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El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Capítulo XI
XII

Capítulo XI

Lentamente y como pensativo iba subiendo el duque las espaciosas escaleras del palacio más hermoso, si se exceptúa el de la Albuérniga, con su salón monstruo y su jardín tapizado de menuda yerba.

Mármoles, oro y terciopelo se encontraba allí por todas partes. Mas... ¿qué venía a ser para el duque aquel misterioso esplendor que rodeaba la habitación de una mujer?

En vano es cubrir un cadáver con flores, en vano esparcir esencias en donde la podredumbre ha extendido su corrompido aliento... en vano también levantar templos a la mentira y circundar de bosquecillos sagrados los lugares en donde se rinde culto al oprobio; una soberana hermosura, una criatura peligrosa en sus hechizos como la voz de la sirena reinaba en aquella mansión con todo el poder de la belleza, del talento y de la fortuna... Mas el duque, que llevaba escondidas en el corazón cenizas no apagadas de un amor que había ardido lenta y profundamente a la envenenada sombra de los celos y de los desdenes, quería acercarse a ella insensible y frío como una roca, sin piedad, como la misma venganza... Esto le costaba, no obstante, un supremo esfuerzo... que no en vano se atreve un hombre a demostrar al mundo que puede llegar a donde ninguno ha llegado.

La humana naturaleza, siquiera se encuentre fortalecida por la gracia divina, se resiente siempre de su inmensa flaqueza.

A la luz de los primeros rayos del sol que penetraban alegremente por los anchos cristales de una galería, las botas del duque despedían un fulgor que turbaba la mirada y el pensamiento... quizá nunca habían aparecido más hermosas.

Un criado que le aguardaba se apresuró a anunciarle y el duque se halló bien pronto en el perfumado gabinete de una mujer vestida a la antigua romana.

Larga y plegada túnica, pies desnudos, brazaletes en piernas y brazos, seno medio velado y una corona de mirto entrelazada sobre la blanca frente con largas trenzas de cabellos brillantes y de un hermoso color castaño, tal era su atavío. Alta y un tanto varonil, se adelantó con majestuoso paso a recibir al duque, diciendo:

-Hace tres días que espero sin desconfiar de mi buena estrella.

-La fe y la esperanza son dos hermosas virtudes, Casimira -respondió el duque inclinándose.

-¿El señor duque sabe mi nombre? En su boca suena más armonioso que en otra alguna...

-Es posible... -añadió el duque fríamente.

-Pero ante todo -prosiguió Casimira sonriendo-, quisiera saber si el señor duque ha visto alguna vez una mujer parecida al retrato que hice llegar a sus manos y si ha encontrado en esa mujer una esclava digna de él.

El duque miró a la dama de alto abajo y, con la graciosa amabilidad del que dice una galantería, repuso:

-No son así ciertamente las esclavas que yo prefiero.

-¡Cómo!... ¿No es artista el caballero de las botas azules? -replicó ella queriendo ocultar en vano cuánto acababa de contrariarla tan brusca franqueza.

-Según -dijo el duque en el mismo tono risueño y galante...-, algunas veces el arte es mi encanto, otras tengo en más la sencillez de la naturaleza y aquélla en que el ingenio no ha tomado la menor parte. Pero cuando se trata de una sierva... de una esclava... ¡oh!, entonces mi severidad no tiene límites, me vuelvo analítico, meticuloso, y mi gusto es tan variado como difícil de comprender.

Mirábale la hermosa Casimira con mal reprimido enojo y apenas, con la turbación que sentía, pudo murmurar estas palabras:

-Es demasiada arrogancia... al fin una esclava que nada exige...

-Peor que peor -añadió el duque con alguna dureza-; cuando yo hago proposiciones y quiero captarme la voluntad de un amigo, puedo admitir sin réplica toda clase de condiciones y pasar inadvertida una grave falta o un leve defecto; mas cuando soy buscado, reflexiono... vacilo, y... lo he dicho ya, exijo mucho.

Al oír estas palabras que el duque había dicho con suma naturalidad, la dama se puso primero roja como las cuentas de uno de sus collares, después pálida como la flor de cera y, por último lívida... la indignación y el asombro la embargaban a un tiempo sin dejarle responder a tan extrañas palabras.

El duque la miró entonces fijamente, se levantó, cogió el sombrero y, haciendo una cortés inclinación ante ella, le dijo con el aire severo de un padre que se permite corregir a su primogénito:

-Nada tengo que hacer aquí, señora, pues la que se dice mi sierva y mi esclava no conoce todavía la sumisión y la humildad que yo deseo.

