El cantor errante
Chasca avanzaba silenciosamente por el borde de los sembríos. El cielo principiaba a oscurecer. El Sol habíase dormido sobre el mar lejano, y él debía estar en el Castillo entrada la noche. Tenía prisa para poder hacer la caminata en seis horas. Como tuviera que saltar muchas vallas, Chasca salió de los sembrados y se internó por su sendero poco traficado; sin embargo iba encontrándose en el camino con gañanes rezagados que caminaban a prisa, temerosos de llegar a sus terrados demasiado tarde.
Bien pronto tuvo que ocultarse para no encontrarse con un grupo numeroso que comentaba la cacería de Makta-Sumac. Los hombres acaloradamente discutían y hablaban de los destinos y de los oráculos, Chasca salió cuando hubo pasado el último quechua. Ya era de noche y el silencio reinaba en todo el Imperio. El viejo guerrero caminaba de prisa. Tenía que concluir el sendero y cortar luego hacia el lado del río, luego subir por el camino de la orilla hasta el puente y pasarlo, para internarse en el vallecito en cuyo fondo se elevaba el castillo del noble joven.
Al acercarse al río, principió a percibirse el ruido del agua desgarrándose entre los peñascales y, serpenteando entre ese ruido, un eco apenas perceptible, suave como un suspiro, el eco de una música lejana. Chasca no reparó; mas, a medida que se acercaba a la caja del río, las notas, entre el ruido rocalloso, se hacían más perceptibles. Era como un quejido sin reproches, un dulce lamento, un dolor supremo e inconsolable, que llegaba a los ojos y les robaba lágrimas, que se filtraba entre los huesos y abría el pecho a todos los dolores pasados.
A medida que Chasca avanzaba, lo envolvía sin quererlo, esa música evocadora, inconsciente; evocaba el indio guerrero sus pasados dolores y sus lejanas y tristes alegrías esfumadas ya; veía pasar sus años de niño, jugando en los moldes de tierra junto al arroyo que humedecía la heredad; veía desfilar con sus padres a sus amigos niños, luego su ingreso en la Escuela de las Armas, su viaje en los ejércitos del Cuntisuyu y con el noble Huayna-Cápac, sus hazañas guerreras, sus títulos, dados por el Inca, de general del Imperio, sus amores muertos, sus riquezas amontonadas, sus mujeres olvidadas o muertas y sus setenta raymis noblemente llevados y respetados en el Imperio. El nunca se había acordado de su vida pasada. Tenía el presentimiento del futuro, mas ahora ese sonido de flauta lejana, en una noche de sacrificio a la Luna, en medio de un campo silencioso y grande, le hacían pensar y le obsesionaban.
¿Era su alma, dispuesta al dolor, que se impresionaba con un cantar de guerra? ¿Era un gran artista capaz de hacerlo sentir y provocar esas sensaciones?... A ser lo último, éste sólo podría ser Llakatan Manay[1], el flautista cuyas notas hacían enfermar el alma. Pero él no estaba en el Imperio y quizá si ni en el mundo; mas ¿quién si no él, podría hacer sonar una flauta como ahora sonaba?... La quena se había detenido y la Luna estaba ahora en nubarrones opacos y siniestros. Chasca adivinaba el camino entre las peñas y saltaba hábilmente; pero, al llegar al río, divisó sobre unos peñones de la parte más alta una figura humana. Se acercó a unos veinte pasos, y cuando observaba desde los arbustos y las hojas silvestres, la luna, cayendo de lleno sobre el hombre, lo iluminó como una lluvia de plata, cayó sobre su desgreñada cabellera, se escurrió sobre las telas de sus hombros, hizo líneas de sombra en los pliegues del vestido deshecho y proyectó su cuerpo sobre la enorme peña. El hombre miraba a la profundidad del río que se extendía a sus pies como un enorme chorro de plata; mas, al ver la luz, volvió a llevar a sus labios la flauta, rasgaron los carrizos el silencio de la noche, y las notas doloridas fueron posándose sobre las cosas, mientras, abajo, el río seguía despeñándose, bajo la luz silente de la luna. El desconocido dejó oír su canción:
- Quena que cantas mi dolor,
- flauta que lloras mi canción:
- esta mañana,
- fresca y lozana,
- se marchó al monte
- y se perdió en la vana
- curva del horizonte.
