El canónigo del taco
Allá por los años de 1834 a 1835 andaba el general D. José Luis de Orbegoso, presidente constitucional de la República, casi siempre a salto de mata. Entre bermudistas y gamarristas lo traían como a berrendo con colgandijos de fuego.
Dios no fundió a Orbegoso en el molde en que funde a los hombres que crea para el gobierno y las trapisondas políticas. D. José Luis, sin ser un mandria, que no lo fue, nació sólo para las dulzuras del hogar; y ya se sabe que todo buen paterfamilias tiene que ser, cuando se mete a gobernar la patria, el conductor más a propósito para desbarrancarla. De puro bueno, Orbegoso nos trajo la intervención boliviana y los cadalsos de Salaverry y sus ocho compañeros, y por fin él y Santa Cruz fueron el pretexto para la expedición chilena. Hasta en una de sus proclamas, que existe impresa, le cuenta Orbegoso a la nación como si ésta tuviera por qué regocijarse con la noticia y encender luminarias, que tiene once hijos. ¡Bonita cifra! Para poblar un desierto era impagable su excelencia.
Y para que no se nos crea bajo la fe de nuestra honrada palabra, apelamos al testimonio del deán Valdivia, quien en su libro Historia de las revoluciones de Arequipa, dice que a tal extremo llevaba Orbegoso la manía de contar que era padre de once hijos, que en cierta junta de guerra (a que concurrió Valdivia) en que se trataba de cosas muy trascendentales y decisivas, salió su excelencia con el despapucho consabido. El general D. Ramón Castilla, que era un soldado cascarrabias y de ocurrencias peregrinas, lejos de halagar la pantorrilla (que con ser trujillana era de suyo más gruesa que la de nosotros los limeños) de su presidente, lo interrumpió diciendo: «Paréceme que mientras otros nos hemos ocupado de hacer patria, vuecelencia no se ha ocupado sino en fabricar muchachos; pues, venga o no a pelo, nos habla de ellos en cartas, y en brindis y en discusiones serias como la actual». Añade el respetable deán que Orbegoso se puso pálido, se mordió los labios y cambió de tema.
Pero algún dejo amargo debió quedarle en el alma al robusto padre de los once nenes, porque pocos días más tarde halló pretexto para desterrar a Castilla.
Orbegoso era el ídolo de las limeñas, y con razón. No ha tenido hasta hoy el Perú gobernante de más gallarda figura. Alto, vigoroso, de bella y aristocrática fisonomía, elegante en el vestir, de agraciados modales y agudo en la conversación familiar, habría sido un D. Juan Tenorio si Dios lo hubiera hecho mujeriego. D. José Luis no era amigo de cazar en vedado. Bastábale y sobrábale con la costilla complementaria que recibiera de manos del párroco, y se sonreía cuando al salir de una fiesta de catedral, adornado con la banda bicolor, insignia del mandatario, lo rodeaban las tapadas, murmurando casi a sus oídos:
-Es un buen mozo a las derechas.
-Es un hombre que llena el ojo.
-¡Dios lo guarde a mi niño Orbegoso!-añadía alguna mulata de convento-. ¡Es lindo como un San Antoñito!
Y Orbegoso aguantaba piropos a quemarropa y se dejaba querer, hasta que a la postre las limeñas se aburrieron de sus desdenes y trataron de explicarse el porqué su excelencia era de cal y canto para con ellas.
Parece que a D. José Luis no le disgustaba el licorcillo aquel que en tan mal predicamento puso al padre Noé, y las despechadas mujeres dieron de repente en decir:
-¡Qué caso nos ha de hacer ese baboso borrachín! ¡Como no somos limetas de aguardiente!... ¡Qué buen mozo tan mal empleado!
Vean ustedes cuán cierto es que las hijas de Eva hacen y deshacen reputaciones. El austero, el moralísimo y, si ustedes me permiten la palabra, el bonachón de D. José Luis de Orbegoso pasará a la historia con el calificativo de mono bravo. ¿Y por qué? Por haber hecho ascos a femeniles carantoñas.
La lógica de Cupido es fatal. «El que no ama a las bellas es porque ama a las botellas».
II
editarCura de Concepción, en la provincia de Jauja, era por aquellos años el Sr. Pasquel, dignísimo sacerdote que, andando los tiempos, ocupó alta jerarquía eclesiástica. Cierto que no tuvo en el cerebro mucho de lo de Salomón; pero era un celoso pastor de almas, fiel cumplidor de sus deberes y de moralidad tan acrisolada que jamás pecó contra el sexto mandamiento.
Al pasar Orbegoso por Concepción alojose en casa del cura, que había sido su amigo de la infancia y con quien se trataba tú por tú. El señor Pasquel echó el resto, como se dice, para agasajar a su condiscípulo el presidente y comitiva.
Entre los acompañantes de su excelencia había algunos militares del cuño antiguo que sazonaban la palabra con abundancia de ajos y cebollas, lo que traía alarmado al pulcro cura de Concepción, temeroso de que se contagiasen sus feligreses y saliesen a roso y belloso escupiendo interjecciones crudas.
Una noche en que platicaba íntimamente con Orbegoso, agotado ya el tema de las reminiscencias infantiles, habló el Sr. Pasquel de lo conveniente que sería dictar ordenanzas penando severamente a los militares que echasen un terno. Riose su excelencia de las pudibundas alarmas del buen párroco, y díjole:
-Mira, curita, así como a ustedes no se les puede prohibir que digan la misa en latín, lengua que ni el sacristán les entiende, tampoco se puede negar al soldado el privilegio de hablar gordo. Muchas batallas se ganan por un taco redondo echado a tiempo; y para quitarte escrúpulos, te empeño palabra de hacerte canónigo del coro de Lima el día en que te oiga echar en público un... culebrón retumbante.
Como hasta en el pecho de los santos suele morder el demonio de la ambición, diose a cavilar el Sr. Pasquel en que una canonjía metropolitana es bocado suculento, y que de canónigo a obispo no hay más que una pulgada de camino, como diz que dice el abate Cucaracha de la Granja, a quien mis choznos verán mitrado.
Al siguiente día, con el pie ya en el estribo y rodeado de edecanes y demás muchitanga que forma el obligado cortejo de un presidente republicano, despedíase Orbegoso de su condiscípulo el cura. Éste, que había meditado largo y resuéltose a ser canónigo, le dijo:
-Conque, José Luis, eso de la canonjía ¿es verdad o bufonada?
-Lo dicho, dicho, curita; pero no hay canonjía sin un taco enérgico. Conque decídete, que el tiempo vuela y hay muchos niños para un trompo.
El señor cura se puso carmesí hasta lo blanco de las uñas, cerró los ojos y exclamó:
-¡Qué cara... coles! ¡Hazlo, si quieres; y si no, déjalo!
Y después de lanzada la tremenda exclamación, el Sr. Pasquel, escandalizado, asustado del taco redondo que sus sacerdotales labios acababan de proferir, corrió a encerrarse en su cuarto y cayó de rodillas dándose golpes de pecho.
III
editarQuince días más tarde llegaba a Concepción un posta y apeose a la puerta de la casa parroquial.
Orbegoso había cumplido su palabra y el Sr. Pasquel era canónigo.
Pero por lo mismo que en el Sr. Pasquel había mérito y virtudes que lo hacían digno hasta de la mitra, encontró émulos en sus compañeros de coro, que lo bautizaron con el apodo de el canónigo del taco.