Y se adelantó hacia la puerta sin añadir más, pero cuando iba a salir sintió que una mano ligera le detenía.

-No quiero que el que yo ambicionaba tener por mi mejor amigo se aleje sin haberme conocido. Mi orgullo lo exige así.

Dijo Casimira estas palabras con semblante altivo, pero ya sereno, y el duque se volvió para oírla.

-Habíale ofrecido mi estimación al caballero de las botas azules -prosiguió ella-, y sépalo el señor duque que, tal oferta es mayor y va infinitamente más lejos de lo que pudiera alcanzar un espíritu ambicioso; por esto me sorprendió al pronto su réplica, pues un alma noble no espera jamás de otra alma, que cree noble también, ser tratada con una indiferencia desdeñosa..., pero si me sorprendo, señor duque, no me abato..., soy una mujer de espíritu fuerte que sabe hacer frente a las tormentas.

-De espíritu fuerte... -repitió el duque con delicada ironía...- apuntaré esta idea en mi libro de memorias. Tengo inmensos deseos de probar hasta dónde llega la fuerza de espíritu de una mujer como Casimira, pues temo que o ella o yo equivocamos el sentido de estas palabras.

-Por mi parte -replicó la dama con firmeza-, no creo equivocarme, que harto convencida estoy de lo que digo. Lo repito; soy una mujer de espíritu fuerte a quien ciertas preocupaciones del mundo no importan y que se adapta buenamente a todo. Sería capaz de ocupar un trono con la majestad de una reina y de descender sin esfuerzo hasta la esclavitud que yo quisiera imponerme.

-Gran riqueza de recursos por cierto... ¿y ninguno de esos cambios será violento a la bella Casimira?

-Ninguno... únicamente... ¡eso sí!, soy un tanto víctima de mis caprichos...

-¡Qué lástima!...

-Esto no lo hubiera otra confesado...

-Quizá no... pero no necesito de esa confesión para creer que Casimira, que tan fuerte se imagina, es débil, como una niña mimada y voluntariosa que toma la terquedad por valor y la tenacidad de un capricho por fuerza de espíritu.

-¡El señor duque me juzga así!... ¡Ceguedad sin igual!

-Lo veremos; pero ya que la que se ha dicho mi esclava tuvo la amabilidad de detenerme, sentémonos y hablemos ahora con calma. Veo que empezamos a reñir y la cuestión promete ser complicada y difícil.

-Sentémonos, amo mío, tiránico dueño, ¡mas no para reñir! Una amistad que empieza tan encontrada es fácil que concluya en opuestas regiones.

Daba aquel gabinete a un pequeño jardín, sembrado de naranjos y delicadas flores, y entre ellas fueron a sentarse Casimira y el duque mientras una camarera cogía lilas y pensamientos, que colocaba cuidadosamente en el regazo de su señora, la cual, como tenía de costumbre, iba formando graciosos ramilletes.

Una hermosa fuente murmuraba entre el musgo, el sol de la mañana, alegre como la juventud, venía a reflejar sus rayos sobre las aguas que jugaban con ellos formando mil visos de colores, y la brisa, el rocío, el grato silencio y el cielo, mudo testigo de lo que pasa en la tierra, todo convidaba en torno a hablar de cosas íntimas y secretas.

-He aquí una flor hermosa como mis esperanzas -le dijo Casimira al duque presentándole una rosa entreabierta-. ¿Podré depositarla en manos del señor duque para que la cuide como lo merece tan cándida belleza y la haga revivir cada día como el cariño de un padre?

-¡Oh, señora! -repuso aquél acercando la rosa a los labios para aspirar su aroma-; todo el poder de los hombres no sería capaz de impedir que esta flor se marchite.

Y mudando de tono añadió con una familiaridad desconocida en él:

-Ahora, Casimira, seamos personas formales, abandonemos las palabras inútiles y, al revés de lo que hacen las gentes que se dicen castas y modestas, sin que dejemos de serlo discutamos sobre lo que es casi siempre indiscutible entre dos corazones simpáticos.

-¿No fuera mejor obrar en esto como la experiencia ordena? Seguir un camino opuesto al de los demás es siempre peligroso y pudiera acontecer...

-No lo dudo... pudieran acontecer muchas cosas... mas... yo amo los escollos, y, lo que es aún peor, voy a su encuentro...

