XIV
El caballero de las botas azules​​
Cuento extraño (1867) de Rosalía de Castro
Capítulo XV
XVI

Capítulo XV

La marquesita de Mara-Mari había llorado de impaciencia y de ira al ver la tardanza del duque.

Ella, cuidada como una delicada flor, ella, adorada por los galanes más imberbes quizá pero también los más elegantes de la corte, ella, en fin, la heredera de la nobilísima casa de Mara-Mari y a quien todos servían casi de rodillas, ¡tener que esperar tanto tiempo a un hombre!

El caso era poco menos que increíble.

¡Haberse dignado ir hasta la casa del duque, saber éste que ella le aguardaba y no apresurarse a venir! ¡Infeliz!, ¡mil veces infeliz caballero, si llegaba a amarla!

Cansada la linda marquesa de pasear por la estancia y de morder las sonrosadas uñas, se había reclinado sobre un diván medio ahogada por la cólera, cuando sintió que una puerta se abría suavemente. ¡Al fin se ha acordado de que me encuentro aquí!, pensó la joven suspirando sordamente, mientras su rostro, momentos antes sombrío, tomaba de pronto aquel lánguido aspecto que le era peculiar, aquella espiritual melancolía que la hacía asemejarse a esos ángeles a quienes pintan derramando flores sobre la tumba de un niño.

La hermosa no se dignó siquiera mirar al duque, esperando con aire un tanto altivo a oír sus excusas; mas su admiración no tuvo límites al ver que el delincuente arrastraba un sillón y se sentaba familiarmente a su lado diciéndola:

-Bella marquesa, qué extrañas cosas voy a contarle a usted. Por mi nombre, he visto lo que no pensaba ver.

-Muy extrañas serán, ciertamente, cuando tanto tiempo han entretenido al señor duque, repuso la joven dando a sus palabras un marcado acento de frío desdén.

-Como que la estuve a usted contemplando, amiga mía, mientras usted se creía lejos de toda mirada.

-¡Cómo! -exclamó la joven con temblorosa voz-. ¡Caballero! ¿Se me ha espiado?

-Contemplado he dicho, señorita.

-Es lo mismo, señor duque; eso es indigno...

-¿Por qué, marquesa? ¿Quién no se goza en contemplar belleza?

-Porque yo estaba sola... y...

-¿Y qué? «Cuando estés solo, haz lo mismo que harías si no lo estuvieras...». Por mi parte tengo siempre presente esta máxima y pienso que una dama nunca la olvida. Además, no era ésta una habitación reservada en donde mis ojos pudiesen sorprender traidoramente secretos de mujer: en fin, marquesa, ¿por qué fijarse en tales nimiedades? Sabido es que impertinentes miradas vienen de cuando en cuando a perturbar nuestro sosiego y que todo en la vida es lodo y miseria, todo farsa y mentira. ¿Qué hacer, sin embargo, si esto al fin no tiene remedio? Resignarnos con nuestras propias flaquezas y no enojarse a cada instante una vez que todo es en vano.

-¿A qué viene eso, señor duque?

-No nos apresuremos, bella marquesa; rodando, rodando, llegaremos al fin. ¡Qué mundo este, amiga mía! No hace mucho que yo me hallaba contemplando en dulce éxtasis la más pálida y bella de las criaturas, la que como una flor de débil tallo se creería que va a romperse al menor soplo, la que parece, en fin, cándida como las azucenas cuando de repente la he visto convertida en una mujer de pasiones violentas, altiva, llena de sí misma, implacable, colérica y vengativa como el mismo rencor. Lleno de sorpresa, consulté entonces al horóscopo para que me revelase los secretos que encerraba la existencia de aquella mujer... y el antro de su corazón apareció a mis ojos semejante a un abismo...

-¡Señor duque! -exclamó la marquesa inmutada-, yo no he venido aquí para oír historias de magia, sino para hacer una revelación salvadora.

-Gracias, marquesa, sé lo que usted tiene que decirme porque nada pasa en la corte que se oculte a mis ojos. Lo que de mí se piensa y se murmura; las asechanzas de que soy objeto; las inquietudes que despierto en cada corazón, todo lo veo claro y distintamente. ¿Para qué, pues, hablar de eso? Al fin proseguiré tranquilo mi camino, y sin pedir permiso a ninguno haré que mis botas sean el tormento y la dicha de los curiosos que van en pos de una luz que les ha de dejar entre tinieblas. Dejémonos, pues, de tales cosas, y ocupémonos únicamente de lo que ha dicho el horóscopo.

-¿Qué me importan a mí las revelaciones del horóscopo, caballero?

-¿Qué imaginación juvenil no se encanta con ellas? La marquesita de Mara-Mari ha pretendido más de una vez leer su destino en el fulgor de las estrellas, y en verdad que esas hermosas hijas de la noche se le han mostrado siempre propicias. ¿No es verdad?

