El camino hacia el sol
- Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.
Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:
–Viracochay...
Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.
–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!
El mensajero llegó a la plaza, abriéronle camino, y los alcahuizas lo introdujeron a la casa del Curaca. Entonces supo Sumaj que en la tarde había llegado un chasqui; que habían sido llamados precipitadamente los amautas; que, aunque los sacerdotes no habían dicho nada, en el pueblo se sabía que enemigos poderosos y extraños habían invadido el Imperio; que eran hombres raros, hijos del mar y del demonio; que la profecía de Huaina Cápac iba a cumplirse; que el bastardo Atahuallpa estaba preso; que los invasores habían asesinado al Inca Huáscar, saqueando el Cuzco y llevándose los tesoros del templo y los palacios; que sabiendo que allí, en la ciudad, los había, iban a invadirla y asolarla.
Sumaj entró en la casa del Curaca, entre las filas de alcahuizas. El noble joven presentía un peligro inmediato e inexorable. En la plaza la inquietud aumentaba. A gritos se comentaban sucesos inverosímiles. Creían algunos que la invasión de los extranjeros era encabezada por el mismo Atahuallpa, el bastardo, que había llamado en su auxilio a los hijos del diablo, para vencer a su hermano Huáscar. Se contaban anécdotas de sus infernales planes. Se recordaba que el demonio lo había convertido en culebra para que escapara de su prisión en Tumeypampa, donde fuera vencido por los ejércitos de su hermano. Algunos empezaron a llamar al Curaca a grandes voces y crecía el clamoreo de la muchedumbre cuando surgió otro grito que heló la sangre y paralizó toda acción:
–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!
El mensajero, en lo alto de la calle del Chinchaysuyo, venía con los brazos extendidos y pronto sus lamentaciones cayeron como rayos en el pueblo reunido.
–¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Desgracia!
Entonces la confusión fue espantosa. Atropellábanse las gentes, corrían unos a sus casas, llamábanse otros a grandes voces, las muchedumbre se mecía como una inmensa ola y un sordo clamor, mezclado de gritos, lamentaciones y llanto invadió la plaza. Quejábanse las mujeres con sus niños atados a la espalda, nombraban los padres a los hijos, buscábanse a la distancia en la confusión, y nadie podía salir de aquel laberinto sonoro. Las espantadas gentes sólo pronunciaban, pálidas y transformadas por el terror, una sola frase:
–Los hijos de Supay... Los extranjeros...
En ese instante salieron de la casa del Curaca los Amautas, y hablaron al pueblo desde la escalinata del edificio. Un silencio trágico invadió el ambiente y entonces el Tucuiricuc, el mensajero del Inca, que visitaba ocasionalmente aquel ayllo, dijo:
–Hijos del Sol, el Imperio está en peligro. Se ha cumplido el oráculo. La ciudad sagrada ha sido destruida por los extranjeros. El Inca, el padre de los hombres, el hijo del Sol, ha sido asesinado, por los hijos de Supay...
No pudo continuar. Un sordo clamor se elevó al cielo. Gritos de dolor salieron de todas las bocas. Arrojábanse al suelo las mujeres y lloraban desesperadamente. Mesábanse los cabellos, maldecían a los extranjeros y por un largo espacio de tiempo sólo se oyó el enorme sollozo de aquella multitud que se sentía herida por las extrañas fuerzas de un destino adverso. El Tucuiricuc continuó:
–Ya no tenemos Inca. Es preciso buscar el amparo del Sol. Los enemigos vienen. Llegarán pronto. Preparad vuestros menesteres y esperad las órdenes del Curaca y del Consejo.
