El caballo perdido

​El caballo perdido​ de Felisberto Hernández
Texto revisado por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
​El caballo perdido​ de Felisberto Hernández

Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque al terminar las polleras se les veían las patas. –Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso.


Como fueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina –mi maestra de piano cuando yo tenía diez años– tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado.


Antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar, todavía, por una calle más bien silenciosa. Y ya venía pensando en cruzar la calle hacia unos grandes árboles. –Casi siempre interrumpía bruscamente este pensamiento para ver si venía algún vehículo–. En seguida miraba las copas de los árboles sabiendo, antes de entrar en su sombra, cómo eran sus troncos, cómo salían de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente se acercaban algunas losas. Al empezar, los troncos eran muy gruesos, ellos ya habrían calculado hasta dónde iban a subir y el peso que tendrían que aguantar, pues las copas estaban cargadísimas de hojas oscuras y grandes flores blancas que llenaban todo de un olor muy fuerte porque eran magnolias.


En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima de golpe las cosas blancas y negras que allí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. Pero cuando me sentaba a descansar –y como en los primeros momentos no me metía con los muebles porque tenía temor a lo inesperado, en una casa ajena– entonces me volvían a los ojos las cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas se acostaran en el olvido.


Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las había hecho presentes de alguna manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas con ellos.


Por eso más adelante –y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala– nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias.


Todavía no se habían dormido las cosas que traía de la calle cuando ya me encontraba caminando en puntas de pie –para que Celina no me sintiera– y dispuesto a violar algún secreto de la sala.


Al principio iba hacia una mujer de mármol y le pasaba los dedos por la garganta. El busto estaba colocado en una mesita de patas largas y débiles; las primeras veces se tambaleaba. Yo había tomado a la mujer del pelo con una mano para acariciarla con la otra. Se sobreentendía que el pelo no era de pelo sino de mármol. Pero la primera vez que le puse la mano encima para asegurarme que no se movería, se produjo algún instante de confusión y olvido. Sin querer, al encontrarla parecida a una mujer de la realidad, había pensado en el respeto que le debía, en los actos que correspondían al trato con una mujer real. Fue entonces que tuve el instante de confusión. Pero después sentía el placer de violar una cosa seria. En aquella mujer se confundía algo conocido –el parecido a una de carne y hueso, lo de saber que era de mármol y cosas de menor interés–; y algo desconocido –lo que tenía de diferente a las otras, su historia (suponía vagamente que la habrían traído de Europa –y más vagamente suponía a Europa–, en qué lugar estaría cuando la compraron, los que la habrían tocado, etc.) y sobre todo lo que tenía que ver con Celina. Pero en el placer que yo tenía al acariciar su cuello se confundían muchas cosas más. Me desilusionaban los ojos. Para imitar el iris y la niña habían agujereado el mármol y parecían los de un pescado. Daba fastidio que no se hubieran tomado el trabajo de imitar las rayitas del pelo: aquello era una masa de mármol que enfriaba las manos. Cuando ya iba a empezar el seno, se terminaba el busto y empezaba un cubo en el que se apoyaba toda la figura. Además, en el lugar donde iba a empezar el seno había una flor tan dura que si uno pasaba los dedos apurados podía cortarse. (Tampoco le encontraba gracia imitar una de esas flores: había a montones en cualquiera de los cercos del camino.)


Al rato de mirar y tocar la mujer también se me producía como una memoria triste de saber cómo eran los pedazos de mármol que imitaban los pedazos de ella; y ya se habían deshecho bastante las confusiones entre lo que era ella y lo que sería una mujer real. Sin embargo, a la primera oportunidad de encontrarnos solos, ya los dedos se me iban hacia su garganta. Y hasta había llegado a sentir, en momentos que nos acompañaban otras personas –cuando mamá y Celina hablaban de cosas aburridísimas– cierta complicidad con ella. Al mirarla de más lejos y como de paso, la volvía a ver entera y a tener un instante de confusión.


Dentro de un cuadro había dos óvalos con las fotografías de un matrimonio pariente de Celina. La mujer tenía una cabeza bondadosamente inclinada, pero la garganta, abultada, me hacía pensar en un sapo. Una de las veces que la miraba, fui llamado, no sé cómo, por la mirada del marido. Por más que yo lo observaba de reojo, él siempre me miraba de frente y en medio de los ojos. Hasta cuando yo caminaba de un lugar a otro de la sala y tropezaba con una silla, sus ojos se dirigían al centro de mis pupilas. Y era fatalmente yo, quien debía bajar la mirada. La esposa expresaba dulzura no sólo en la inclinación sino en todas las partes de su cabeza: hasta con el peinado alto y la garganta de sapo. Dejaba que todas sus partes fueran buenas: era como un gran postre que por cualquier parte que se probara tuviera rico gusto. Pero había algo que no solamente dejaba que fuera bueno, sino que se dirigía a mí: eso estaba en los ojos. Cuando yo tenía la preocupación de no poder mirarla a gusto porque al lado estaba el marido, los ojos de ella tenían una expresión y una manera de entrar en los míos que equivalía a aconsejarme: “No le hagas caso; yo te comprendo, mi querido”. Y aquí empezaba otra de mis preocupaciones. Siempre pensé que las personas buenas, las que más me querían, nunca me comprendieron; nunca se dieron cuenta que yo las traicionaba, que tenía para ellas malos pensamientos.

Si aquella mujer hubiera estado presente, si todavía se hubiera conservado joven, si hubiera tenido esa enfermedad del sueño en que las personas están vivas pero no se dan cuenta cuando las tocan y si hubiera estado sola conmigo en aquella sala, con seguridad que yo hubiera tenido curiosidades indiscretas.


Cuando yo sin querer caía bajo la mirada del marido y bajaba rápidamente la vista, sentía contrariedad y fastidio. Y como esto se produjo varias veces, me quedó en los párpados la memoria de bajarlos y la angustia de sentir humillación. De manera que cuando me encontraba con los ojos de él, ya sabía lo que me esperaba. A veces aguantaba un rato la mirada para darme tiempo a pensar cómo haría para sacar rápidamente la mía sin sentir humillación: ensayaba sacarla para un lado y mirar de pronto el marco del cuadro, como si estuviera interesado en su forma. Pero aunque los ojos miraban el marco, la atención y la memoria inmediata que me había dejado su mirada, me humillaban más; y además pensaba que tenía que hacerme trampa a mí mismo. Sin embargo, una vez conseguí olvidarme un poco de su mirada o de mi humillación. Había sacado rápidamente la mirada de los ojos de él y la había colocado rígidamente en sus bigotes. Después del engorde negro que tenía encima de la boca, salían para los costados en línea recta y seguían así un buen trecho. Entonces pensé en los dedos de mi abuela: eran gordos, rechonchos –una vez se pinchó y le saltó un chorro de sangre hasta el techo– y aquellos bigotes parecían haber sido retorcidos por ella. (Ella se pasaba mucho rato retorciendo con sus dedos transpirados el hilo negro para que pasara la aguja; y como veía poco y para ver mejor echaba la cabeza hacia atrás y separaba demasiado el hilo y la aguja de los ojos, aquello no terminaba nunca.) Aquel hombre también debió haberse pasado mucho rato retorciéndose el bigote; y mientras hacía eso y miraba fijo, quién sabe qué clase de ideas tendría.


Aunque los secretos de las personas mayores pudieran encontrarse en medio de sus conversaciones o de sus actos, yo tenía mi manera predilecta de hurgar en ellos: era cuando esas personas no estaban presentes y cuando podía encontrar algo que hubieran dejado al pasar; podrían ser rastros, objetos olvidados, o sencillamente objetos que hubieran dejado acomodados mientras se ausentaban –y sobre todo los que hubieran dejado desacomodados por apresuramiento. Pero siempre objetos que hubieran sido usados en un tiempo anterior al que yo observaba. Ellos habrían entrado en la vida de esas personas, ya fuera por azar, por secreta elección, o por cualquier otra causa desconocida; lo importante era que habrían empezado a desempeñar alguna misión o significarían algo para quien los utilizaba y que yo aprovecharía el instante en que esos objetos no acompañaran a esas personas, para descubrir sus secretos o los rastros de sus secretos.


En la sala de Celina había muchas cosas que me provocaban el deseo de buscar secretos. Ya el hecho de estar solo en un lugar desconocido, era una de ellas. Además, el saber que todo lo que había allí pertenecía a Celina, que ella era tan severa y que apretaría tan fuertemente sus secretos me aceleraba con una extraña emoción, el deseo de descubrir o violar secretos.


