El camarero/II
II
Ibamos, mal que bien, tirando, como suele decirse, y de pronto ha empezado todo a trastornarse.
El domingo por la mañana, después de oír, sin hacer caso de las burlas de Kolia, mi misa sema—" nal, me puse a tomar el té con gran calma, pues, como es sabido, el restorán no se abre los domingos hasta el mediodía. Teníamos un pastel de coles, estaba de visita en casa mi amigo el barbero Kiril Saverianich, que se hallaba de muy buen humor y hablaba de la vida y de la cosa pública. Sólo nos visitaba los días de fiesta.
—Toda la semana — decía está destinada al trabajo, menos el domingo, que lo está a las conversaciones instructivas.
Cuando tocó el tema de la religión y la fe, yo empecé a dolerme de la ceguera de los sabios, que confían demasiado en su ciencia y no quieren reconocer la existencia de Dios. Lo hice mirando a Kolia, que no queria ir a la iglesia, y añadí que lo mejor era no instruir a los niños, puesto que la instrucción no servía sino para perder su alma.
Entonces Kolia me contestó: —Usted no sabe lo que es la instrucción, y la juzga de un modo absurdo.
Estaba tan nervioso, que dejó de comer.
—Usted no sabe lo que es la ciencia, y ni siquiera sabe lo que son la fe y la religión.
¿Habráse visto insolencia igual? ¡Que yo no sabía lo que eran la fe y la religión. No pude dejar aquellas palabras sin respuesta, y le dije: —¡No tienes derecho a hablarle a tu padre en ese tono! Claro que no he estudiado geografía, ni otras cosas; pero yo soy quien te educa, quien trabaja para que seas un hombre instruído, y no un miserable criado, como tu desgraciado padre.
A no ser por la religión, quizá me hubiera suicidado hace tiempo. Con toda tu instrucción, aun no has aprendido a respetarme...
Kiril Saverianich callaba; pero se veía que era de mi opinión.
Kolia se encogió de hombros con desprecio, y respondió: —¡Qué ideas más graciosas!... A Dios, en caso de existir, le debe de interesar mucho su religiosidad de usted y le harán mucha falta sus oraciones...
Tan vituperables palabras me destrozaron el corazón. Maldije, escuchándolas, el día en que se me ocurrió la idea de que se instruyese mi hijo.
Todo se debe a esos librotes que lee día y noche.
Y también a algunos compañeros que no me acaban de gustar. Por ejemplo: ese Vasikov, empleado del ferrocarril, que es su mejor amigo... Un tísico... Hablan siempre con gran calor de cosas que, por lo general, no entiendo. Desde que se trata con él, Kolia no es el mismo: se ha vuelto de carácter áspero, y hasta está más delgado.
Kiril Saverianich no pudo contenerse y le dijo: —Es usted todavía demasiado joven, y no ha estudiado aún bastante. La ciencia dota al hombre de la verdadera nobleza y le abre las puertas de la felicidad humana. La fe y la religión ablandan el alma. ¡La ciencia, joven, es una gran cosa! Yo, por ejemplo, antes de que los hombres de ciencia inventasen la máquina de cortar el pelo, tenía que emplear diez minutos en pelar a un cliente, y ahora lo hago en un minuto. Los sabios, en el porvenir, inventarán máquinas que lo harán todo. Ya en nuestra época se obtienen con las máquinas grandes resultados. Y cuando se adelante más, los hombres no tendrán ya que trabajar y emplearán el tiempo en estudiar la naturaleza. He aquí por qué la ciencia es una cosa tan útil, y por qué las personas nobles e instruídas se dedican a ella. Hay que comprender esto, joven, en vez de despreciar a los padres.
Habló como un libro; yo estaba por completo de acuerdo con él; pero Kolia empezó a replicarle, a hablarle en unos términos inadmisibles: —Su filosofía de usted no va a ninguna parte.
Aunque me triplique usted la edad, no sabe nada de la vida; permítame que se lo diga.
Kiril Saverianich se llenó de cólera.
—Que no sé nada de la vida? ¿Es usted acaso el que me ha de ilustrar? ¡Sé hasta filosofía!
Podría enseñarle algo, no sólo a usted, sino a su profesor.
Se daba puñetazos en el pecho, gritaba, estaba fuera de sí. Kolia se exaltaba también. A cada palabra del barbero respondía con diez palabras, pues hay que confesarlo—no es tonto del todo, y ha leído mucho.
¡No me hable usted del Evangelio—vociferaba, de la religión, de la fe! ¡Todo su Evangelio de usted está en sus libros de contabilidad!
Yo no daría un céntimo por toda su religión...
Y seguía, seguía, sin tomar aliento, dando suelta a su imaginación, a su furia de perro rabioso.