Entonces descendieron los camayocs y con gran trabajo dispusieron que cada grupo volviera a su barrio. Dieron órdenes, y cuando el Sol se ocultó, la plaza del Inti se encontraba desierta. Aquel día no ardieron los mecheros, la sombra invadió toda la ciudad y sólo se veía cruzar a ratos a mensajeros de prisa, a soldados, y a uno que otro noble. Sólo en la cúspide del cerro sagrado que dominaba el pueblo ardieron fogatas y se hicieron sacrificios que oficiaban los sacerdotes. Algunos mozos y muchas vírgenes, mujeres de la nobleza, se habían enterrado vivas para acompañar al Inca en su viaje y servirle durante el camino. Entre ellas se habían sepultado la hija del Curaca y veinte mamacunas. En la casa del Curaca el consejo duró hasta muy tarde y a media noche salieron los jefes y hablaron a los camayocs. Habían acordado pedir auxilio al Sol. Era necesario ir adonde el Sol y abandonar el pueblo. Debían llevar consigo todas sus riquezas y ganados; sus trajes y sus utensilios. Los jefes se detenían en la puerta de la casa de cada guaranga-camayoc, daban sus órdenes y seguían su camino. Los camayocs debían ordenar cada uno sus cuarenta subordinados y tenerlos prontos para el gran viaje.
Cuando las sombras empezaron a hacerse transparentes y ya en la hierba brillaba el rocío, empezaron a salir en silencio todas las familias. Pronto las plazas estuvieron invadidas por los grupos que con su jefe a la cabeza esperaban las órdenes del Curaca. Entre la multitud, las vicuñas alzaban sus esbeltas cabezas inquietas; los aljos, especie de perros, merodeaban mudos, al pie de sus rebaños; tendíanse a descansar, agrupadas, las alpacas de sedosa piel, y, las llamas cimbreándose bajo el peso de las cargas, caminaban a menudos pasos entre los emigrantes. Un silencio, que apenas interrumpían entrecortados sollozos o el llanto de los niños, dominaba el pueblo. La luz empezaba a asomar. Los guaranga-camayocs dijeron que el pueblo saldría después de entonar el himno al Sol. Aquél sería el último illarimuy. La idea de dejar para siempre los lares, entristecía todos los corazones.
Preguntábanse las gentes adónde iban. Los ancianos respondían:
–Vamos en pos del Sol. El no nos abandonará. El nos recibirá en sus mansiones...
–¿Y quién conoce el camino para llegar al Sol?...
–¿Quién sabe dónde está el Sol?...
–¿Por dónde se va al Sol?...
–Yo he soñado, dijo una joven, yo he soñado, que se va por un camino de molles florecidos, a cuyos lados corren arroyos transparentes en cuyas ondas van pasando los días, las horas, las lunas y los raymis, que todo el camino lo iluminan sus rayos, es un sendero largo, muy fresco, y a ambos lados están los palacios de los Emperadores; una música de antaras acompaña a los que van caminando; y no se siente el peso del cuerpo ni el cansancio del camino...
–El Sol está detrás de las montañas. Yo he oído decir a uno de los enviados del Inca –dijo un alfarero– que más allá de las punas existe un gran río sin orillas y que en él se acuesta todas las noches el Sol...
–Sí. Eso es verdad. El curaca ha dicho que él lo vio dormirse en esa gran laguna, cuando fue a Pachacámac a consultar el oráculo y a purificarse. El Curaca ha contado a mi padre que para ir a Pachacámac pasó primero por la Ciudad Sagrada y que después de sesenta jornadas llegó al Valle del Oráculo; que allí los peregrinos se detienen delante de las murallas y después de los tres días de ayuno, pueden pisar la tierra del Templo de Dios de la Laguna. Y le dijo que el Oráculo está frente y a la orilla de esa gran laguna en la cual se acuesta el Sol. Dice que es verde y que brama y que sus aguas se comen a los hombres y que sus orillas rodean todo el Tahuantinsuyo. Allí van, desde los más remotos pueblos, los más grandes señores a saber sus destinos, y los que no pueden llevar la ofrenda; ¡ay! esos nunca conocerán la suerte que el tiempo les depara...
Aparecieron los camayocs y el día se precisó. Una claridad inmensa que se acrecentaba por instantes anunció la llegada del Sol. En las sombras ya difusas empezaron a distinguirse unos a los otros. Poco después el cerro se dibujó y en breve el magno prodigio de la luz estalló en Oriente. El pueblo levantó los brazos y se oyó, doloroso, el Illarimuy. Cantaron todos los hombres la salida del Sol y a poco se organizaba el desfile hacia el remoto país ignorado.