Al principio había mirado los objetos distraídamente; después me había interesado por los secretos que tuvieran los objetos en sí mismos; y de pronto ellos me sugerían la posibilidad de ser intermediarios de personas mayores; ellos –o tal vez otros que yo no miraba en ese momento– podrían ser encubridores o estar complicados en actos misteriosos. Entonces me parecía que alguno me hacía una secreta seña para otro, que otro se quedaba quieto haciéndose el disimulado, que otro le devolvía la seña al que lo había acusado primero, hasta que por fin me cansaban, se burlaban, jugaban entendimientos entre ellos y yo quedaba desairado. Debe de haber sido en uno de esos momentos que me rozaron la atención, como de paso, las insinuantes ondulaciones de las curvas de las mujeres. Y así me debo de haber sentido navegando en algunas ondas, para ser interferido después, por la mirada de aquel marido. Pero cuando ya había sido llamado varias veces y de distintos lugares de la sala por los distintos personajes que al rato me desairaban, me encontraba con que el principio había estado orientado hacia un secreto que me interesaba más, y después había sido interrumpido y entretenido por otro secreto inferior. Tal vez anduviera mejor encaminado cuando les levantaba las polleras a las sillas.


Una vez las manos se me iban para las polleras de una silla y me las detuvo el ruido fuerte que hizo la puerta que daba al zaguán, por donde entraba apurada Celina cuando venía de la calle. Yo no tuve más tiempo que el de recoger las manos, cuando llegó hasta mí, como de costumbre y me dio un beso. –Esta costumbre fue despiadadamente suprimida una tarde a la hora de despedirnos; le dijo a mi madre algo así: “Este caballero ya va siendo grande y habrá que darle la mano” –. Celina traía severamente ajustado de negro su cuerpo alto y delgado como si se hubiese pasado las manos muchas veces por encima de las curvas que hacía el corsé para que no quedara la menor arruga en el paño grueso del vestido. Y así había seguido hasta arriba ahogándose con un cuello que le llegaba hasta las orejas. Después venía la cara muy blanca, los ojos muy negros, la frente muy blanca y el pelo muy negro, formando un peinado redondo como el de una reina que había visto en unas monedas y que parecía un gran budín quemado.


Yo recién empezaba a digerir la sorpresa de la puerta, de la entrada de Celina y del beso, cuando ella volvía a aparecer en la sala. Pero en vez de venir severamente ajustada de negro, se había puesto encima un batón blanco de tela ligera y almidonada, de mangas cortas, acampanadas y con volados. –Del volado salía el brazo con el paño negro del vestido que traía de la calle, ajustado hasta las muñecas–. Esto ocurría en invierno; pero en verano, de aquel mismo batón salía el brazo completamente desnudo. Al aparecer de entre los volados endurecidos por el almidón, yo pensaba en unas flores artificiales que hacía una señora a la vuelta de casa. (Una vez mamá se paró a conversar con ella. Tenía un cuerpo muy grande, de una gordura alegre; y visto desde la vereda cuando ella estaba parada en el umbral de su puerta, parecía inmenso. Mi madre le dijo que me llevaba a la lección de piano; entonces ella, un poco agitada, le contestó: “Yo también empecé a estudiar el piano; y estudiaba y estudiaba y nunca veía el adelanto, no veía el resultado. En cambio ahora que hago flores y frutas de cera, las veo... las toco... es algo, usted comprende”. Las frutas, eran grandes bananas amarillas y grandes manzanas coloradas. Ella era hija de un carbonero, muy blanca, rubia, con unos cachetes naturalmente rojos y las frutas de cera parecían como hijas de ella.)


Un día de invierno me había acompañado a la lección mi abuela; ella había visto sobre las teclas blancas y negras mis manos de niño de diez años, moradas por el frío, y se le ocurrió calentármelas con las de ella. (El día de la lección se las perfumaba con agua Colonia –mezclada con agua simple, que quedaba de un color lechoso, como la horchata. Con esa misma agua hacía buches para disimular el olor a unos cigarros de hoja que venían en paquetes de veinticinco y por los que tanto rabiaba si mi padre no se los conseguía exactamente de la misma marca, tamaño y gusto.)


Como estábamos en invierno, pronto era la noche. Pero las ventanas no la habían visto entrar: se habían quedado distraídas contemplando hasta último momento, la claridad del cielo. La noche subía del piso y de entre los muebles, donde se esparcían las almas negras de las sillas. Y entonces empezaban a flotar tranquilas, como pequeños fantasmas inofensivos, las fundas blancas. De pronto Celina se ponía de pie, encendía una pequeña lámpara y la engarzaba por medio de un resorte, en un candelabro del piano. Mi abuela y yo al acercarnos nos llenábamos de luz como si nos hubieran echado encima un montón de paja transparente. En seguida Celina ponía la pantalla y ya no era tan blanca su cara cargada de polvos, como una aparición, ni eran tan crudos sus ojos, ni su pelo negrísimo.


Cuando Celina estaba sentada a mi lado yo nunca me atrevía a mirarla. Endurecía el cuerpo como si estuviera sentado en un carricoche, con el freno trancado y ante un caballo. (Si era lerdo lo castigarían para que se apurara; y si era brioso, tal vez disparara desbocado y entonces las consecuencias serían peores.) Únicamente cuando ella hablaba con mi abuela y apoyaba el antebrazo en una madera del piano yo aprovechaba a mirarle una mano. Y al mismo tiempo ya los ojos se habían fijado en el paño negro de la manga que le llegaba hasta la muñeca.


Los tres nos habíamos acercado a la luz y a los sonidos (más bien a esperar sonidos, porque yo los hacía con angustiosos espacios de tiempo y siempre se esperaban más y casi nunca se satisfacía del todo la espera y éramos tres cabezas que trabajábamos lentamente, como en los sueños, y pendientes de mis pobres dedos). Mi abuela había quedado rezagada en la penumbra porque no había arrimado bastante su sillón y parecía suspendida en el aire. Con su gordura –forrada con un eterno batón gris de cuellito de terciopelo negro– cubría todas las partes del sillón: solamente sobraba un poco de respaldo a los costados de la cabeza. La penumbra disimulaba sus arrugas –las de las mejillas eran redondas y separadas como las que hace una piedra al caer en una laguna; las de la frente eran derechas y añadidas como las que hace un poco de viento cuando pasa sobre agua dormida. La cara redonda y buena, venía muy bien para la palabra “abuela”; fue ella la que me hizo pensar en la redondez de esa palabra. (Si algún amigo tenía una abuela de cara flaca, el nombre de “abuela” no le venía bien y tal vez no fuera tan buena como la mía.)


En muchos ratos de la lección mi abuela quedaba acomodada y como guardada en la penumbra. Era más mía que Celina; pero en aquellos momentos ocupaba el espacio oscuro de algo demasiado sabido y olvidado. Otras veces ella intervenía espontáneamente movida por pensamientos que yo nunca podía prever pero que reconocía como suyos apenas los decía. Algunos de esos pensamientos eran abstrusos y para comunicarlos elegía palabras ridículas –sobre todo si se trataba de música. Cuando ya había repetido muchas veces esas mismas palabras, yo no las atendía y me eran tan indiferentes como objetos que hubiera puesto en mi pieza mucho tiempo antes: de pronto, al encontrarlos en un sitio más importante, me irritaba, pues creía descubrir el engaño de que ellos pretendieran aparecer como nuevos siendo viejos, y porque me molestaba su insistencia, la intención de volver a mostrármelos para que los viera mejor, para que me convenciera de su valor y me arrepintiera de la injusticia de no haberlos considerado desde un principio. Sin embargo es posible que ella pensara cosas distintas y que a pesar del esfuerzo por decirme algo nuevo, esos pensamientos vinieran a sintetizarse, al final, en las mismas palabras, como si me mostrara siempre un mismo jarrón y yo no supiera que adentro hubiera puesto cosas distintas. Algunas veces parecía que ella se daba cuenta, después de haber dicho una misma cosa, que no sólo no decía lo que quería sino que repetía siempre lo mismo. Entonces era ella la que se irritaba y decía a tropezones y queriendo ser irónica: “Hacé caso a lo que te dice la maestra; ¿no ves que sabe más que vos?”.