- Yo la busqué en el carrizal
- ¡pero no estaba!...
- Tal vez fue el puma que manchó
- de sangre roja como el sol
- su blanco traje,
- cuando soñaba por su mal
- bajo las frondas del paisaje.
- Yo desde entonces con mi amor
- la voy buscando
- flauta que cantas mi dolor
- quena que lloras mi canción,
- seguid sonando...
Chasca se había acercado insensiblemente hasta Llaktan, y cuando el joven hubo terminado, volvióse a Chasca, que le decía suavemente, como si musitara una oración ante su ídolo:
–Hábil artista, el único que ha hecho llorar al Inca, el que sin báculo y sin carga sentóse en el palacio de los hijos del Sol, predilecto de los príncipes, ensueño dulce de las vírgenes del reino, ¿cuándo volviste de tu viaje?... Decían los pastores que el Padre Sol te arrebató de su Imperio para que tocases en sus divinas mansiones. Decían las mujeres del Norte que la Luna te había desterrado, para que no hicieras morir de dolor a los hombres con tu canto... Los pescadores decían que te habían visto vagar de noche en la luz de la Luna; los labriegos, que los pájaros, celosos de tu canto, te habían sacado los ojos; los guardianes del Amaru-cancha[2]decían que al oír tu música te habían seguido las serpientes y te habían devorado. ¿Por qué estás triste y lloras junto al río?...
–Grande es mi tristeza, noble anciano. Nadie podrá comprender mi dolor. La música es el llanto. Imagínate, si eres pastor, haber perdido como Thalmay, tu rebaño en las nieves; si labrador, piensa que has dejado al dormir el Sol, tus maizales frescos y hermosos y que a la nueva luz los encontraste helados y muertos... Esos son pequeños dolores...
–Llaktan, tu padre era triste, tú eres melancólico; él amó con entusiasmo, tú amas con desesperación; obsequioso era él, pródigo fuiste tú, ¿qué alma tan grande tienes que recorres el mundo y desechas honores y riquezas?... ¿Qué llevas en el pecho que te quema tanto? ¿Qué incendio interior se revela en tus ojos?...
"–Yo amaba mi arte, pero no era mi arte; amaba el placer, pero el placer no era. Amo el dolor y el silencio; el dolor y el silencio son".
–El Sol ha de serenar tu alma, divino Errante...
–¡El Sol! ¿Sabes tú acaso, ingenuo pastor, o viejo noble, o alfarero que seas, sabes tú si somos los únicos hijos del Sol? ¿Tú sabes si cuando se oculta en las noches va a visitar otros reinados? El amauta Ticti, el que lo aprisionaba en su castillo, el que anunciaba su color, sus tristezas y sus luchas con las otras deidades, se lo contó a mi padre: el Sol tiene otros hijos... otros hijos y otros reinos... otros hijos que vendrán! ... ¡Sólo ella no vendrá! ...
–¿Por qué blasfemas?... Nada ha dicho el oráculo... Chasca te asegura que no hay tal cosa... ¡ Serénate!...
–¿Chasca?... Noble general, tú lo sabes también, porque tú fuiste general del gran rey, tú fuiste a su lado en los combates. ¡Chasca, noble general de Huayna Cápac, tú lo sabes también! ...
Y volvió a cantar:
- ...esa mañana,
- fresca y lozana,
- se marchó al monte
- y se perdió en la vana
- curva del horizonte.
Chasca habíase alejado y las canciones del artista iban a morir lejanamente. El noble guerrero apretó el paso para llegar al puente de mimbre. La Luna se elevaba, más blanca que nunca, como un copo de nieve que burlando el peso, surgiera de los montes azules. Poco a poco se fue perdiendo la voz de la quena y ya, entre los bosques del castillo, escuchó Chasca los últimos acordes de aquella alma de dolor que lloraba, bajo la luna:
- ...tal vez el puma que manchó
- de sangre roja como el sol
- su blanco traje
- cuando soñaba por su mal
- bajo las frondas del paisaje...
El guerrero vencida casi la noche y la distancia, con una tristeza y un presentimiento infinitos, se dio prisa, perdióse en el bosque en cuyo centro se elevaba el castillo y entre las hierbas y las trepadoras que se arrastraban sobre la huaca y lamían los muros de granito.