Aquel trágico desfile, sin precedente en el Imperio, comenzó. Sólo el transporte de los mitimaes era comparable con este éxodo sublime. ¿Qué era el desfile de aquellos millares de vencidos que abandonaban su pueblo, cuando sus generales habían perdido las batallas y ellos tenían que obedecer las órdenes del Inca vencedor y trasladarse a otros países para siempre? ¿Qué era el dejar sus hogares amados; sus tierras fecundas, los lugares donde su niñez y su juventud se habían deslizado, y donde reposaban los huesos de sus padres, comparado con este otro éxodo?
Los mitimaes dejaban un pueblo para ir a otro, pero eran llevados por los soldados del Inca y gozaban nuevamente de tierras y de propiedades; pero ¿qué era el llorar de los más esforzados capitanes y el plañir doloroso de los niños y el trágico silencio de los viejos al dejar sus rincones amados, la dulzura de su cielo, el amor de sus árboles, para ser trasladados a un país desconocido, donde si bien encontraban el favor cariñoso de los servidores del Inca sabían en cambio que ya no volverían nunca a su pueblo lejano? ¿Qué eran esos fugaces dolores de pasar de un país a otro bajo la autoridad del Inca, comparados con este dolor inmenso de dejar para siempre el suelo amado, muerto el Inca, destruido el Imperio, sin tener en la tierra a quién dirigir sus invocaciones? Ahora el pueblo iba con sus ganados y sus riquezas en pos de una ruta desconocida, guiado solamente por la fe de sus ancianos y el amor al Curaca.
Así comenzó el desfile. Iba a la cabeza el Curaca, en su silla de palma negra, en hombros de doce soldados. Detrás iban los sacerdotes y los guerreros, las vírgenes del Sol y sus mamacunas; luego, ordenadamente, los distintos linajes precedidos de sus camayocs. Muchas mujeres llevaban en los hombros sus huacamayos de colores brillantes, otras en las espaldas sus niños. Los enormes rebaños de llamas apretados, iban cargando las ropas y los menesteres, las riquezas, los ídolos, los vasos las armas, los atributos. Muy atrás de la comitiva, caminaban Sumaj e Inquill en silencio. Para nadie podía ser más trágico el destino. Ellos habían visto desvanecerse en un instante todos sus sueños de felicidad. Pocos días faltaban para el día de la fiesta del maíz, donde el curaca en nombre del Inca, habría unido a la amante pareja, y se habrían instalado en el terreno que ya labraba el joven. Los parientes tenían listos los regalos de la fiesta; habrían ido a habitar la casa ya edificada por la comunidad y arreglada con los dones de los padres; habían comprado telas a los viajeros del norte, tenían hermosas vasijas del Chimú y de Nazca, collares traídos de Rimactampu, vestidos de la Montaña hechos con plumas de aves multicolores. La heredad estaba cerca del arroyo que descendía a la tierra designada, sin trabajo. Ya la tierra esperaba, con los surcos abiertos, la semilla para multiplicarla y el riego fecundante para sus muslos núbiles. Y ellos habrían sembrado los árboles para que dieran sombra a la amada cuando tejiera las telas para los desvalidos y preparara el alimento para los ciegos, y los árboles habrían crecido junto con los hijos, y ambos habrían dado sombra a su vejez venturosa cuando llegara el frío de los años y la vida fuera recuerdos. Por las tardes, juntos, entre sus maizales rumorosos mientras los papeles hinchaban el surco en una fecundación pródiga y hermosa, y la tierra se rajara y sus venas crecieran sobre el fruto que se hinchaba, ellos, bajo la paz honda del cielo, adorarían al Sol y bendecirían al Inca que tanta felicidad dispensaban.