En casa de Celina –y aunque ella no estuviera presente– los arrebatos de mi abuela no eran peligrosos. Algo había en aquella sala que siempre se los enfriaba a tiempo. Además, aquél era un lugar en que no sólo yo debía mostrar educación, sino también ella. Tenía un corazón fácil a la bondad y muchas actitudes mías le hacían gracia. Aunque el estilo de mis actitudes fuera el mismo, a ella le parecían nuevas si yo las producía en situaciones distintas y en distintas formas: le gustaba reconocer en mí algo ya sabido y algo diferente al mismo tiempo. Todavía la veo reírse saltándole la barriga debajo de un delantal, saltándole entre los dedos un papel verde untado de engrudo que iba envolviendo en un alambre mientras hacía cabos a flores artificiales –aquellos cabos le quedaban demasiado gruesos, grotescos, abultados por pelotones de engrudo y desproporcionados con las flores. Además le saltaba un pañuelo que tenía en la cabeza y un pucho de cigarro de hoja que siempre tenía en la boca. Pero su corazón también era fácil a la ira. Entonces se le llenaba la cara de fuego, de palabrotas y de gestos; también se le llenaba el cuerpo de movimientos torpes y enderezaba a un lugar donde estaba colgado un rebenque muy lindo con unas anillas de plata que había sido del esposo.


En casa de Celina, apenas si se le escapaba la insinuación de una amenaza. Y mucho menos un manotón: yo podía sentarme tranquilamente al lado de ella. Aún más: cuando Celina era muy severa o se olvidaba que yo no había podido estudiar por alguna causa ajena a mi voluntad, yo buscaba a mi abuela con los ojos; y si no me atrevía a mirarla, la llamaba con la atención, pensando fuertemente en ella y endureciendo mi silencio. Ella tardaba en acudir; al fin la sentía venir en mi dirección, como un vehículo pesado que avanza con lentitud, con esfuerzo, echando humo y haciendo una cantidad de ruidos raros provocados por un camino pedregoso. En aquellos instantes, cuando aparecían en la superficie severa de Celina rugosidades ásperas, cuando yo trancaba mi carricoche y mi abuela acudía afanosa como una aplanadora antigua, parecía que habíamos sido invitados a una pequeña pesadilla.


Colocado a través de las teclas, como un riel sobre durmientes, había un largo lápiz rojo. Yo no lo perdía de vista porque quería que me compraran otro igual. Cuando Celina lo tomaba para apuntar en el libro de música, los números que correspondían a los dedos, el lápiz estaba deseando que lo dejaran escribir. Como Celina no lo soltaba, él se movía ansioso entre los dedos que lo sujetaban, y con su ojo único y puntiagudo miraba indeciso y oscilante de un lado para otro. Cuando lo dejaban acercarse al papel, la punta parecía un hocico que husmeaba algo, con instinto de lápiz, desconocido para nosotros, y registraba entre las patas de las notas buscando un lugar blanco donde morder. Por fin Celina lo soltaba y él, con movimientos cortos, como un chanchito cuando mama, se prendía vorazmente del blanco del papel, iba dejando las pequeñas huellas firmes y acentuadas de su corta pezuña negra y movía alegremente su larga cola roja.


Celina me hacía poner las manos abiertas sobre las teclas y con los dedos de ella levantaba los míos como si enseñara a una araña a mover las patas. Ella se entendía con mis manos mejor que yo mismo. Cuando las hacía andar con lentitud de cangrejos entre pedruscos blancos y negros, de pronto las manos encontraban sonidos que encantaban todo lo que había alrededor de la lámpara y los objetos quedaban cubiertos por una nueva simpatía.


Una vez ella me repetía una cosa que mi cabeza entendía pero las manos no. Llegó un momento en que Celina se enojó y vi aumentar su ira más rápidamente que de costumbre. Me tomó tan distraído como si me hubiera olvidado algo en el fuego y de pronto lo sintiera derramarse. En el apuro ya ella había tomado aquel lápiz rojo tan lindo y yo sentía sonar su madera contra los huesos de mis dedos, sin darme tiempo a saber que me pegaba. Tenía que atender muchas cosas que me asaltaban a la vez; pero ya me había empezado a crecer un dolor que no tenía más remedio que atender en primer término. Se me hinchaban unas inaguantables ganas de llorar. Las apretaba con todas mis fuerzas mientras me iba cayendo en los oídos, en la cara, en la cabeza y por todo el cuerpo un silencio de pesadilla. De todo aquello que era el piano, la lámpara y Celina con el lápiz todavía en la mano, me llegaba un calor extraño. En aquel momento los objetos tenían más vida que nosotros. Celina y mi abuela se habían quedado quietas y forradas con el silencio que parecía venir de lo oscuro de la sala junto con la mirada de los muebles. En el instante de la sorpresa se me había producido un vacío que en seguida empezó a llenarse con muchas angustias. Después había hecho un gran esfuerzo por salir del vacío y dejar que se llenara solo. Di algo así como un salto hacia atrás retrocediendo en el tiempo de aquel silencio y pensé que también ellas lo estarían rellenando con algo. Me pareció sentir que se habían mirado y que esas miradas me habían rozado las espaldas y querían decir: “Fue necesario castigarlo; pero la falta no es grave; además él sufre mucho”. Pero esta desdichada suposición, fue la señal para que alguien rompiera las represas de un río. Fue entonces cuando se llenó el vacío de mi silencio. Por la corriente del río había visto venir –y no lo había conocido– un pensamiento retrasado. Había llegado sigilosamente, se había colocado cerca y después había hecho explosión. ¿Cómo era que Celina me pegaba y me dominaba, cuando era yo el que me había hecho la secreta promesa de dominarla? Hacía mucho que yo tenía la esperanza de que ella se enamorara de mí –si es que no lo estaba ya. Y aquella suposición de hacía un instante –la de que me tendría lástima– fue la que atrajo y apresuró este pensamiento antagónico: mi propósito íntimo de dominarla.


Saqué las manos del teclado y apreté los puños contra mis pantalones. Ella quiso, sin duda, evitar que yo llorara –recuerdo muy bien que no lo hice– y me mandó que siguiera la lección. Yo me quedé mucho rato sin levantar la cabeza ni las manos, hasta que ella volvió a enojarse y dijo: “Si no quiere dar la lección, se irá”. Siguió hablándole a mi abuela y yo me puse de pie. Apenas estuvimos en la puerta de calle la despedida fue corta y mi abuela y yo empezamos a cruzar la noche. En seguida de pasar bajo unos grandes árboles –las magnolias estaban apagadas– mi abuela me amenazó para cuando llegáramos a casa: había dado lugar a que Celina me castigara y además no había querido seguir la lección.

A mí no se me importaba ya las palizas que me dieran. Pensaba que Celina y yo habíamos terminado. Nuestra historia había sido bien triste. Y no sólo porque ella fuera mayor que yo –me llevaría treinta años.


Nuestras relaciones habían empezado –como ocurre tantas veces– por una vieja vinculación familiar. (Celina había estudiado el piano con mi madre en las faldas. Mamá tendría entonces cuatro años.) Esta vinculación ya se había suspendido antes que yo naciera. Y cuando las familias se volvieron a encontrar, entre las novedades que se habían producido, estaba yo. Pero Celina me había inspirado el deseo de que yo fuera para ella una novedad interesante. A pesar de su actitud severa y de que su cara no se le reía, me miraba y me atendía de una manera que me tentaba a registrarla: era imposible que no tuviera ternura. Al hablarle a mamá se veía que la quería. Una vez, en las primeras lecciones, había dicho que yo me parecía a mi madre. Entonces, en los momentos que nos comparaba, cuando miraba algunos rasgos de mi madre y después los míos, parecía que sus ojos negros sacaran un poco de simpatía de los rasgos de mi madre y la pusieran en los míos. Pero de pronto se quedaba mirando los míos un ratito más y sería entonces cuando encontraba algo distinto, cuando descubría lo nuevo que había en mi persona y cuando yo empezaba a sentir deseos de que ella siguiera preocupándose de mí. Además, yo no sólo sería distinto a mi madre en algunos rasgos, sino también en algunas maneras de ser. Yo tenía una manera de estar parado al lado de una silla, con un brazo recostado en el respaldo y con una pierna cruzada, que no la tenía mi madre.


Como siempre tenía dificultad para engañar a las personas mayores –me refiero a uno de los engaños que se prolongan hasta que se hace difícil que las personas mayores los descubran–, por eso no creí haber engañado a Celina con mis poses hasta después de mucho tiempo y cuando ella le había llamado la atención a mi madre sobre la condición natural mía de quedar siempre en una buena postura. Y sobre todo creí, porque también habían comentado las poses en que quedaban algunas personas cuando dormían. Y eso era cierto. Casi diría que esa verdad había acogido y envuelto cariñosamente mi mentira. Al principio la observación de Celina me produjo extrañeza y emoción. Ella no sabía qué sentimientos míos había sacudido. Primero yo estaba tan tranquilo como un vaso de agua encima de una mesa; después ella había pasado muy cerca y sin darse cuenta había tropezado con la mesa y había agitado el agua del vaso.


