El capitán Pamphile/Capítulo I

El capitán Pamphile
de Alejandro Dumas (padre)
I

Introducción con la ayuda de la cual el lector conocerá los principales personajes de esta historia y al autor que la ha escrito
II

Pasaba, en 1830, frente a la puerta de Chevet, cuando vi dentro de la tienda a un inglés que hacía dar vueltas hacia un lado y hacia otro a una tortuga cuyo precio regateaba con la evidente intención de, una vez que fuera suya, hacer con ella una turtle soup.

El aire de profunda resignación con que el pobre animal se dejaba examinar, sin siquiera intentar protegerse, entrando en su caparazón, de la mirada cruelmente gastronómica de su enemigo, me conmovió. Me invadió un repentino deseo de arrancarla de la olla, dentro de la cual estaban ya sumergidas sus patas traseras. Entré a la tienda, donde era muy conocido en aquella época, y, haciendo con los ojos una seña a Madame Beauvais, le pregunté si me había guardado la tortuga que había yo reservado la víspera.

Madame Beauvais me comprendió con esa rapidez de inteligencia que distingue a la clase mercante parisina, y, deslizando la bestia gentilmente de manos del comprador, la puso entre las mías, diciendo, con un acento inglés muy marcado, a nuestro insular, que la miraba boquiabierto:

—Perdone, milord, la pequeña tortuga... estar vendida al caballero desde esta mañana.

—¡Ah! —me dijo en muy buen francés el improvisado milord— ¿Es usted, señor, a quien pertenece esta encantadora bestia?

Yes, yes, milord —respondió Madame Beauvais.

—Pues bien, señor —continuó—, tiene ahí usted un pequeño animal que hará una excelente sopa. No me apena sino una cosa: que sea éste el único de su especie que posee en este momento la señora marchanta.

—Nosotros have la esperanza de recibir algunas otras mañana temprano —respondió Madame Beauvais.

—Mañana será demasiado tarde — respondió fríamente el inglés —; he dispuesto todos mis asuntos para volarme los sesos esta noche, y deseaba, antes de hacerlo, comer una sopa de tortuga.

Habiendo dicho esto, me saludó y salió.

—¡Por Dios! —me dije después de un momento de reflexión —Sería una lástima que un hombre tan galante no consiguiera su última voluntad.

Y me lancé fuera de la tienda gritando, al igual que Madame Beauvais:

—¡Milord! ¡Milord!

Pero no supe dónde había quedado el milord; me fue imposible ponerle las manos encima.

Regresé a casa muy pensativo: mi humanidad hacia una bestia se había convertido en una inhumanidad hacia un hombre. ¡Qué singular máquina es este mundo, donde uno no puede hacer el bien a uno sin el mal del otro!

Me dirigí a la calle Université, subí mis tres pisos y coloqué mi adquisición sobre la alfombra.

Se trataba, precisamente, de una tortuga de la especie más común: Testudo lutaria, sive aquarum dulcium, lo que quiere decir, según Linneo para los antiguos, y según Ray para los modernos, tortuga de pantano o tortuga de agua dulce.

Entonces, la tortuga de pantano o tortuga de agua dulce tiene, más o menos, en el orden social de los quelonios, el rango correspondiente a aquél que que tienen para nosotros, en el orden civil, los tenderos, y, en el orden militar, la guardia nacional.

Aquél era, en lo demás, el cuerpo más singular de tortuga que haya pasado las cuatro patas, la cabeza y la cola por las aberturas de un caparazón. Apenas se sintió sobre el suelo, me dio una prueba de su originalidad al correr derecho hacia la chimenea con una rapidez que le valió en ese instante el nombre de Gazelle, y al hacer grandes esfuerzos por pasar entre los alambres de la pantalla con el fin de llegar hasta el fuego, hacia donde el resplandor la atraía. Al fin, viendo, luego de una buena hora, que aquello que deseaba era imposible, tomó la decisión de quedarse dormida, no sin antes haber pasado la cabeza y las patas por una de las aberturas más cercanas al hogar, escogiendo así, para su particular placer, una temperatura de 50 a 55 grados de calor, aproximadamente; esto me hizo creer que, fuera vocación o fuera fatalidad, su destino era ser rostizada algún día, y que yo no había hecho sino cambiar su modo de cocción al retirarla del guisado de mi inglés para transportarla a mi habitación. Pero no anticipemos los eventos, la continuación de esta historia probará que no me había equivocado.

Como debía salir, y temía que algo malo le pasara a Gazelle, llamé a mi doméstico.

—Joseph —le dije una vez que apareció—, cuidarás a esta bestia.

Él se acercó con curiosidad.

—¡Ah, toma! —dijo— es una tortuga... eso aguanta un carro.

— Sí, lo sé, pero deseo que jamás te den ganas de experimentarlo.

—¡Oh! No le haría ningún mal —respondió Joseph, quien solía desplegar frente a mí sus conocimientos de historia natural—; la diligencia de Laon podría pasar sobre ella sin aplastarla.

Joseph citaba la diligencia de Laon porque él era de Soissons.