Pero ahora el Destino les cerraba de golpe sus puertas y el porvenir era trágico, inexorable y fatal. Iban detrás de la caravana, pensativos y mudos. A veces ella sollozaba desconsoladamente, y él no tenía frases de consuelo y la dejaba llorar, recostada la cabeza sobre su duro pecho. Así iban caminando. Así fueron pasando los días. A veces venían los amigos de Sumaj y se acercaban para consolados. Traían a la moza una fruta, una flor, una ave cogida al paso. El camino siempre era pesado y sin fin. Cuando ella desfallecía, él la tomaba en sus brazos y la llevaba largos trechos cargada. Extremaba su solicitud, le lavaba los pies al encontrar un arroyo y enjugábalos luego. Cuando el frío era intenso, y el pueblo se detenía, prendía enormes fogatas y la calentaba. Hacíale masticar coca, y cuando llegaban a un arroyo, le daba de beber en sus manos cóncavas. En los días de mayor tristeza, cuando la bebida comenzó a escasear, por haberse el pueblo alejado más de lo prudente del río, él conseguía de sus compañeros un poco de chicha para ofrecérsela.
Así caminaron largamente. A veces, cuando el cansancio los rendía, deteníanse, tomaban un poco de agua del arroyo más cercano, porque toda la chicha que había estaba destinada a los sacrificios. Su alimento era frugal. Un poco de coca, a veces unas tortas de maíz o una fruta cogida al paso. Los primeros días fueron tranquilos. De las aldeas las gentes abandonaban sus casas y se iban en pos de ellos. El pueblo peregrino iba detrás del Sol. Seguía sus pasos. Y allí por donde el Sol se ocultaba, allí encaminaba su cansada peregrinación. Así transcurrieron veinte jornadas. Muchas ancianas se sentían extenuadas y no deseaban dar paso. Entonces acordaban ir a reunirse con el Inca. Tomada esta disposición, al crepúsculo se detenían en lo alto de un cerro: los mozos cavaban una fosa; dábase a las mujeres que no querían seguir, las mágicas bebidas que insensibilizaban, y ellas, rodeadas de sus riquezas, de sus vasos, de chicha y de maíz y de sus trajes de gala, disponíanse en humilde y conformada actitud dentro de la fosa en la cual sentábanse y, mientras el grupo de mozos iba cubriendo sus cuerpos de tierra, ellas iban repitiendo las palabras del rito.
Así, aquel pueblo en su éxodo sublime hacia el Sol, iba dejando sembrada la ruta incierta con los huesos de sus padres y abuelos. Los mozos esperaban en la fe de los viejos y éstos en el amor del Sol. Por las tardes, al crepúsculo, reuníase el pueblo y entonaba Illarimuy, en medio de una solemnidad hermosa y sencilla. Las mujeres lloraban; los mozos de cuadrada cara y salientes pómulos invocaban en silencio a la divinidad; el himno terminaba con las últimas claridades solares y el pueblo esperaba que el día siguiente el Sol les abriría las puertas de su ciudad encantada. Pero al día siguiente caminaban, febriles, de prisa, como poseídos. Muchos no querían detenerse a tomar alimento y apenas masticaban en el camino unas hojas de coca. Algunos, impacientes, acudían hasta el Curaca y le preguntaban, tratando de no dejar traducir el menor tono de desaliento:
–Taytay, ¿llegaremos pronto a la mansión del Sol? ¿Nos abrirá las puertas de su ciudad? ¿Nos defenderá contra los blancos?...
Y el Curaca respondía:
–El Sol nunca abandona a su pueblo. Algún pecado se cometió en el reino cuando él ha permitido y ha mandado a esos animales blancos y funestos, en castigo. ¡Ah, Atahualpa! ¡Atahualpa! ¡Bastardo y extranjero!...