A mí me parecía mentira que hubiera logrado engañarla. En seguida empecé a mirarla queriendo saber si se reía de mí; después pensé si yo realmente, no podría hacer las poses sin querer. Y por último recordé que cuando Celina me había inspirado la idea de que yo debía gustarle, cuando me daba tanto placer suponer lo que ella pensaría de mí y cuando empecé a creer que yo tendría algo, un no sé qué interesante, entonces decidí cuidar mis poses y tuve el propósito de tratar continuamente de llamarle la atención con una manera de ser original y llena de novedades. Estos recuerdos me fueron tranquilizando, como si el agua del vaso que estaba en la mesa donde Celina había tropezado sin querer, hubiera vuelto a quedarse quieta. Ahora que yo había logrado engañarla –como podría engañar a cualquier persona mayor y sobre todo estando de visita– me sentía más independiente, más personal: y hasta podría encontrar la manera de que Celina se enamorara de mí. Pero claro, esto era muy difícil; y además, como yo era muy tímido no me hubiera atrevido a preguntar a nadie cómo se hacía. Tendría que conformarme con seguir siendo interesante, novedoso y esperar que ella me hiciera algunas manifestaciones. Mientras tanto yo iría buscando su ternura y escondiéndome entre los arbustos que habría al borde de uno de los caminos que me llevarían hacia ella. Además, si ella tuviera la ternura que yo creía, entraría en mi silencio y adivinaría mi deseo. Yo no podía dejar de suponer cómo sería una persona severa en el momento de ablandarse, de ser tierna con alguien a quien quisiera. Tal vez aquella mano nudosa, que tenía una cicatriz, se ablandara para hacer una caricia y no importara nada el grueso paño negro que le llegaba hasta las muñecas. Tal vez todo eso fuera lindo y tuviera gracia, como tenían todos los objetos, cuando recibían los sonidos que se levantaban del piano. A lo mejor, mientras me hacía una caricia, inclinaría la cabeza, como en el momento de prender la lámpara, y mientras al piano, como a un viejo somnoliento, no le importaba que le pusieran aquella luz en el costado.


Ahora Celina había roto en pedazos todos los caminos; y había roto secretos antes de saber cómo eran sus contenidos. Claro que de cualquier manera todas las personas mayores estaban llenas de secretos. Aunque hablaran con palabras fuertes, esas palabras estaban rodeadas por otras que no se oían. A veces se ponían de acuerdo a pesar de decir cosas diferentes y era tan sorprendente como si creyendo estar de frente se dieran la espalda o creyendo estar en presencia uno de otro anduvieran por lugares distintos y alejados. Como yo era niño tenía libertad de andar alrededor de los muebles donde esas personas estaban sentadas; y lo mismo me dejaban andar alrededor de las palabras que ellas utilizaban. Pero ahora yo no tenía más ganas de buscar secretos. Después de la lección en que Celina me pegó con el lápiz, nos tratábamos con el cuidado de los que al caminar esquivan pedazos de cosas rotas. En adelante tuve el pesar de que nuestra confianza fuera clara pero desoladora, porque la violencia había hecho volar las ilusiones. La claridad era tan inoportuna como si en el cine y en medio de un drama hubieran encendido la luz. Ella tenía mi inocencia en sus manos, como tuvo en otro tiempo la de mi madre.


Cuando llegamos a casa –aquella noche que Celina me pegó y que mi abuela me amenazó por la calle– no me castigaron. El camino era oscuro; mi abuela descifraba los bultos que íbamos encontrando. Algunos eran cosas quietas, pilares, piedras, troncos de árboles, otros eran personas que venían en dirección contraria y hasta encontramos un caballo perdido. Mientras ocurrían estas cosas, a mi abuela se le fue el enojo y la amenaza se quedó en los bultos del camino o en el lomo del caballo perdido.


En casa descubrieron que yo estaba triste; lo atribuyeron al desusado castigo de Celina, pero no sospecharon lo que había entre ella y yo.


Fue una de esas noches en que yo estaba triste, y ya me había acostado y las cosas que pensaba se iban acercando al sueño, cuando empecé a sentir la presencia de las personas como muebles que cambiaran de posición. Eso lo pensé muchas noches. Eran muebles que además de poder estar quietos se movían; y se movían por voluntad propia. A los muebles que estaban quietos yo los quería y ellos no me exigían nada; pero los muebles que se movían no sólo exigían que se les quisiera y se les diera un beso sino que tenían exigencias peores; y además, de pronto, abrían sus puertas y le echaban a uno todo encima. Pero no siempre las sorpresas eran violentas y desagradables; había algunas que sorprendían con lentitud y silencio como si por debajo se les fuera abriendo un cajón y empezaran a mostrar objetos desconocidos. (Celina tenía sus cajones cerrados con llave.) Había otras personas que también eran muebles cerrados, pero tan agradables, que si uno hacía silencio sentía que adentro tenían música, como instrumentos que tocaran solos. Tenían una tía que era como un ropero de espejos colocado en una esquina frente a las puertas: no había nada que no cayera en sus espejos y había que consultarla hasta para vestirse. El piano era una buena persona. Yo me sentaba cerca de él; con unos pocos dedos míos apretaba muchos de los suyos, ya fueran blancos o negros; en seguida le salían gotas de sonidos; y combinando los dedos y los sonidos, los dos nos poníamos tristes.


Una noche tuve un sueño extraño. Estaba en el comedor de Celina. Había una familia de muebles rubios: el aparador y una mesa con todas sus sillas alrededor. Después Celina corría alrededor de la mesa; era un poco distinta, daba brincos como una niña y yo la corría con un palito que tenía un papel envuelto en la punta.













Ha ocurrido algo imprevisto y he tenido que interrumpir esta narración. Ya hace días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento en que ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquel tiempo, sino que me detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era precisamente, la última amarra con el presente. Pero antes que esta amarra se soltara, ocurrió lo siguiente: yo estaba viviendo tranquilamente en una de las noches de aquellos tiempos. A pesar de andar con pasos lentos, de sonámbulo, de pronto tropecé con una pequeña idea que me hizo caer en un instante lleno de acontecimientos. Caí en un lugar que era como un centro de rara atracción y en el que me esperaban unos cuantos secretos embozados. Ellos asaltaron mis pensamientos, los ataron y desde ese momento estoy forcejeando. Al principio, después de pasada la sorpresa, tuve el impulso de denunciar los secretos. Después empecé a sentir cierta laxitud, un cierto placer tibio en seguir mirando, atendiendo el trabajo silencioso de aquellos secretos y me fui hundiendo en el placer sin preocuparme por desatar mis pensamientos. Fue entonces cuando se fueron soltando, lentamente, las últimas amarras que me sujetaban al presente. Pero al mismo tiempo ocurrió otra cosa. Entre los pensamientos que los secretos embozados habían atado, hubo uno que a los pocos días se desató solo. Entonces yo pensaba: “Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo que remar con todas mis fuerzas hacia el presente”.


“Hasta hace pocos días yo escribía y por eso estaba en el presente. Ahora haré lo mismo, aunque la única tierra firme que tenga cerca sea la isla donde está la casa de Celina y tenga que volver a lo mismo. La revisaré de nuevo: tal vez no haya buscado bien”. Entonces, cuando me dispuse a volver sobre aquellos mismos recuerdos me encontré con muchas cosas extrañas. La mayor parte de ellas no habían ocurrido en aquellos tiempos de Celina, sino ahora, hace poco, mientras recordaba, mientras escribía y mientras me llegaban relaciones oscuras o no comprendidas del todo, entre los hechos que ocurrieron en aquellos tiempos y los que ocurrieron después, en todos los años que seguí viviendo. No acertaba a reconocerme del todo a mí mismo, no sabía bien qué movimientos temperamentales parecidos había en aquellos hechos y los que se produjeron después; si entre unos y otros había algo equivalente; si unos y otros no serían distintos disfraces de un mismo misterio.


Por eso es que ahora intentaré relatar lo que me ocurría hace poco tiempo, mientras recordaba aquel pasado.


Una noche de verano yo iba caminando hacia mi pieza, cansado y deprimido. Me entregaba a la inercia que toman los pensamientos cuando uno siente la maligna necesidad de amontonarlos porque sí, para sentirse uno más desgraciado y convencerse de que la vida no tiene encanto. Tal vez la decepción se manifestaba en no importárseme jugar con el peligro y que las cosas pudieran llegar a ser realmente así; o quizá me preparaba para que al otro día empezara todo de nuevo, y sacara más encanto de una pobreza más profunda. Tal vez, mientras me entregaba a la desilusión, tuviera bien agarradas en el fondo del bolsillo las últimas monedas.