—Sí —dije yo—, ya creo que la gran tortuga de mar, la verdadera tortuga, Testudo mydas, podría aguantar ese peso; pero dudo que ésta, una especie más pequeña...

—Eso no quiere decir nada —respondió Joseph—: esa bestia es tan fuerte como un turco; y, mire usted, una carreta pasaría...

—Está bien, está bien... Le comprarás lechuga y caracoles.

—¡Toma! ¿Caracoles? ¿Acaso le duele el pecho? El amo con el que estaba antes de entrar a su servicio tomaba caldo de caracoles porque era físico. ¡Y bueno! Eso no le impidió...

Salí sin escuchar el resto de la historia. A mitad de la escalera, me di cuenta de que había olvidado el pañuelo; regresé de inmediato. Encontré a Joseph, que no me había oído entrar, haciendo el Apolo de Belvedere, un pie sobre la espalda de Gazelle y el otro suspendido en el aire, de modo que ni un gramo de las 130 libras que el muy gracioso pesaba fuera esquivado por la pobre bestia.

—¿Qué haces allí, imbécil?

—Se lo había dicho, señor —respondió Joseph, orgulloso de haberme probado, en parte, lo que aseguraba.

—Dame un pañuelo, y no toques jamás a ese animal.

—Aquí está, señor —me dijo Joseph, entregándome el objeto pedido—... pero no hay nada qué temer por ella... un vagón le pasaría por encima...

Huí lo más rápidamente posible, y no había bajado veinte escalones cuando escuché a Joseph cerrando mi puerta mientras decía entre dientes:

—¡Por Dios! Yo sé lo que digo... Y luego, además, puede verse, en la conformación de estos animales, que un cañón cargado de metralla podría...

Afortunadamente, el ruido de la calle me impidió escuchar el final de la maldita frase.

Por la noche, regresé tarde a casa, como es mi costumbre. A los primeros pasos que di en mi habitación, sentí que algo tronaba bajo mi bota. Levanté rápidamente el pie, recargando todo el peso de mi cuerpo sobre la otra pierna: el mismo crujido se escuchó de nuevo; creí que caminaba sobre huevos. Bajé mi bujía: mi alfombra estaba llena de caracoles.

Joseph me había obedecido puntualmente: había comprado lechuga y caracoles, y había puesto todo dentro de una cesta a la mitad de mi habitación. Diez minutos después, ya sea porque la temperatura del apartamento los había reanimado o porque el miedo de ser aplastados se apoderó de ellos, toda la caravana se había puesto en marcha, y aun había ya recorrido un buen trecho, lo que era fácil notar por los rastros plateados que habían dejado sobre la alfombra y sobre los muebles.

En cuanto a Gazelle, se había quedado en el fondo del cesto, cuyas paredes no había podido escalar. Sin embargo, algunas conchas vacías me probaron que la huída de los israelitas no había sido tan rápida como para que ella no hubiera podido hincar el diente a algunos de ellos antes de que tuvieran tiempo de atravesar el Mar Rojo.

Comencé de inmediato la revista minuciosa del batallón que maniobraba en mi habitación, por el cual poco me preocupaba ser atacado durante la noche; luego, tomando cuidadosamente con la mano derecha a todos los paseantes, los hice entrar, uno por uno, a su cuartel, que sostenía yo con la mano izquierda, cuya tapadera coloqué sobre ellos.

Al cabo de cinco minutos, me di cuenta de que, si conservaba ese desorden en mi habitación, corría el riesgo de no dormir ni un minuto; el ruido era como el de una docena de ratones en una bolsa de nueces. Decidí, entonces, llevarlo a la cocina.

Mientras lo hacía, pensaba que, al paso que iba Gazelle, la encontraría muerta de indigestión al día siguiente si la dejaba a mitad de una tienda de víveres tan copiosa; al mismo tiempo, y como por inspiración, me vino a la memoria cierta cuba que se encontraba en el patio, donde el restaurador de la planta baja limpiaba su pescado; éste me pareció tan maravilloso hospedaje para una Testudo aquarum dulcium, que juzgué inútil el romperme la cabeza buscándole otro, y, sacándola de su refectorio, la llevé directamente a su destino.

Rápidamente volví a subir y me quedé dormido, persuadido de que era yo el hombre más ingenioso y oportuno de Francia.

Al día siguiente, Joseph me despertó al amanecer.

—¡Oh, señor! ¡Mire usted qué gracia! —me dijo plantándose frente a mi cama.

—¿Qué gracia?

—La que su tortuga ha hecho.

—¿Cómo?

—Pues bien, ¿creerá usted que ha salido del apartamento, eso, no sé cómo... , que ha bajado los tres pisos y que ha ido a refrescarse al vivero del restaurador?

—¡Imbécil! ¿No has adivinado que he sido yo quien la ha puesto allí?

—¡Ah, bueno! Entonces ha hecho usted una bonita gracia.

—¿Y eso por qué?

—¿Por qué? Porque se ha comido la tenca, una tenca soberbia que pesaba tres libras.