Otras veces, para distraerlos y para darles ánimo, después de hacer la oración, se reunían formando grandes círculos de improvisadas tiendas para pasar la noche, rodeados de sus rebaños, y el Curaca o un amauta viejo, les decía cómo eran los dominios del Sol. Ellos escuchaban encantados y al calor de estos cuentos los niños se quedaban dormidos y, poco a poco, los mozos y las mujeres, para levantarse al nuevo día, llenos de esperanzas. El país del Sol, donde iban a morar y a ser recibidos era un inmenso país donde los hombres vivían felices; departían diariamente con los incas, tenían trajes maravillosos, chichas desconocidas y exquisitos manjares. Allí los frutos eran grandes y perfumados, las mujeres eran mucho más bellas que las recogidas en el Cuzco. Músicas divinas invadían el aire. Pájaros de multicolor belleza cantaban canciones exquisitas y tiernas, y todas las casas eran de oro y piedras fantásticas, los lechos mullidos; y tenían servidores diligentes y amables. Nada faltaba a los más exigentes deseos. Y todo estaba iluminado con una luz radiante, blanca como el algodón y transparente como la nieve que se congela en las lagunas. La luz lo invadía todo, el cuerpo y el alma, los objetos, las flores, la vida, los sueños, el amor y los deseos... Era el reino de la luz, del oro, de la paz, de la felicidad. Llegaron por fin a unas colinas donde el calor empezó a reemplazar el frío de las punas. Aquello les pareció de buen agüero porque allí donde el clima era más cálido debía estar el comienzo de los dominios del Sol. Aquel día Inquill se sintió alegre y rió. Así, animosos y fervientes, caminaban largas jornadas a despecho del calor y así iban descendiendo a los llanos. Las pocas aldeas que encontraban usaban distintos trajes, las unjus eran casi transparentes. Y todas las tardes, al crepúsculo, entonaban la misma oración y la misma plegaria:
–¡Oh Sol! ¡Oh padre de nuestros padres y señores, no abandones a tu pueblo y protégenos contra la furia de Supay!...
Una mañana, a la aurora, les pareció sentir una brisa deliciosa y un extraño ruido apacible. No era un rugido de pumas, ni de multitudes era algo confuso e ininteligible, pero amoroso y lento. El ruido venía del lado del Sol y de la brisa. Unos mozos se subieron a un montículo y al llegar a la cúspide un solo grito admirable salió de sus labios:
–¡Cocha! ¡Cocha! ¡Cocha!
Todo el pueblo ascendió y pudo contemplar, en medio de un sordo rumor de admiración y de entusiasmo, algo que no había imaginado. Una laguna enorme, una laguna sin orillas, suavemente azul, se distinguía a lo lejos. Era sin duda alguna de la casa del Sol. La famosa laguna de que hablara el Curaca y hacia donde se encaminara para acostarse todas las tardes el Sol. Aquella mañana se hizo el sacrificio de seis llamas y se libó chicha en honor del Inti. Y la caravana siguió su interminable peregrinación hacia el valle fecundo que se extendía a sus pies. Aquel valle estaba deshabitado y bravío. Y al penetrar bajo sus árboles coposos y verdes reposaron algunos días hasta que llegaron a las orillas ansiadas.
El entusiasmo del pueblo desapareció súbitamente. ¿Cómo irían ellos a atravesar ese inmenso río, para poder llegar adonde estaba el Sol? La víspera estaban ciertos de haberlo visto ocultarse entre las aguas; era, pues, seguro que llegando al sitio donde lo vieron hundirse, entrarían en su reino. Pero ¿cómo atravesar esa laguna verde, rugiente, inmensa y enorme?...
Acordaron esperar, convencidos de que el Sol no los abandonaría. De un momento a otro creían ver aparecer por el horizonte alguna balsa guiada por hijos del Sol, que vendrían por ellos para llevarlos al ansiado país. Así esperaron unos días, haciendo todas las tardes sacrificios a la divinidad. Pero una de ellas, el guardián de las provisiones avisó al Curaca que los víveres que tenían no alcanzarían sino para tres días más, y que era bueno avisarlo al Sol para que enviase pronto por su pueblo.