Cuando llegué a casa todavía se veían bajo los árboles torcidos y sin podar, las camisas blancas de vecinos que tomaban el fresco. Después de acostado y apagada la luz, daba gusto quejarse y ser pesimista, estirando lentamente el cuerpo entre sábanas más blancas que las camisas de los vecinos.


Fue en una de esas noches, en que hacía el recuento de los años pasados como de monedas que hubiera dejado resbalar de los dedos sin mucho cuidado, cuando me visitó el recuerdo de Celina. Eso no me extrañó como no me extrañaría la visita de una vieja amistad que recibiera cada mucho tiempo. Por más cansado que estuviera, siempre podría hacer una sonrisa para el recién llegado. El recuerdo de Celina volvió al otro día y a los siguientes. Ya era de confianza y yo podía dejarlo solo, atender otras cosas y después volver a él. Pero mientras lo dejaba solo, él hacía en mi casa algo que yo no sabía. No sé qué pequeñas cosas cambiaba y si entraba en relación con otras personas que ahora vivían cerca. Hasta me pareció que una vez que llegó y me saludó, miró más allá de mí y debe haberse entendido con alguien que estaba en el fondo. Pero no sólo ese y otros recuerdos miraban más allá de mí; también me atravesaban y se alejaban algunos pensamientos después de haber estado poco tiempo en mi tristeza.


Y fue una noche en que me desperté angustiado cuando me di cuenta de que no estaba solo en mi pieza: el otro sería un amigo. Tal vez no fuera exactamente un amigo: bien podía ser un socio. Yo sentía la angustia del que descubre que sin saberlo ha estado trabajando a medias con otro y que ha sido el otro quien se ha encargado de todo. No tenía necesidad de ir a buscar las pruebas: éstas venían escondidas detrás de la sospecha como bultos detrás de un paño; invadían el presente, tomaban todas sus posiciones y yo pensaba que había sido él, mi socio, quien se había entendido por encima de mi hombro con mis propios recuerdos y pretendía especular con ellos: fue él quien escribió la narración. ¡Con razón yo desconfiaba de la precisión que había en el relato cuando aparecía Celina!


A mí, realmente a mí, me ocurría otra cosa. Entonces traté de estar solo, de ser yo sólo, de saber cómo recordaba yo. Y así esperé que las cosas y los recuerdos volvieran a ocurrir de nuevo.


En la última velada de mi teatro del recuerdo hay un instante en que Celina entra y yo no sé que la estoy recordando. Ella entra, sencillamente; y en ese momento yo estoy ocupado en sentirla. En algún instante fugaz tengo tiempo de darme cuenta de que me ha pasado un aire de placer porque ella ha venido. El alma se acomoda para recordar, como se acomoda el cuerpo en la banqueta de un cine. No puedo pensar si la proyección es nítida, si estoy sentado muy atrás, quiénes son mis vecinos o si alguien me observa. No sé si yo mismo soy el operador; ni siquiera sé si yo vine o alguien me preparó y me trajo para el momento del recuerdo. No me extrañaría que hubiera sido la misma Celina: desde aquellos tiempos yo podía haber salido de su lado con hilos que se alargan hacia el futuro y ella todavía los manejara.


Celina no siempre entra en el recuerdo como entraba por la puerta de su sala: a veces entra estando ya sentada al costado del piano o en el momento de encender la lámpara. Yo mismo, con mis ojos de ahora no la recuerdo: yo recuerdo los ojos que en aquel tiempo la miraban; aquellos ojos le transmiten a éstos sus imágenes; y también transmiten el sentimiento en que se mueven las imágenes. En ese sentimiento hay una ternura original. Los ojos del niño están asombrados pero no miran con fijeza. Celina tan pronto traza un movimiento como termina de hacerlo; pero esos movimientos no rozan ningún aire en ningún espacio: son movimientos de ojos que recuerdan.


Mi madre o mi abuela le han pedido que toque y ella se sienta ante el piano. Mi abuela pensará: “Va a tocar la maestra”; mi madre: “Va a tocar Celina”; y yo: “Va a tocar ella”. Seguramente que es verano porque la luz de la lámpara hace transparencias en las campanas blancas de sus mangas y en sus brazos desnudos; ellos se mueven haciendo ondas que van a terminar en las manos, las teclas y los sonidos. En verano siento más el gusto a la noche, a las sombras con reflejos de plantas, a las noticias sorprendentes, a esperar que ocurra algo, a los miedos equivocados, a los entresueños, a las pesadillas y a las comidas ricas. Y también siento más el gusto a Celina. Ella no sólo tiene gusto como si la probara en la boca. Todos sus movimientos tienen gusto a ella: y sus ropas y las formas de su cuerpo. En aquel tiempo su voz también debía tener gusto a ella; pero ahora yo no recuerdo directamente nada que sea de oír; ni su voz, ni el piano ni el ruido de la calle; recuerdo otras cosas que ocurrían cuando en el aire había sonido. El cine de mis recuerdos es mudo. Si para recordar me puedo poner los ojos viejos, mis oídos son sordos a los recuerdos.


Ahora han pasado unos instantes en que la imaginación, como un insecto de la noche, ha salido de la sala para recordar los gustos del verano y ha volado distancias que ni el vértigo ni la noche conocen. Pero la imaginación tampoco sabe quién es la noche, quién elige dentro de ella lugares del paisaje, donde un cavador da vuelta la tierra de la memoria y la siembra de nuevo. Al mismo tiempo alguien echa a los pies de la imaginación pedazos de pasado y la imagina- ción elige apresurada con un pequeño farol que mueve, agita y entrevera los pedazos y las sombras. De pronto se le cae el pequeño farol en la tierra de la memoria y todo se apaga. Entonces la imaginación vuelve a ser insecto que vuela olvidando las distancias y se posa en el borde del presente. Ahora, el presente en que ha caído es otra vez la sala de Celina y en este momento Celina no toca el piano. El insecto que vuela en el recuerdo ha retrocedido en el tiempo y ha llegado un poco antes que Celina se siente al piano. Mi abuela y mi madre le vuelven a pedir que toque y lo hacen de una manera distinta a la primera vez. En esta otra visión Celina dice que no recuerda. Se pone nerviosa y al dirigirse al piano tropieza con una silla –que debe de haber hecho algún ruido–; nosotros no debemos darnos cuenta de esto. Ella ha tomado una inercia de fuerte impulso y sobrepasa el accidente olvidándolo en el acto. Se sienta al piano, nosotros deseamos que no le ocurra nada desagradable. Ya va a empezar y apenas tenemos tiempo de suponer que será algo muy importante y que después lo contaremos a nuestras relaciones. Como Celina está nerviosa y ella también comprende que es la maestra quien va a tocar, mi abuela y mi madre tratan de alcanzarle un poco de éxito adelantado; hacen desbordar sus mejores suposiciones y están esperando ansiosamente que Celina empiece a tocar, para poner y acomodar en la realidad lo que habían pensado antes.


Las cosas que yo tengo que imaginar son muy perezosas y tardan mucho en arreglarse para venir. Es como cuando espero el sueño. Hay ruidos a los que me acostumbro pronto y puedo imaginar o dormir como si ellos no existieran. Pero el ruido y los pequeños acontecimientos con los que aquellas tres mujeres llenaban la sala me sacudían la cabeza para todos lados. Cuando Celina empezó a tocar me entretuve en recibir lo que me llegaba a los ojos y a los oídos; me iba acostumbrando demasiado pronto a lo que ocurría sin estar muy sorprendido y sin dar mucho mérito a lo que ella hacía.


Mi madre y mi abuela se habían quedado como en un suspiro empezado y tal vez tuvieran miedo de que en el instante preciso, cuando tuvieran que realizar el supremo esfuerzo para comprender, sus alas fueran tan pobres y de tan corto alcance como las de las gallinas.


Es posible que pasados los primeros momentos, me haya aburrido mucho.


Me he detenido de nuevo. Estoy muy cansado. He tenido que hacer la guardia alrededor de mí mismo para que él, mi socio, no entre en el instante de los recuerdos. Ya he dicho que quiero ser yo solo. Sin embargo, para evitar que él venga tengo que pensar siempre en él; con un pedazo de mí mismo he formado el centinela que hace la guardia a mis recuerdos y a mis pensamientos; pero al mismo tiempo yo debo vigilar al centinela para que no se entretenga con el relato de los recuerdos y se duerma. Y todavía tengo que prestarle mis propios ojos, mis ojos de ahora.