Tiene un corazón muy fogoso y sensible. Iba y venía por la habitación, gesticulaba, apretaba los puños... Citaba nombres conocidos, hechos históricos. No se puede negar que es un muchacho inteligente, y que ha devorado muchos libros. Nada se libró de su crítica severa, cruel. ¡Qué demonio de chico!
Kiril Saverianich le escuchaba con muy mal gesto. Sin embargo, cuando pudo hacerlo, le contestó de un modo suave, cortés: —Todo eso que usted dice no es serio. De creerle a usted, joven, no hay en el mundo sino violencia e injusticia. No se ha parado usted a reflexionar. Yo estoy muy al tanto de la política...
Pero Kolia dió un puñetazo contra la mesa con tal fuerza, que tembló la vajilla: es un muchacho vigoroso.
—Usted no sabe nada. Usted sólo sabe rapar barbas.
Y Kiril Saverianich continuó con su acento tranquilo y razonable: —No hay motivo, joven, para romper los plabes. No ha terminado usted aún sus estudios; pero cuando los termine, ¿qué será usted? Supongamos que ingeniero. Construirá usted puentes y vías férreas, y, créame, no será un santo. Sus bolsillos estarán llenos de dinero, tendrá usted casas y queridas. Y no querrá usted ni hablar con nosotros, los infelices que rapan barbas...
Le suplico que no me interrumpa. Sí; olvidará usted en seguida su palabrería. Naturalmente, leerá usted buenos libros, pero eso no le impedirá enriquecerse a costa de los pobres. Ya sabemos en lo que paran muchos discurseadores como usted.
¡Qué bien se explica este demonio de Kiril Saverianich! He visto pocos hombres tan inteligentes. Una verdadera cabeza de ministro!
Como es natural, tales palabras no fueron del gusto de Kolia.
—Usted se figura respondió—que nadie pien— sa en otra cosa que en explotar a los demás, como usted a sus oficiales...
Cuando Kiril Saverianich abría la boca para contestar, entró precipitadamente Niucha, mi mujer, agitó las manos con espanto y le dijo por lo bajo a Kolia: —¡Cállate, desgraciado! Ten piedad de tus pobres padres. ¡Echov ha oído todas tus locuras!
¡Dios mío! ¡Habíamos olvidado completamente que, pared por medio, estaba el huésped a quien yo le había rogado que buscasé otra habitación!
Y era hombre poco de fiar. Contaba que había sido dependiente de una tienda de gomas. Su mujer se había escapado con un oficial. A la sazón era escribiente en un puesto de policía, y estaba tan orgulloso de su empleo como de un alto cargo.
Volvía todas las noches borracho perdido y se ponía a tocar la guitarra hasta el amanecer. Si se le hacía alguna observación, empezaba a gritar: Con quién se cree usted que está hablando?
¡Usted no sabe quién soy yo! Se cree usted que soy un simple escribiente?... ¡Ya verá usted el día menos pensado...!
Nosotros por qué negarlo?—le teníamos miedo. Podía ser, en efecto, un hombre poderoso.
¡En los tiempos que corren, todo es de temer!
¡Nunca olvidaré los sobresaltos que nos hacía pasar el indino! Era un sujeto extraño, misterioso.
Se pasaba noches enteras en su habitación, sin acostarse y sin hacer nada. Algunas veces le observábamos por la cerradura y le veíamos de pie, en medio del cuarto, con el pelo revuelto y mirando a su alrededor como un loco.
No había hecho Niucha más que entrar para avisar a Kolia, cuando vimos aparecer detrás de ella a Echov en persona. Llevaba una americana nueva y se sonreía de un modo malicioso y triunfal. Señalando con el dedo a Kolia, nos dijo: —¡Ya os he cogido! ¡No creais que soy un simple espía! He oído de cabo a rabo vuestra conversación política...
Desde el primer momento advertimos que estaba borracho. Kolia volvió la cabeza con desprecic y se encogió de hombros desdeñosamente. Yo no contesté tampoco. Sólo Kiril Saverianich trató de calmar al escribiente.
—Lo que usted ha oído es una discusión científica que no tiene nada que ver con la política...
¿Quiere usted tomar una taza de té con nosotros?
¡Es todo un diplomático el tal Kiril Saverianich!
—Nosotros—siguió—somos patriotas, y puede usted estar seguro de que nunca nos permitiríamos... Además, yo soy dueño de una barbería...
Pero Echov le miró con zumba y respondió: —¡Déjese usted de cumplimientos! ¡No es tan fácil engañarme a mí! ¡Ya verán ustedes quién soy yo! ¡Tengo poder para partirlos a todos por el eje! No me han echado ustedes de su casa como a cualquier canalla?... ¿No se ha permitido ese indecente camarero?...