Detenidos junto a la orilla, los quechuas fueron poco a poco entristeciéndose: nadie dudaba de que el Sol los salvaría, pero la paciencia iba tomándolos melancólicos y ellos no veían llegar a los comisionados del Sol. Los días pasábanlos explorando la orilla, buscando alguna puerta en el mar, escuchando lo que decían las olas, pero nada venía a sacarlos de sus inquietudes. Al llegar el crepúsculo, acercábanse todos hasta la orilla, y tanto que las olas les mojaban los pies, para ver si en la estela crepuscular y dorada aparecía algún signo de la bondad solar, pero el Sol se ocultaba en el mar y dejaba a su pueblo abandonado, esperando nuevamente.
Pasaron tres días. Economizando los alimentos y mandando a los guerreros en busca de caza pudieron sostenerse aún dos días más. Al tercero fue necesario comer los ánades secos que tenían destinados a polvos para perfumar los sacrificios y las ropas del Curaca y de los amautas y sacerdotes. Sumaj pudo coger aquel día un pez y lo trajo a Inquill, fresco y vivo, viscoso, con su plateado lomo y sus enormes ojos redondos. Inquill, en medio de su tristeza y extenuación, hizo palmas de alegría; ella nunca había visto un animal tan bello. El hambre amenazó. La última tarde, la definitiva, la invocación al Sol se hizo llorando. De aquel pueblo creyente que ocupaba en la orilla una enorme extensión que doraba el Sol moribundo, salió un solo llanto conmovedor y sincero:
–¡Padre! ¡Padre! ¡Padre! ... ¡No abandones a tu pueblo! ... ¡Padre, dinos el camino de tu reino maravilloso!
Pero nadie contestaba aquel grito de dolor y de desesperanza, y, a medida que el Sol se iba ocultando, el llanto crecía y dominaba el rugir del mar. Hubo un momento, aquél en que el Sol besó la línea del horizonte, en que ellos esperaron ver salir al Sol y hablarles con la misma bondad generosa que a Manco Cápac, y suspendieron sus lamentaciones; pero, breve e indiferente, el enorme disco de oro se ocultó en el mar. Entonces arrojáronse al suelo y lloraron inconsolables. Llamábanse unos a otros. Los niños, abrazados a sus padres, lloraban con un extremo gesto de terror y, por largo tiempo, sólo se oyó, en aquella orilla desolada sollozos y lamentaciones entrecortadas.
Al caer la noche se reunieron el Curaca y los cuatro amautas, los camayocs, los sacerdotes y los ancianos. La luna era espléndida y tenía una azul tonalidad transparente. Subieron todos al montículo que dominaba el valle y allí discurrieron largo rato. Unos opinaban porque se debería esperar a la orilla y tener fe en el Sol. Los alimentos podían procurárselos del propio valle, cazando los primeros días, sembrando y alimentándose con esos peces que entre las olas saltaban, plateados. Otros pensaban que era mejor internarse en el mar, y que cuando el Sol los viera en peligro los salvaría. Recordaron entonces sus lejanos hogares, sus sembríos fecundos y florecidos, la paz de su pueblo lejano. ¡Cuánto mejor habría sido quedarse y recibir allí la muerte de manos de los extranjeros de las barbas de nieve! Después de un momento de silencio, surgió una voz bajo la paz de la luna. Era un anciano de encapotados ojos, amauta famoso, que determinaba la hora y el lugar de las fiestas del Cápac Raymy cuando se aprisionaba al Sol para recibir el homenaje del pueblo. Y dijo:
–El Sol nos ha abandonado. El es todopoderoso y podría salvarnos. ¿Quién sabe si al Sol lo ha vencido en algún combate ese otro dios que dicen que puede más que él?... De este Sol no debemos esperar nada. El ha permitido que los extranjeros entren al Cuzco y destrocen su imagen y la de los Emperadores, y se lleven las puertas y los vasos de oro y las mascaipachas y las plumas sagradas del Coraquenque. El ha permitido que el bastardo haya asesinado al hijo de Huayna Cápac y ha permitido a su vez que el Demonio extranjero matase a Atahualpa. El no se ocupa de nosotros, y mejor es morir para ir a buscar a los Emperadores. Ellos nos escucharán y no nos abandonarán nunca. Allí encontraremos a los cuatro hermanos Ayar, los fundadores del Imperio, y a los Emperadores, sus hijos.