Mis ojos ahora son insistentes, crueles, exigen un gran esfuerzo a los ojos de aquel niño que debe estar cansado y ya debe ser viejo. Además tiene que ver todo al revés; a él no se le permite que recuerde su pasado: él tiene que hacer el milagro de recordar hacia el futuro. Pero ¿por qué es que yo, sintiéndome yo mismo, veo de pronto todo distinto? ¿Será que mi socio se pone mis ojos? ¿Será que tenemos ojos comunes? ¿Mi centinela se habrá quedado dormido y él le habrá robado mis ojos? ¿Acaso no le es suficiente ver lo que ocurre en la calle a través de las ventanas de mi habitación sino que también quiere ver a través de mis ojos? Él es capaz de abrir los ojos de un muerto para registrar su contenido. Él acosa y persigue los ojos de aquel niño; mira fijo y escudriña cada pieza del recuerdo como si desarmara un reloj. El niño se detiene asustado y a cada momento interrumpe su visión. Todavía el niño no sabe –y es posible que ya no lo sepa nunca más– que sus imágenes son incompletas e incongruentes; no tiene idea del tiempo y debe haber fundido muchas horas y muchas noches en una sola. Ha confundido movimientos de muchas personas; ha creído encontrar sentimientos parecidos en seres distintos y ha tenido equivocaciones llenas de encanto. Los ojos de ahora saben esas cosas, pero ignoran muchas otras; ignoran que las imágenes se alimentan de movimiento y que tienen que vivir en un sentimiento dormido. Mi socio detiene las imágenes y el sentimiento se despierta. Clava su mirada en las imágenes como si pinchara mariposas en un álbum. Aunque las imágenes del niño parezcan estar quietas, lo mismo se alimentan de movimiento: hay alguien que hace latir y soñar a los movimientos. Es a ése a quien traicionan mis ojos de ahora. Cuando los ojos del niño toman una parte de las cosas, él supone que están enteras. (Y como a los sueños, al niño no se le importa si sus imágenes son parecidas a las de la vida real o si son completas: él procede como si lo fueran y nada más.) Cuando el niño miraba el brazo desnudo de Celina sentía que toda ella estaba en aquel brazo. Los ojos de ahora quieren fijarse en la boca de Celina y se encuentran con que no pueden saber cómo era la forma de sus labios en relación a las demás cosas de la cara; quieren tomar una cosa y se quedan sin ninguna; las partes han perdido la misteriosa relación que las une; pierden su equilibrio, se separan y se detiene el espontáneo juego de sus proporciones: parecen hechos por un mal dibujante. Si se le antoja articular los labios para ver si encuentra palabras, los movimientos son tan falsos como los de una torpe muñeca de cuerda.


Hay un solo instante en que los ojos de ahora ven bien: es el instante fugaz en que se encuentran con los ojos del niño. Entonces los ojos de ahora se precipitan vorazmente sobre las imágenes creyendo que el encuentro será largo y que llegarán a tiempo. Pero los ojos del niño están defendidos por una inocencia que vive invisible en el aire del mundo. Sin embargo los ojos de ahora persisten hasta cansarse. Todavía antes de dormirse, mi socio, intenta recordar la cara de Celina y al mover el agua del recuerdo las imágenes que están debajo se deforman como vistas en espejos ordinarios donde se movieran los nudos del vidrio.


Recién me doy cuenta de que el recuerdo ha pasado cuando siento en los ojos una molestia física, presente, como un escozor de lágrimas que se han secado en los párpados.


Hace pocos días, al anochecer, se produjo un acontecimiento extraño y sin precedentes en mi persona. Antes, por más raro que fuera lo que ocurría, siempre le encontraba antecedentes: en algún lugar del alma había estado escondido un principio de aquel acontecimiento, alguna otra vez ya se había empezado a ensayar, en mi existencia, un pasaje –acaso el argumento– de aquella última representación. Pero hace pocos días, al anochecer, se inauguró en mí una función sin anuncio previo. No sé si la compañía teatral se había equivocado de teatro, o sencillamente lo había asaltado. Si a mi estado de aquel anochecer le llamara enfermedad, diría que yo no sabía que estaba predispuesto a tenerla; y si esa enfermedad fuera un castigo, diría que habían equivocado la persona del delito. No era el caso que yo sintiera cerca de mí un socio: durante unas horas, yo, completamente yo, fui otra persona: la enfermedad traía consigo la condición de cambiarme. Yo estaba en la situación de alguien que toda la vida ha supuesto que la locura es de una manera; y un buen día, cuando se siente atacado por ella se da cuenta de que la locura no sólo no es como él se imaginaba, sino que el que la sufre, es otro, se ha vuelto otro, y a ese otro no le interesa saber cómo es la locura: él se encuentra metido en ella o ella se ha puesto en él y nada más.


Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo del tipo que yo sería, a pesar de conservar los mismos límites visuales y parecida organización de los datos, iban teniendo un alma distinta. Al tipo que yo sería se le empezaba a insinuar una sonrisa de prestamista, ante la valoración que hace de los recuerdos quien los lleva a empeñar. Las manos del prestamista de los recuerdos, pesaban otra cualidad de ellos: no el pasado personal, cargado de sentimientos íntimos y particulares, sino el peso del valor intrínseco.


Después venía otra etapa: la sonrisa se amargaba y el prestamista de los recuerdos ya no pesaba nada en sus manos: se encontraba con recuerdos de arena, recuerdos que señalaban, simplemente, un tiempo que había pasado: el prestamista había robado recuerdos y tiempos sin valor. Pero todavía vino una etapa peor. Cuando al prestamista le aparecía una sonrisa amarga por haber robado inútilmente, todavía le quedaba alma. Después llegó la etapa de la indiferencia. La sonrisa se borró y él llegó a ser quien estaba llamado a ser: un desinteresado, un vagón desenganchado de la vida.


Al principio, cuando en aquel anochecer empecé a recordar y a ser otro, veía mi vida pasada, como en una habitación contigua. Antes yo había estado y había vivido en esa habitación; aún más, esa habitación había sido mía. Y ahora la veía desde otra, desde mi habitación de ahora, y sin darme cuenta bien qué distancia de espacio ni de tiempo había entre las dos. En esa habitación contigua, veía a mi pobre yo de antes, cuando yo era inocente. Y no sólo lo veía sentado al piano con Celina y la lámpara a un lado y rodeado de la abuela y la madre, tan ignorantes del amor fracasado. También veía otros amores. De todos los lugares y de todos los tiempos llegaban personas, muebles y sentimientos, para una ceremonia que habían iniciado los “habitantes” de la sala de Celina. Pero aunque en el momento de llegar se mezclaran o se confundieran –como si se entreveraran pedazos de viejas películas– en seguida quedaban aislados y se reconocían y se juntaban los que habían pertenecido a una misma sala; se elegían con un instinto lleno de seguridad –aunque reflexiones posteriores demostraran lo contrario. (Algunos, aún después de estas reflexiones, se negaban a separarse y al final no tenían más remedio que conformarse. Otros insistían y lograban apabullar o confundir las reflexiones. Y había otros que desaparecían con la rapidez con que el viento saca un papel de nuestra mesa. Algunos de los que desaparecían como soplados, volaban indecisos, nos llevaban los ojos tras su vuelo y veíamos que iban a caer en otro lugar conocido.) Hechas estas salvedades puedo decir que todos los lugares, tiempos y recuerdos que simpatizaban y concurrían en aquella ceremonia, por más unidos que estuvieran por hilos y sutiles relaciones, tenían la virtud de ignorar absolutamente la existencia de otros que no fueran de su misma estirpe. Cuando una estirpe ensayaba el recuerdo de su historia, solía quedarse mucho rato en el lugar contiguo al que estaba yo cuando observaba. De pronto se detenían, empezaban una escena de nuevo o ensayaban otra que había sido muy anterior. Pero las detenciones y los cambios bruscos, eran amortiguados como si los traspiés fueran hechos por pasos de seda. No se avergonzaban jamás de haberse equivocado y tardaba mucho en cansarse o deformarse la sonrisa que se repetía mil veces. Siempre, un sentimiento anhelante que buscaba algún detalle perdido en la acción animaba todo de nuevo. Cuando un detalle ajeno traía la estirpe que correspondía al intruso, la anterior se desvanecía; y si al rato aparecía de nuevo, aparecía sin resentimiento.


