padre y mi marido gastaron, defendiendo a don Carlos, todo lo que tenían... Hasta hoy he vivido con el producto de mis alhajas, y hace ocho días vendí la última..., una gargantilla de perlas muy hermosa... ¡Rubor me causa hablar a usted de estas miserias!...
-¡Hable usted, señora! ¡Hable usted! ¡Todos hemos pasado apuros! ¡Si supiera usted los atranques en que a mí me ha metido el pícaro tute!
-¡Pero es que mi atranque no tiene remedio! Todos mis recursos y todo el porvenir de mi hija estaban cifrados en esa viudedad, que con el tiempo hubiera sido la orfandad de Angustias... Y hoy... la desgraciada no tiene porvenir ni presente, ni dinero para enterrarme... Porque ha de saber usted que el abogado que me asesoraba, herido en su orgullo, de resultas de haberlo desdeñado la chica, o deseoso de aumentar nuestra desgracia a fin de rendir la voluntad de Angustias y obligarla a casarse con él..., me envió anteanoche la cuenta de sus honorarios, al mismo tiempo que la fatal noticia... El procurador traía también la relación de los suyos y me habló un lenguaje tan cruel, de parte del abogado, mezclando las palabras desconfianza..., insolvencia..., ejecución, y yo no sé qué otras, que me cegué y no vi, tiré de la gaveta y le entregué todo lo que me pedía; es decir, todo lo que me quedaba, lo que me habían dado por la gargantilla de perlas, mi último dinero, mi último pedazo de pan... Por consiguiente, desde anteanoche es Angustias tan pobre como las infelices que piden de puerta en puerta... ¡Y ella lo ignora! ¡Ella duerme tranquila en este instante! ¿Cómo, pues, no he de estar muriéndome?... ¡Lo raro es que no me muriera anteanoche!
-¡Pues no se muera por tan poca cosa! -repuso el Capitán con sudores de muerte, pero con la mas noble efusión-. Ha hecho usted muy bien en hablarme... ¡Yo me sacrificaré viviendo entre faldas como un despensero de monjas! ¡Estaría escrito! Cuando me ponga bueno, en lugar de irme a mi casa, traeré aquí mi ropa, mis armas y mis perros, y viviremos todos juntos hasta la consumación de los siglos...
-¡Juntos! -respondió lúgubremente la guipuzcoana-. ¿Pues no oye usted que me estoy muriendo? ¿No lo ve usted? ¿Cree usted que yo le hubiera hablado de mis apuros pecuniarios, a no estar segura de que dentro de pocas horas me habré muerto?
-Entonces, señora... ¿qué es lo que quiere usted de mí? -preguntó horrorizado don Jorge de Córdoba-. Porque dicho se está que, para dispensarme el honor y el gusto de pedirme o encargarme que le pida a mi primo ese pobre barro que se llama dinero, no estará usted pasando tanta fatiga, sabiendo lo mucho que estimamos a ustedes, y conociéndonos como creo que nos conoce... ¡Dinero no ha de faltarle a ustedes nunca, mientras yo viva! Por tanto, otra cosa es lo que usted quiere de mí, y le suplico que, antes de decirme una palabra más, piense en la solemnidad de las circunstancias y en otras consideraciones muy atendibles.
-No le comprendo a usted, ni yo misma sé lo que quiero... -respondió doña Teresa con la sinceridad de una santa-. Pero póngase usted en mi lugar. Soy madre...; adoro a mi hija; voy a dejarla sola en el mundo; no veo a mi lado en la hora de la muerte, ni tengo sobre la faz de la tierra, persona alguna a quien encomendársela, como no sea usted, que, en medio de todo, le demuestra cariño... En verdad, yo no sé de qué modo podrá usted favorecerla... ¡El dinero solo es muy frío, muy repugnante, muy horrible!... ¡Pero más horrible es todavía que mi pobre Angustias se vea obligada a ganarse con sus manos el sustento, a ponerse a servir, a pedir limosna!... ¡Justifícase, por consiguiente, que, al sentir que me muero, le haya llamado a usted para despedirme, y que, con las manos cruzadas, y llorando por la última vez en mi vida, le diga a usted, desde el borde del sepulcro: "¡Capitán: sea usted el tutor, sea usted el padre, sea usted un hermano de mi pobre huérfana!... ¡Ampárela! ¡Ayúdela! ¡Defienda su vida y su honra! ¡Que no se muera de hambre ni de tristeza! ¡Que no esté sola en el mundo!... ¡Figúrese usted que hoy le nace una hija!"
-¡Gracias a Dios! -exclamó don Jorge dando palmotadas en los brazos del sillón de ruedas-. ¡Haré por Angustias todo eso y mucho más! ¡Pero he pasado un rato cruel, creyendo iba usted a pedirme que me casara con la muchacha!