Sabias encontraron todos las palabras del amauta y contestaron:
–Vayamos en busca de los Emperadores... ¡Vayamos!
Entonces todo aquel grupo tomó un gesto sombrío. Bajaron los hombres útiles de la huaca y con sus armas hicieron grandes fosas en la húmeda arena. Cavaban con febril empeño, en tanto que los viejos habían ido a dar la voz en el campamento de los peregrinos. Muy de mañana estaba casi todo el trabajo concluido. Faltaban algunas excavaciones. Y a mediodía, bajo un Sol iracundo, la tarea quedó terminada. Unos decían cavar la tumba para la madre; otros para la novia; otros para los padres decrépitos que habían podido resistir la fatiga del éxodo. Aquel día nadie dijo una palabra. Todos pensaban en el último viaje sin temor, pero con honda tristeza. Se entregaban a meditaciones solitarias. Llegó la hora del crepúsculo y el pueblo se dispuso a morir. Con grandes esfuerzos se consiguió una cantidad de la bebida suficiente para adormecer a las mujeres y los niños. El Curaca y un grupo de amautas, ayudados por seis jóvenes fornidos, se encargarían de cubrir de tierra, de uno en uno, de dos en dos o según como quisieran emprender el viaje, a los que se amaban; y al punto en que el cielo comenzó a teñirse de rojo, empezaron a entonar el himno al Sol y la última plegaria. Los indios se dispusieron con todas sus riquezas y trajes, adornáronse con sus mejores atavíos y descendieron a los escalonados fosos. Allí sentábanse después de tomar el licor, para no sentir el ahogo del viaje y, poco a poco, iban quedándose insensibles y dormidos con una somnolencia que les hacía insensibles. La tierra iba cayendo piadosamente sobre sus cuerpos inmóviles e implorantes y a poco el piso recobraba su nivel. La tarea duró toda la tarde. Algunos, antes de bajar a los fosos, se abrazaban y despedían llorando, hasta que la tierra cubría sus cuerpos inertes.
Por fin, sólo quedaron los enterradores. Inquill no había querido enterrarse y esperaba a su amado para hacerlo. Los fornidos mozos fueron enterrándose unos a otros. Cuando Maceta dio la última paletada de tierra sobre el último quechua, volvió los ojos hacia Inquill.
Por fin, sólo quedaron Sumaj e Inquill sobre la larga extensión cubierta, y sentáronse sobre el montículo, en el cual estaba abierto el foso para Chalca. Desde allí miraron largamente el mar ilimitado y verde, cuyo ruido tenía caricias trágicas y roncas. Inquill, sin mirar a Sumaj, le cogió las manos y lloró sobre ellas.
–Pesada labor ésta, y triste y privilegiada la de mis músculos que me obliga a ser el último en ir a los dominios del Sol... De uno en uno he ido enterrando a todos los hombres y a todas las mujeres. Ya no quedamos sino los dos...
–Ahora yo... –dijo suavemente Inquill, sin inmutarse–. Entiérrame...
El indio no respondió. ¿Qué podía responder?... ¡El no podía retener a su amada porque era un sacrificio alargar su dolor! Ella debía ir a reunirse, como el pueblo que la precedía, con el Sol, en los áureos palacios luminosos.
–Te rogaría que me acompañases un rato aún en la tierra, Inquill –dijo, temblorosa, la voz desolada del indio–. Para reunirte con el Sol poco tiempo te falta, y aunque allí nos encontraremos, ¿no quisieras esperar aquí, en la tierra donde nos hemos amado?... ¿No te apena separarte de esta tierra en la que se ha deslizado tan brevemente nuestro amor?... Los palacios del Sol son sin duda maravillosos y más bellos que la tierra, pero no sé por qué yo siento una honda tristeza al dejarla.
Y sus ojos contemplaban, húmedos, el vallecito hondo y lejano cuya verdura daba una nota de regocijo a aquel campo de muerte y de dolor. Abajo, en el fondo del valle fecundo, se veía serpentear como boa plateada el arroyo brillante, entre los matorrales, pero no se oía ni un canto de ave. Allí no había sino dos almas y dos cuerpos, y nada más que ellos acusaban la vida sobre la tierra.