La simpatía que unía a estas estirpes desconocidas entre sí y no dispuestas jamás ni a mirarse, estaba por encima de sus cabezas: era un cielo de inocencia y un mismo aire que todos respiraban. Todavía, y además de reunirse en un mismo lugar y en un cercano tiempo para la ceremonia y los ensayos del recuerdo, tenían otra cosa común: era como una misma orquesta que tocara para distintos “ballets”; todos recibían el compás que les marcaba la respiración del que los miraba. Pero el que los miraba –es decir, yo, cuando me faltaba muy poco para empezar a ser otro– sentía que los habitantes de aquellos recuerdos, a pesar de ser dirigidos por quien los miraba y de seguir con tan mágica docilidad sus caprichos, tenían escondida, al mismo tiempo, una voluntad propia llena de orgullo. En el camino del tiempo que pasó desde que ellos actuaron por primera vez –cuando no eran recuerdos– hasta ahora, parecía que se hubieran encontrado con alguien que les habló mal de mí y que desde entonces tuvieron cierta independencia; y ahora, aunque no tuvieran más remedio que estar bajo mis órdenes, cumplían su misión en medio de un silencio sospechoso; yo me daba cuenta de que no me querían, de que no me miraban, de que cumplían resignadamente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la forma de mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos, con seguridad que no me hubieran conocido. Además, vivían una cualidad de existencia que no me permitía tocarlos, hablarles, ni ser escuchado; yo estaba condenado a ser alguien de ahora; y si quisiera repetir aquellos hechos, jamás serían los mismos. Aquellos hechos eran de otro mundo y sería inútil correr tras ellos. Pero ¿por qué yo no podía ser feliz viendo vivir aquellos habitantes en su mundo? ¿Sería que mi aliento los empañaba o les hacía daño porque yo ahora tenía alguna enfermedad? ¿Aquellos recuerdos serían como niños que de pronto sentían alguna instintiva repulsión a sus padres o pensaban mal de ellos? ¿Yo tendría que renunciar a esos recuerdos como un mal padre renuncia a sus hijos? Desgraciadamente, algo de eso ocurría.


En la habitación que yo ocupaba ahora, también había recuerdos. Pero éstos no respiraban el aire de ningún cielo de inocencia ni tenían el orgullo de pertenecer a ninguna estirpe. Estaban fatalmente ligados a un hombre que tenía “cola de paja” y entre ellos existía el entendimiento de la complicidad. Éstos no venían de lugares lejanos ni traían pasos de danza; éstos venían de abajo de la tierra, estaban cargados de remordimientos y reptaban en un ambiente pesado, aun en las horas más luminosas del día.


Es angustiosa y confusa la historia que se hizo en mi vida, desde que fui el niño de Celina hasta que llegué a ser el hombre de “cola de paja”.


Algunas mujeres veían al niño de Celina, mientras conversaban con el hombre. Yo no sabía que ese niño era visible en el hombre. Pero fue el mismo niño quien observó y quien me dijo que él estaba visible en mí, que aquellas mujeres lo miraban a él y no a mí. Y sobre todo, fue él quien las atrajo y las engañó primero. Después las engañó el hombre valiéndose del niño. El hombre aprendió a engañar como engañan los niños; y tuvo mucho que aprender y que copiarse. Pero no contó con los remordimientos y con que los engaños, si bien fueron aplicados a pocas personas, éstas se multiplicaban en los hechos y en los recuerdos de muchos instantes del día y de la noche. Por eso es que el hombre pretendía huir de los remordimientos y quería entrar en la habitación que había tenido antes, donde ahora los habitantes de la sala de Celina habían iniciado la ceremonia. Pero la tristeza de que en aquellas estirpes no lo quisieran y que ni siquiera lo miraran se agrandaba cada vez más, al recordar algunas personas engañadas. El hombre las había engañado con las artimañas del niño; pero después el niño había engañado al mismo hombre que lo utilizaba, porque el hombre se había enamorado de algunas de sus víctimas. Eran amores tardíos, como de lejana o legendaria perversidad. Y esto no fue lo más grave. Lo peor fue que el niño, con su fuerza y su atracción, logró seducir al mismo hombre que él fue después; porque los encantos del niño fueron más grandes que los del hombre y porque al niño le encantaba más la vida que al hombre.


Y fue en las horas de aquel anochecer, al darme cuenta de que ya no podía tener acceso a la ceremonia de las estirpes que vivían bajo el mismo cielo de inocencia, cuando empecé a ser otro.


Primero había comprendido que los representantes de aquellas estirpes no me miraban, porque yo estaba del otro lado de los recuerdos, de los que tenían el lomo cargado de remordimientos; y la carga estaba tan bien pegada como la joroba de los camellos. Después comprendí que los dos lados de los recuerdos eran como los dos lados de mi cuerpo: me apoyaba en uno o en otro, cambiaba de posición como el que no se puede dormir y no sabía sobre cuál de los dos caería la suerte del sueño. Pero antes de dormir estaba a expensas de los recuerdos como un espectador obligado a presenciar el trabajo de dos compañías de cualidades muy distintas y sin saber qué escenario y qué recuerdos se encenderían primero, cómo sería su alternancia y las relaciones que tendrían los que actuaban, pues las compañías tenían un local y un empresario común, participaba casi siempre un mismo autor y trabajaban siempre un niño y un hombre.


Entonces, cuando supe que no podría prescindir de aquellos espectáculos y de que a pesar de ser tan imprecisos y actuar en un tiempo tan mezclado, tenían tan fuerte influencia en la vida que se dirigía hacia el futuro, entonces, empecé a ser otro, a cambiar el presente y el camino del futuro, a ser el prestamista que ya no pesaba nada en sus manos y a tratar de suprimir el espacio donde se producían todos los espectáculos del recuerdo. Tenía una gran pereza de sentir; no quería tener sentimientos ni sufrir con recuerdos que eran entre sí como enemigos irreconciliables. Y como no tenía sentimientos había perdido hasta la tristeza de mí mismo: ni siquiera tenía tristeza de que los recuerdos ocuparan un lugar inútil. Yo también me volvía tan inútil como si quedara para hacer la guardia alrededor de una fortaleza que no tenía soldados, armas ni víveres.


Solamente me había quedado la costumbre de dar pasos y de mirar cómo llegaban los pensamientos: eran como animales que tenían la costumbre de venir a beber a un lugar donde ya no había más agua. Ningún pensamiento cargaba sentimientos: podía pensar, tranquilamente, en cosas tristes: solamente eran pensadas. Ahora se me acercaban los recuerdos como si yo estuviera tirado bajo un árbol y me cayeran hojas encima: las vería y las recordaría porque me habían caído y porque las tenía encima. Los nuevos recuerdos serían como atados de ropa que me pusieran en la cabeza: al seguir caminando los sentiría pesar en ella y nada más. Yo era como aquel caballo perdido de la infancia: ahora llevaba un carro detrás y cualquiera podía cargarle cosas: no las llevaría a ningún lado y me cansaría pronto.


Aquella noche, al rato de estar acostado, abrí los párpados y la oscuridad me dejó los ojos vacíos. Pero allí mismo empezaron a levantarse esqueletos de pensamientos –no sé qué gusanos les habrían comido la ternura. Y mientras tanto, a mí me parecía que yo iba abriendo, con la más perezosa lentitud, un paraguas sin género.


Así pasé las horas que fui otro. Después me dormí y soñé que estaba en una inmensa jaula acompañado de personas que había conocido en mi niñez; además había muchas terneras que salían por una puerta para ir al matadero. Entre las terneras había una niña que también llevarían a matar. La niña decía que no quería ir porque estaba cansa- da y todas aquellas gentes se reían por la manera con que aquella inocente quería evitar la muerte; pero para ellos ir a la muerte era una cosa que tenía que ser así y no había por qué afligirse.


Cuando me desperté me di cuenta de que en el sueño, la niña era considerada como ternera por mí también; yo tenía el sentimiento de que era una ternera; no sentía la diferencia más que como una mera variante de forma y era muy natural que se le diera trato de ternera. Sin embargo me había conmovido que hubiera dicho que no quería ir porque estaba cansada; y yo estaba bañado en lágrimas.


Durante el sueño la marea de las angustias había subido hasta casi ahogarme. Pero ahora me encontraba como arrojado sobre una playa y con un gran alivio. Iba siendo más feliz a medida que mis pensamientos palpaban todos mis sentimientos y me encontraba a mí mismo. Ya no sólo no era otro, sino que estaba más sensible que nunca: cualquier pensamiento, hasta la idea de una jarra con agua, venía lleno de ternura. Amaba mis zapatos, que estaban solos, desabrochados y siempre tan compañeros uno al lado del otro. Me sentía capaz de perdonar cualquier cosa, hasta los remordimientos. –Más bien serían ellos los que me tenían que perdonar a mí.