—Ve a traerme a Gazelle y consígueme una balanza.

Mientras Joseph ejecutaba esta orden, yo fui a mi biblioteca y abrí mi Buffon en el artículo sobre la tortuga; quería asegurarme de que ese quelonio era ictiófago. Leí lo siguiente:

"Esta tortuga de agua dulce, Testudo aquarum dulcium (en efecto era ella), gusta sobre todo de los pantanos y aguas calmas; cuando se encuentra en un río o estanque, ataca indistintamente a todos los peces, aun a los más grandes; los muerde en el vientre, les hace una gran herida y, una vez que éstos se han agotado por la pérdida de sangre, los devora con gran avidez, no dejando más que las espinas, las cabezas y aun las vejigas natatorias, que llegan a veces a la superficie del agua".

—¡Diablos! ¡Diablos! —dije— El restaurador tiene de su lado a Monsieur de Buffon: lo que dice bien podría ser cierto.

Me encontraba meditando sobre la probabilidad del incidente cuando Joseph entró sosteniendo a la acusada en una mano y la balanza en la otra.

—Mire —me dijo Joseph—, esta clase de animales come mucho, para mantener sus fuerzas, y sobre todo pescado, porque es muy nutritivo; ¿cree usted que sin eso podría soportar un carro? Verá, en los puertos, los marineros son gente robusta: es porque no comen más que pescado...

Interrumpí a Joseph.

—¿Cuánto pesaba la tenca?

—Tres libras: el hombre reclama nueve francos.

—¿Y Gazelle la ha comido entera?

—¡Oh! No ha dejado más que la espina, la cabeza y la vejiga.

—¡Eso es correcto! Monsieur de Buffon era un gran naturalista. Sin embargo —continué en voz baja—, tres libras... me parece demasiado.

Coloqué a Gazelle en la balanza; no pesaba sino dos libras y media con su caparazón.

Del experimento resultaba, no que Gazelle fuera inocente de la acusación que se le hacía, sino que el crimen había sido cometido sobre un cetáceo de un volumen más mediocre.

Parece que ésa fue también la opinión del hombre, pues pareció muy contento con la indemnización de cinco francos que le di.

La aventura de los caracoles y el incidente de la tenca me volvieron menos entusiasta de mi nueva adquisición, y, puesto que el azar hizo que me encontrara ese mismo día con uno de mis amigos, hombre original y genial pintor, quien en aquella época hacia de su atelier una casa de fieras, le anuncié que al día siguiente aumentaría su colección con un nuevo ejemplar perteneciente a la estimable categoría de los quelonios, lo que pareció emocionarlo mucho.

Gazelle durmió en mi habitación esa noche, que transcurrió tranquilamente, dada la ausencia de caracoles.

Al día siguiente, Joseph llegó a mi habitación. Como de costumbre, enrolló el tapete de mi cama, abrió la ventana y se puso a sacudirlo para deshacerse del polvo; en ese mismo instante dio un gran grito y se inclinó fuera de la ventana, como si hubiera querido precipitarse.

—¿Qué sucede, Joseph? —dije aún medio dormido.

—¡Ah, señor! Sucede que su tortuga estaba acostada sobre el tapete, yo no la vi...

¿Y...?
Y, ¡Dios mío!, sin hacerlo a propósito, la he arrojado por la ventana.
¡Imbécil!

¡Toma! —dijo Joseph, cuyos voz y rostro recuperaban una expresión de serenidad definitivamente tranquilizadora— ¡Toma! Está comiendo una col.

En efecto, la bestia, que por instinto había metido todo su cuerpo dentro de la coraza, había caído por casualidad sobre un montón de conchas de ostra, cuya movilidad había amortiguado el golpe; enseguida, encontrando a su alcance una verdura de su gusto, había sacado la cabeza del caparazón, y se ocupaba de su desayuno tan tranquilamente como si no acabara de caer de un tercer piso.

—¡Ya se lo decía yo, señor! —repetía Joseph felizmente—. Yo se lo decía, que a esos animales nada les hacía daño. Y bueno, mientras come, verá usted, un carro le pasaría por encima...

—No importa. Baja rápido y ve a buscarla.

Joseph obedeció. Durante ese tiempo, yo me vestí, lo que terminé de hacer antes de que Joseph reapareciera; bajé entonces a buscarlo, y lo hallé perorando en medio de un círculo de curiosos, a los cuales explicaba lo que acababa de ocurrir.

Le quité a Gazelle de las manos, me metí en un cabriolé que me dejó en el barrio de Saint-Denis, número 109, subí cinco niveles y entré en el atelier de mi amigo, que se encontraba pintando.

Alrededor suyo había un oso acostado sobre la espalda que jugaba con un leño, un mono sentado sobre una silla que arrancaba, uno tras otro, los pelos de un pincel, y, dentro de un tarro, una rana sentada sobre el tercer peldaño de una escalera con ayuda de la cual podía subir a la superficie del agua.

El nombre de mi amigo era Decamps, el del oso era Tom, el del mono era Jacques I y el de la rana era Mademoiselle Camargo.