Abrazados caminaron unos pasos sobre el montículo, sobre aquella humanidad sepultada, caliente todavía bajo la tarde transparente y vaporosa. Pero cuando el Sol comenzó a declinar sobre el mar, Inquill miró a sus pies la fosa abierta.
–Vamos, dijo sin mirarle la doncella.
–Vamos, repitió como un eco Sumaj.
Entonces sacó de la chuspa de su cintura un cantarillo de tierra cocida con dibujos de dioses lares, y dio a beber a Inquill el licor de la paz, aquel licor que insensibilizaba y hacía dulce la muerte, que había conservado como la más preciada joya. La amada tomó la amarga bebida y descendió a la escalonada fosa, con solemnidad. Sumaj puso a su lado todos los menesteres para el viaje. Ojotas finísimas, los tachos de chicha guardados especialmente por él, las telas para abrigar su cuerpo, y en la mano el tributo para el Sol.
–Ya me voy... Sumaj, ya me voy... –dijo débilmente–, ¡Bésame! ...
De pie, los dos, sus labios se unieron en un beso largo, lento, mudo, solemne, hasta que la cabeza de Chalca se desprendió de sus labios como una fruta madura, y su cuerpo perdió la fuerza.
Cuando Sumaj dio la última paletada de tierra sobre el cuerpo de Inquill tuvo una extraña sensación. Ya no podría hablar. Nadie le escucharía. Entonces tuvo un impulso de enterrarse a sí mismo. Pero, ¿cómo se enterraría? Fue sobre la tumba de Inquill, su adorada, y lloró largamente. El Sol empezaba a caer. Entonces sintió una sensación que nunca había sentido. Por primera vez tuvo miedo. Le parecía que de las tumbas cerradas salían palabras y quejidos que se mezclaban con el rumor de las olas. El era el único sobreviviente de aquel pueblo abandonado por la generosidad divina. Quiso abrir la fosa de su amada para unirse a ella, pero el temor de interrumpir su sueño lo detuvo.
Entonces miró largamente al Sol. Vio cómo, indiferente y rojo, se iba acercando a las aguas, y cómo las sombras iban invadiendo la montaña. Un dolor, una inquietud inmensa y súbita enseñoreábanse en él. Las cosas se le presentaban transparentes y no sentía el peso de su cuerpo. Recordó que dos días hacía que no tomaba sino coca. Un adormecimiento quiso invadirlo. Se puso de pie. Bandadas de pájaros blancos cruzaron el cielo hacia regiones que él no podía imaginar y sus ideas, como las sombras, empezaron a confundirse. Un recuerdo tenaz, el recuerdo de su amada Inquill, persistía y él creía sentir su voz saliendo de la tierra, que lo llamaba. El Sol se ocultó. Y entonces tuvo la perfecta noción de su abandono. El temor de vivir sobre aquellos muertos le impresionaba hondamente, y echó a llorar de nuevo como un niño y a llamar al Sol. Insensiblemente se había echado sobre la tumba de Inquill y escarbaba y llamaba a gritos a la amada. Pero ahora ella no respondía; sus ideas se confundieron. Entonces le pareció ver que del fondo del mar surgía una luz y se apagaba. Enormes sombras, fantásticas desfilaban ante él en las olas rugientes. Y él se puso de pie y se acercó inconsciente hacia la orilla. Ya no se daba cuenta de las cosas. Entonces inarticuladamente empezó a llorar y a proferir lamentos llamando al Sol, hasta perder toda idea conexa. Avanzó entre las olas con inseguros pasos. Las primeras lo derribaron y él luchó un poco; envolviéronle otras y, en breve, sólo se oyeron palabras entrecortadas que ahogaban el ruido de las olas, mientras que el cuerpo del último quechua desaparecía.
La luna se enseñoreó azul sobre el pueblo sepulto y una ave blanca cruzó en dirección al horizonte vago, sobre la estela luminosa, en el aire tranquilo.