Todavía no era la mañana. En mí todo estaba aclarando un poco antes que el día. Había pensado escribir. Entonces reapareció mi socio: él también se había salvado: había sido arrojado a otro lugar de la playa. Y apenas yo pensara escribir mis recuerdos, ya sabía que él aparecía.


Al principio, mi socio apareció como de costumbre: esquivando su presencia física, pero amenazando entrar en la realidad bajo la forma vulgar que trae cualquier persona que viene del mundo. Porque antes de aquella madrugada, yo estaba en un lugar y el mundo en otro. Entre el mundo y yo había un aire muy espeso; en los días muy claros yo podía ver el mundo a través de ese aire y también sentir el ruido de la calle y el murmullo que hacen las personas cuando hablan. Mi socio era el representante de las personas que habitaban el mundo. Pero no siempre me era hostil y venía a robar mis recuerdos y a especular con ellos; a veces se presentaba casi a punto de ser una madre que me previniera contra un peligro y me despertaba el instinto de conservación; otras veces me reprendía porque yo no salía al mundo, –y como si me reprendiera mi madre, yo bajaba los ojos y no lo veía–; también aparecía como un amigo que me aconsejaba escribir mis recuerdos y despertaba mi vanidad. Cuando más lo apreciaba era cuando me sugería la presencia de amigos que yo había querido mucho y que me ayudaban a escribir dándome sabios consejos. Hasta había sentido, algunas veces, que me ponía una mano en un hombro. Pero otras veces yo no quería los consejos ni la presencia de mi socio bajo ninguna forma. Era en algunas etapas de la enfermedad del recuerdo: cuando se abrían las representaciones del drama de los remordimientos y cuando quería comprender algo de mi destino a través de las relaciones que había en distintos recuerdos de distintas épocas. Si sufría los remordimientos en una gran soledad, después me sentía con derecho a un período más o menos largo de alivio; ese sufrimiento era la comida que por más tiempo calmaba a las fieras del remordimiento. Y el placer más grande estaba en registrar distintos recuerdos para ver si encontraba un secreto que les fuera común, si los distintos hechos eran expresiones equivalentes de un mismo sentido de mi destino. Entonces, volvía a encontrarme con un olvidado sentimiento de curiosidad infantil, como si fuera a una casa que había en un rincón de un bosque donde yo había vivido rodeado de personas y ahora revolviera los muebles y descubriera secretos que en aquel tiempo yo no había sabido –tal vez los hubieran sabido las otras personas. Ésta era la tarea que más deseaba hacer solo, porque mi socio entraría en esa casa haciendo mucho ruido y espantaría el silencio que se había posado sobre los objetos. Además mi socio traería muchas ideas de la ciudad, se llevaría muchos objetos, les cambiaría su vida y los pondría de sirvientes de aquellas ideas; los limpiaría, les cambiaría las partes, los pintaría de nuevo y ellos perderían su alma y sus trajes. Pero mi terror más grande era por las cosas que suprimiría, por la crueldad con que limpiaría sus secretos, y porque los despojaría de su real imprecisión, como si quitara lo absurdo y lo fantástico a un sueño.


Era entonces cuando yo disparaba de mi socio; corría como un ladrón al centro de un bosque a revisar solo mis recuerdos y cuando creía estar aislado empezaba a revisar los objetos y a tratar de rodearlos de un aire y un tiempo pasado para que pudieran vivir de nuevo. Entonces empujaba mi conciencia en sentido contrario al que había venido corriendo hasta ahora; quería volver a llevar savia a plantas, raíces o tejidos que ya debían estar muertos o disgregados. Los dedos de la conciencia no sólo encontraban raíces de antes sino que descubrían nuevas conexiones; encontraban nuevos musgos y trataban de seguir las ramazones; pero los dedos de la conciencia entraban en un agua en que estaban sumergidas las puntas; y como esas terminaciones eran muy sutiles y los dedos no tenían una sensibilidad bastante fina, el agua confundía la dirección de las raíces y los dedos perdían la pista. Por último los dedos se desprendían de mi conciencia y buscaban solos. Yo no sabía qué vieja relación había entre mis dedos de ahora y aquellas raíces; si aquellas raíces dispusieron en aquellos tiempos que estos dedos de ahora llegaran a ser así y tomaran estas actitudes y estos caminos de vuelta, para encontrarse de nuevo con ellas. No podía pensar mucho en esto, porque sentía pisadas. Mi socio estaría detrás de algún tronco o escondido en la copa de un árbol. Yo volvía a emprender la fuga como si disparara más hacia el centro de mí mismo; me hacía más pequeño, me encogía y me apretaba hasta que fuera como un microbio perseguido por un sabio; pero bien sabía yo que mi socio me seguiría, que él también se transformaría en otro cuerpo microscópico y giraría a mi alrededor atraído hacia mi centro.


Y mientras me rodeaba, yo también sabía qué cosas pensaba, cómo contestaba a mis pensamientos y a mis actos; casi diría que mis propias ideas llamaban las de él; a veces yo pensaba en él con la fatalidad con que se piensa en un enemigo y las ideas de él me invadían inexorablemente. Además tenían la fuerza que tienen las costumbres del mundo. Y había costumbres que me daban una gran variedad de tristezas. Sin embargo aquella madrugada yo me reconcilié con mi socio. Yo también tenía variedad de costumbres tristes; y aunque las mías no venían bien con las del mundo, yo debía tratar de mezclarlas. Como yo quería entrar en el mundo, me propuse arreglarme con él y dejé que un poco de mi ternura se derramara por encima de todas las cosas y las personas. Entonces descubrí que mi socio era el mundo. De nada valía que quisiera separarme de él. De él había recibido las comidas y las palabras. Además, cuando mi socio no era más que el representante de alguna persona –ahora él representaba al mundo entero–, mientras yo escribía los recuerdos de Celina, él fue un camarada infatigable y me ayudó a convertir los recuerdos –sin suprimir los que cargaban remordimientos–, en una cosa escrita. Y eso me hizo mucho bien. Le perdono las sonrisas que hacía cuando yo me negaba a poner mis recuerdos en un cuadriculado de espacio y de tiempo. Le perdono su manera de golpear con el pie cuando le impacientaba mi escrupulosa búsqueda de los últimos filamentos del tejido del recuerdo; hasta que las puntas se sumergían y se perdían en el agua; hasta que los últimos movimientos no rozaban ningún aire en ningún espacio.


En cambio debo agradecerle que me siguiera cuando en la noche yo iba a la orilla de un río a ver correr el agua del recuerdo. Cuando yo sacaba un poco de agua en una vasija y estaba triste porque esa agua era poca y no corría, él me había ayudado a inventar recipientes en que contenerla y me había consolado contemplando el agua en las variadas formas de los cacharros. Después habíamos inventado una embarcación para cruzar el río y llegar a la isla donde estaba la casa de Celina. Habíamos llevado pensamientos que luchaban cuerpo a cuerpo con los recuerdos; en su lucha habían derribado y cambiado de posición muchas cosas; y es posible que haya habido objetos que se perdieran bajo los muebles. También debemos de haber perdido otros por el camino; porque cuando abríamos el saco del botín, todo se había cambiado por menos, quedaban unos poquitos huesos y se nos caía el pequeño farol en la tierra de la memoria.


Sin embargo, a la mañana siguiente volvíamos a convertir en cosa escrita lo poco que habíamos juntado en la noche.


Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo. La cara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, también están cegadas por un tiempo inmenso que se hizo grande por encima del mundo. Y escondido en el aire de aquel cielo, hubo también un cielo de tiempo: fue él quien le quitó la memoria a los objetos. Por eso es que ellos no se acuerdan de mí. Pero yo los recuerdo a todos y con ellos he crecido y he cruzado el aire de muchos tiempos, caminos y ciudades. Ahora, cuando los recuerdos se esconden en el aire oscuro de la noche y sólo se enciende aquella lámpara, vuelvo a darme cuenta de que ellos no me reconocen y que la ternura, además de haberse vuelto lejana también se ha vuelto ajena. Celina y todos aquellos habitantes de su sala me miran de lado; y si me miran de frente, sus miradas pasan a través de mí, como si hubiera alguien detrás, o como si en aquellas noches yo no hubiera estado presente. Son como rostros de locos que hace mucho se olvidaron del mundo. Aquellos espectros no me pertenecen. ¿Será que la lámpara y Celina y las sillas y su piano están enojados conmigo porque yo no fui nunca más a aquella casa? Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos: pero no puedo encontrar las miradas que aquellos “habitantes” pusieron en él.


Montevideo, 1943