El camposanto

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera,

más que duró lo que vio,

porque todo ha de pasar

por tal manera.


Jorge Manrique.


Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad. Con efecto ¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras! Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría.

Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos, me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél. A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...

Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.

Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.

Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.

-¡Y qué! decía yo; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber? «Aquí yace el excelentísimo señor duque de...» ¿Será verdad?


Al que de un pueblo ante sus pies rendido

Vi aclamado, en la casa de la muerte

Le hallo ya entre sus siervos confundido.


¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú, desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?... ¡Adulación, adulación por todas partes!... «Aquí yace don... arrebatado por una enfermedad a los 87 años...» ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte... Pero allí veo sobre una lápida un genio apagando una antorcha; sin duda uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez, Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las sepulturas de la multitud.

Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... Nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.

-Buenos días, amigo.

-«Buenos días», me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente. «¿Qué quería usted?» añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.

-Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.

-Si no es más que eso, véalo usted; pero algo más será.

-No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?

-Y tanto como tiene. ¡Ay señor! nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo.

Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.

-¡Qué quiere usted! contesté al sepulturero, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.

-A la verdad que es sin razón, pues ya conoce usted, caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... recorra usted todos los patrios, no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.

Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...

-«¡Qué lástima!, me dijo José: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita, ¡qué buena moza!...» y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:

-«¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!»

Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.

Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio: este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...

-¿Cómo se llamaba?

-Don...

-¿En qué año murió?

-En 1820.

-¿Ha pagado usted renuevo?

-No; ni nadie me lo ha pedido.

-Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.

-¿Cómo?

-Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.

-¿Y por qué no se me ha informado de ello?

-Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que..., pero entremos en la capilla y veremos los registros.

En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261.»

Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado por una ignorancia reprensible del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!... Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está»; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.

Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguíle con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: -Vea usted desde aquí, me dijo, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto! -y parecía complacerse en mirarlo... Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... -¡qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...

Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,

«Mihi frigidus horror membra quatit gelidusque coit formidine sanguis.»

Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntéle de quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había un amigo que le acompañase a su última morada!...

Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.

(Noviembre de 1832.)

Nota

El Campo Santo. -Desde que en el reinado del señor don Carlos III, y por real cédula de 3 de abril de 1787 se mandó la fabricación de cementerios extramuros de las ciudades con el objeto de sepultar los cadáveres que hasta entonces se enterraban en las iglesias, con grave detrimento de la salud pública, pasaron muchos años (todos los que formaron el reinado de Carlos IV), sin que la capital del reino tratase de dar el ejemplo de esta importantísima reforma, y de cumplir lo preceptuado por la ley. Siguióse, pues, la perniciosa costumbre inmemorial de los enterramientos en las bóvedas y templos, hacinando en ellos los cadáveres sin precaución alguna, y siguieron también de tiempo en tiempo las repugnantes e indecorosas mondas o extracciones de aquellos restos mortales, de que recordamos haber oído a algunos ancianos tan animadas como nauseabundas descripciones, especialmente de la que se hizo en la parroquia de San Sebastián por la calle inmediata en 1805, y que según nuestros cálculos y noticias llevó envueltos en ella los preciosos restos del gran Lope de Vega. -Para destruir aquella inveterada costumbre, y para reducir al silencio la terrible y obstinada oposición que la hipocresía, las preocupaciones o el interés egoísta presentaban a la construcción de cementerios, fue necesario que el gobierno de José Napoleón tomase a su cargo la conclusión del primero de los generales (el de la puerta de Fuencarral) y verificada ésta en 1809, y poco tiempo después el de la puerta de Toledo, prohibióse enérgicamente todo otro enterramiento que no fuese aquéllos; y en obsequio de la verdad y de aquel ilustrado aunque intruso gobierno, debe reconocerse que no fue esta sola la mejora que logró establecer en nuestra policía administrativa.

Por desgracia la construcción de los cementerios según los planes del arquitecto Villanueva, adoleció a nuestro entender desde el principio de una mezquindez y prosaísmo sumos, siendo tanto más de lamentar cuanto que estos primeros Campos Santos, imitados después en otros puntos de las afueras de Madrid y en las capitales y pueblos notables de España, han servido, puede decirse, de modelo o pauta de esta clase de construcción entre nosotros, estableciéndose en consecuencia la ridícula costumbre, no de enterrar, sino de emparedar los cadáveres en los muros de cerramiento alrededor de grandes patios desnudos de todo adorno y de vegetación. -No tuvo tal vez presente Villanueva el reciente ejemplo de la capital francesa que en los primeros años del siglo dedicó a este objeto el extendido jardín conocido por el del P. Lachaise; ni los demás de esta clase que se admiran en otros pueblos extranjeros; o no pudo disponer de terreno suficientemente extenso, bien situado, y con agua abundante para la plantación; la idea exagerada (a nuestro entendimiento) de que había de construirse precisamente en las alturas al N. de la capital, el gusto demasiado clásico y amanerado de dicho arquitecto, y la estrechez de miras o indiferencia del Ayuntamiento de Madrid, fueron tal vez las causas de semblante construcción; y sin duda el no querer perjudicar a los fondos de las iglesias en los derechos que percibían por la custodia de los cadáveres, dio lugar a que la Villa de Madrid no tomase, como hubiera debido, a cargo suyo el establecimiento de los cementerios con toda la amplitud y decoro que exigen la religiosidad, y la cultura del vecindario. El clero, por su parte, que nunca miró con buenos ojos su establecimiento, no cuidó de decorarlos ni engrandecerlos, a pesar del inmenso producto que obtiene del alquiler de aquellos mezquinos corrales, producto que raya en una suma considerable y que hubiera podido servir, no sólo a la formación de grandes y aun magníficos cementerios, sino que en otros pueblos bien administrados se aplica también al sostenimiento de hospitales y establecimientos de Caridad.

A tanto llegó el abandono y desidia de la visita eclesiástica y fábricas parroquiales, y era por los años de 1832 tan mezquino el aspecto de este cementerio y del otro general de la puerta Toledo, que varias cofradías o congregaciones religiosas pensaron en emprender por su cuenta la formación de otros parciales. Así lo habían hecho ya anteriormente las sacramentales de S. Pedro y S. Andrés y la de S. Salvador y S. Nicolás, y fueron imitadas luego por las de S. Sebastián, S. Luis, S. Ginés, S. Miguel, S. Martín, San Justo, etc. Y mejorando algún tanto las condiciones de construcción y adorno (aunque siempre siguiendo el mezquino sistema de emparedamientos), han conseguido la preferencia de la parte más acomodada de los feligreses; y disponiendo y tolerando algún mayor adorno en los frentes de las sepulturas, en los panteones y galerías, y aun en el centro de los patios con plantaciones, aunque escasas, de arbustos y flores, han empezado a dar a los suyos (especialmente al de San Luis y San Ginés) aquel aspecto decoroso e imponente que a par que convida a la oración y al ruego por las almas de los que fueron, da una idea más noble de la cultura y de la religiosidad de la generación actual.