-¡Señor don Jorge de Córdoba! ¡Eso no lo pide ninguna madre! ¡Ni mi Angustias toleraría que yo dispusiese de su noble y valeroso corazón! -dijo doña Teresa con tal dignidad, que el Capitán se quedó yerto de espanto.
Recobróse al cabo el pobre hombre y expuso con la humildad del más cariñoso hijo, besando las manos de la moribunda:
-¡Perdón! ¡Perdón, señora! ¡Yo soy un insensato, un monstruo, un hombre sin educación, que no sabe explicarse!... Mi ánimo no ha sido ofender a usted ni a Angustias... Lo que he querido advertir a usted lealmente, es que yo haría muy desgraciada a esa hermosa joven, modelo de virtudes, si llegase a casarme con ella; que yo no he nacido para amar ni para que me amen, ni para vivir acompañado, ni para tener hijos, ni para nada que sea dulce, tierno y afectuoso... Yo soy independiente como un salvaje, como una fiera, y el yugo del matrimonio me humillaría, me desesperaría, me haría dar botes que llegaran al cielo. Por lo demás, ni ella me quiere, ni yo la merezco, ni hay para qué hablar de este asunto. En cambio, ¡hágame usted el favor de creer, por esta primera lágrima que derramo desde que soy hombre, por estos primeros besos de mis labios, que todo lo que yo pueda agenciar en el mundo, y mis cuidados y mi vigilancia, y mi sangre, serán para Angustias, a quien estimo, y quiero, y amo, y debo la vida... y hasta quizá el alma! Lo juro por esta santa medalla que mi madre llevó siempre al cuello... Lo juro por... ¡Pero usted no me oye!... ¡Usted no me contesta! ¡Usted no me mira! ¡Señora! ¡Generala! ¡Doña Teresa!... ¿Se siente usted peor? ¡Ah, Dios mío! ¡Si me parece que se ha muerto! ¡Diablo y demonio! ¡Y yo sin poder moverme! ¡Rosa! ¡Rosa! ¡Agua! ¡Vinagre! ¡Un confesor! ¡Una cruz y yo le recomendaré el alma como pueda!... Pero aquí tengo mi medalla... ¡Virgen Santísima! ¡Recibe en tu seno a mi segunda madre! Pues, señor, ¡estoy fresco! ¡Pobre Angustias! ¡Pobre de mí! ¡En buena me he metido por salir a cazar revolucionarios!
Todas aquellas exclamaciones estaban muy en su lugar. Doña Teresa había muerto al sentir en su mano los besos y las lágrimas del Capitán Veneno, y una sonrisa de suprema felicidad vagaba todavía por los entreabiertos labios del cadáver.
A los gritos del consternado huésped, seguidos de lastimeros ayes de la criada, despertó Angustias... Medio se vistió, llena de espanto, y corrió hacia la habitación de su madre... Pero en la puerta halló atravesada la silla de ruedas de don Jorge, el cual, con los brazos abiertos y los ojos casi fuera de las órbitas, le cerraba el paso diciendo:
-¡No entre usted, Angustias! ¡No entre o me levanto, aunque me muera!
-¡Mi pobre mama! ¡Mi madre de mi alma! ¡Déjeme usted ver a mi madre!... -gimió la infeliz, pugnando por entrar.
-¡Angustias! ¡En nombre de Dios, no entre ahora! ¡Ya entraremos luego juntos!... ¡Deje usted descansar un momento a la que tanto ha padecido!
-¡Mi madre ha muerto! -exclamó Angustias, cayendo de rodillas junto al sillón del Capitán.
-¡Pobre hija mía! ¡Llora conmigo cuanto quieras! -respondió don Jorge, atrayendo hacia su corazón la cabeza de la pobre huérfana, y acariciándole el pelo con la otra mano-. ¡Llora con el que no había llorado nunca, hasta hoy, que llora por ti... y por ella!...
Era tan extraordinaria y prodigiosa aquella emoción en un hombre como el Capitán Veneno, que Angustias, en medio de su horrible desgracia, no pudo menos de significarle aprecio y gratitud, poniéndole una mano sobre el corazón...
Y así estuvieron abrazados algunos instantes aquellos dos seres que la felicidad nunca hubiera hecho amigos, y que la desgracia iba uniendo con lazos indisolubles.
Queda todavía por ver la fiera lucha que hubieron de entablar sus almas, cuando el fundente del dolor perdió fuerza y virtud, y alzaron otra vez la cabeza los caracteres respectivos con su fatalidad individual; las leyes sociales, con sus inflexibles preceptos, y el inveterado egoísmo de nuestro héroe, con sus tendencias antisociales.
¡Ya veis, lectores, si hay tela cortada para la última parte de la presente historia!... Permitidme, pues, otro momento de descanso.