-¿Para qué interrogarme? ¿No lo sabe usted todo?

-¡Todo!

-¡Hombre afortunado! En ese caso, señor duque, nada tengo que hacer aquí. Mi sacrificio ha sido inútil, y sólo siento haber importunado con mi presencia a un ser tan sublime que para nada necesita de sus semejantes. ¿Será que un nuevo Dios ha aparecido en el universo?

La marquesa había pronunciado estas palabras con sonrisa irónica y nerviosa mientras se disponía a alejarse; pero el duque, con una naturalidad llena de gracia, le dijo:

-¡Oh, el orgullo de la raza! Pero crea usted, marquesa, que todo ese aire de altivez y todo ese enojo son un recurso inútil para mí. Desde que he prescindido de mi propia vanidad, desde que he abandonado mi amor propio entre el lodazal de antiguos recuerdos, las demás vanidades y orgullos de la tierra no han conseguido más que hacerme reír con su hinchada figura. En fin, marquesa, esa actitud altiva y un tanto cómica no es bastante para ocultar a mis ojos lo que pasa en ese corazón.

-¡Vamos!, el señor duque pretende sin duda que yo le rinda culto como a una divinidad suprema, que me prosterne a sus pies adorando su inmensa sabiduría, que le pida la revelación de mis propios secretos. ¡Qué insensatez, caballero! No, señor duque, ¿qué me importan esa sabiduría y esos misterios?

-¡Calma, por Dios, marquesa! Veo que se impacienta y se irrita usted porque no quiero rendirme ante tanta arrogancia y tanta belleza. Mas ¿puedo hacerlo acaso cuando el horóscopo me ha revelado que aquella mujer a quien he visto convertirse de azucena en serpiente no conoce el amor, y que ese dios muchas veces cruel, siempre implacable, que todo lo sacrifica a sí mismo, el dios de los ricos, el capricho, ha tomado asiento en su corazón?

Muda quedó la marquesa al oír estas palabras, y semejante en su actitud a la leona que vacila en arrojarse sobre un poderoso enemigo; mas él prosiguió sin detenerse:

-Usted me asombra... ¡Oh, pues el horóscopo me ha revelado cosas más terribles todavía! Esa mujer, vana como la misma vanidad, no se contenta con ser adorada por los jóvenes más ricos y elegantes de la corte, sino que con sonrisas de diosa despierta en el corazón de sus servidores pasiones envenenadas que renovándose cada día no pueden verse jamás satisfechas. No hace tres meses que un desgraciado joven, de esos a quienes una suerte adversa arroja como un despojo en medio del camino para servir humildemente a los que acaso sirvieron como villanos a sus nobles antepasados, después que una pasión maldita se cebó en su pecho fue a expirar tísico a su país bendiciendo la mano traidora que le arrancaba la vida. Pues bien, ella se sonreía en tanto dulcemente al saber que aquella infeliz víctima moría pronunciando un nombre.

La marquesa con las manos crispadas adelantó un paso hacia el duque murmurando con lengua balbuciente:

-¡No tengo fuerzas!... pero la venganza será tan grande como el ultraje.

-¿Qué ultraje, amiga mía? -repuso el duque con candidez-. ¿Ha osado nadie negar que la marquesita de Mara-Mari es bella como la misma aurora? Pero que esa mujer cuyos secretos me ha revelado el horóscopo es asimismo pérfida y vana, que se goza en el tormento de los que la adoran y que hubiera hecho resucitar el culto de los ídolos para ser la diosa del mundo, que hubiera, en fin, recibido propicia sangrientos holocaustos, todo esto también es verdad, marquesa.

-Y si lo es, ¿qué tiene que ver con ello el señor duque? -prorrumpió al fin la de Mara-Mari semejante a una furia-. ¿Con qué derecho se atreve a insultarme... ¡a mí!, que soy servida de rodillas, que desciendo de regia estirpe, que...

-Que me he dignado ir sola a visitar al duque de la Gloria -le interrumpió éste riendo.

-Y me lo echa en cara: ¡qué horror!...

-¿Por qué no, señorita? -continuó el duque implacable-, ¿por qué no, si esto no deben hacerlo las mujeres que descienden de regia estirpe?

-¡Ah, me muero!... -gritó entonces la joven marquesa cayendo sin sentido.

El duque le roció el rostro con agua, y salió de la estancia diciendo: ¿Por qué, musa, me obligas a ser tan cruel? ¿Tiene ella acaso toda la culpa?, ¿no le han enseñado desde niña el exclusivo aprecio y la estimación de sí misma y el más altivo desdén hacia los demás? Sin embargo... ella ha pecado; ella ha hecho morir de amor a aquel infeliz joven, y yo no la he matado todavía... Duro ha sido el castigo, pero más dura ha sido la falta.

¡Musa mía, adelante!