No tuvo tiempo de acabar. Kolia no pudo contenerse y le tiró a la cara su taza de té. Todos saltamos de nuestros asientos, asustados. Kiril Saverianich le cogió la mano a mi hijo; yo me aposté en la puerta para impedir que Echov saliese y armase un escándalo en la calle; mi mujer cayó de rodillas ante el escribiente, suplicándole que no perdiese a toda la familia. Mi hija Natacha acudió sobresaltadísima. Echov miraba a su alrededor con ojos que despedían rayos, y señalaba con el dedo a su americana, manchada de té. De pronto se presentó nuestro otro huésped, Policarpo Sidorich Cherepajin, trombonista, buena persona y hombre de unas fuerzas hercúleas. Encarándose con Natacha, le preguntó: —La ha ofendido a usted ese tío?... Debía usted salirse a otra habitación... Una muchacha bien educada no debe exponerse...
Luego, volviéndose al escribiente, le dijo: Si sigue usted por ese camino, le rompo la crisma! ¡Sinvergüenza! ¡Canalla! ¡Conducirse de esa manera delante de una señorita!
Yo le rogué que no agravase más la situación; pero estaba furioso y quería a todo trance sacudirle el polvo al escribiente.
—¡Déjenme ustedes! ¡Yo le enseñaré a este canalla!.
Nos costó gran trabajo conseguir que no le pegase.
Kiril Saverianich, por su parte, no cesaba de llamar a Echov a la razón.
—Por qué quiere usted perder a este muchacho? Sería una falta de conciencia. Estábamos hablando de filosofía y usted le ha atribuído a nuestra conversación inocente un carácter político.
Pero el otro, sin dejar de señalar con el dedo a su americana, gritaba: ¡Bien sé yo cuál era el carácter de su conversación de ustedes!... Además, ¿se figura usted que va a quedar impune el deterioro de esta prenda?
—En cuanto a eso—dijo Kiril Saverianich—, no tenga usted cuidado. Nosotros nos encargaremos de que se le limpie a usted la americana.
Yo tengo un pariente que trabaja en una tintorería.
—No se trata sólo de la americana — gritó Echov. ¡El asunto es más grave! Yo no soy un lacayo; por mis venas corre sangre noble, y exijo una satisfacción moral. Para que me apiade de ustedes, es necesario que ese joven me pida perdón.
Yo le dije a Kolia por lo bajo: —Pídele perdon... Un tipo así no merece la pena de que por su culpa...
¡Y tienen ustedes que comprarme una americana nueva!—siguio reclamando el escribiente.
Kolia, mirándome con ira, vociferó: ¡Qué le he de pedir yo perdón a ese 'parásito!
—¿Con que parásito, eh? ¡Van ustedes a ver quién soy yo!
Echov sacó de su cartera un papel y lo agitó ante nuestros ojos.
—¡Qué! Hay algo que decir? ¡Aquí están mis poderes! ¡Ya le enseñaré a ese jovencito!... ¡Hasta la vista!
Y se fué. Kiril Saverianich corrió tras él.
—¿ Qué has hecho?—le reproché a Kolia—. Me paso la vida trabajando para que tu educación no deje nada que desear, y tú...
—Yo no puedo—me interrumpió—doblar, como usted, el espinazo ante cualquier canalla. El tal Echov es una consecuencia lógica de este régimen...
— Qué régimen?—le pregunté, asustado de sus palabras.
—El que gozamos—contestó, riéndose—; pero no se hable más del asunto. Acabemos de tomar el té, que usted tiene que irse al restorán.
Yo le amenacé con el dedo.
—Ya es hora—le dije—de que te vueivas razonable.
—Quería usted que no le defendiese, que le permitiese a ese tipo insultarle a usted?
—¡Vaya una defensa! Ahora Echov exigira que le compremos una americana y, por añadidura, denunciará a la policía tus discursos, y acaso también se los denuncie al director del colegio.
En aquel momento entró Kiril Saverianich, pálido, agitadísimo.
—Se ha ido!—nos gritó—. Probablemente, al puesto de policía. A mí también va a denunciarme. Todo el mundo sabe que soy un hombre de orden, y ahora, por culpa de un monigote...
Y miró a Kolia con furor.
—Ya sabes—me dijo que he hablado de mecánica, de religión, de sumisión a las leyes; pero no de política. En los tiempos que corren no conviene hablar de política.
Luego cogió el sombrero y se marchó, sin hácer caso de su pedazo de pastel. Yo le hubiera seguido, para pedirle consejo, si no hubieran sido ya las doce menos veinte y no hubiera tenido que irme en seguida al restorán.
Por el camino iba pensando: "¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros?"