-¿Un temerario? Qué porvenir de luchas se me prepara -exclamó ella riendo.

-He aquí un medio de probarme que Casimira tiene fuerza de espíritu. Si lo desea, puede no obstante retroceder todavía.

-Discutamos, discutamos pues.

-Discutamos... ¿Usted ama?

Suspensa quedó Casimira al oír estas palabras, mas no tardó en decirle a su vez al duque.

-¿Y usted ama?

-Las esclavas no preguntan.

-¡Oh!, eso es demasiado... ¿El caballero de las botas azules será realmente un tirano?

Por única respuesta el duque sacó de una cartera el billete que ella le había escrito y, después de haber leído en voz alta, añadió fijando en Casimira una mirada extraña que la llenó de turbación:

-¿Rectificamos? De una vez para siempre...

-Indigno fuera que desmintiese mi labio lo que mi mano ha escrito.

-Pues bien -repuso el duque sin apartar de ella los ojos-: desde hoy, Casimira es mi esclava, y porque yo lo deseo hará mi voluntad y me obedecerá ciegamente como hoja que desprendida del árbol va a donde la llevan los vientos.

Mientras el duque decía estas palabras tenía su mirada una expresión amargamente irónica que una galante sonrisa podía apenas dulcificar. Casimira, la mujer valerosa, no pudo menos de pasar una mano por la frente y cerrar los ojos para preguntarse qué clase de abismo se estaba abriendo a sus pies. Para ella, rica, hermosa y despreocupada, ¿podía existir alguno en el terreno en que se había colocado?, ¿no eran éstos patrimonio exclusivo de las mujeres pobres, débiles y susceptibles de vanas aprensiones?

Y, sin embargo, un vago temor acababa de despertarse en su corazón, pero ya no había remedio. Además de que deseaba con mayor ardor conocer a fondo la misteriosa existencia del duque de la Gloria, una mujer que se había dicho de espíritu fuerte no podía retroceder en el escabroso y difícil camino que había emprendido. Era preciso que pusiese a prueba el valor de que sabía hacer alarde.

«En el terreno de la amistad -pensó locamente-, puedo ir tan lejos como imposible me fuera dar un solo paso en una cuestión de amor. Pues bien, le probaré a este duende desdeñoso que soy capaz de ponerme a su nivel en lo absurdo, en lo calificable..., quiero hacerme así dueña de sus secretos... ¡adelante pues!». Y tomando su partido dijo:

-Muy bien, señor mío; todas las exigencias humanas llegan a un punto del cual no se puede pasar; allí me detendré y allí tendrá que detenerse mi dueño.

-Estamos conformes, y así volveremos a la empezada conversación. ¿Usted ama?

-¡Sí!... -repuso Casimira con esfuerzo-; pero ¿a que viene esa pregunta? -añadió con mal encubierta altivez-. Yo quiero ser para el señor duque inviolable como una sacerdotisa del sol, franca como no lo ha sido otra alguna, amiga verdadera y esclava humilde y fiel entre todas las esclavas, quiero, en fin, que el señor duque halle en mí cualidades que las mujeres no suelen poseer..., para esto he humillado voluntariamente a sus pies mi orgullo dejándole conocer a mi dueño todo el arrojo de mis pensamientos, todo el valor de mi espíritu y la flexibilidad de mi carácter, que en sus manos será como la blanda cera en las del inspirado artista.

-Indudablemente soy un artífice sin rival en esa clase de obras... mas ¿con qué objeto me regala usted con tantos favores?

-Pienso que lo he indicado ya... con el de captarme el amistoso afecto de ser más extraordinario y misterioso que he conocido, con el de ser mirada por él como superior a las demás mujeres y digna de que se muestre conmigo menos incomprensible que con los demás.

-¡Ah!

-Para eso he osado penetrar en la densa atmósfera que rodea por todas partes al caballero de las botas azules; mas, al hacerlo así, fácilmente se comprende que me he cubierto antes con la coraza de las amazonas y que he dejado a la puerta al amor con sus caprichosas veleidades y graciosas tonterías que ejercen sobre la cabeza el efecto del vino.

-¡Cuántas palabras inútiles! Se ha mostrado usted ahora elocuente, pero bien en vano. ¿No comprende la reina de las flores que soy adusto y severo como el mismo Catón? ¡Se diría que mi hermosa esclava teme a cada instante, pese a su valentía, verse cogida en algún lazo traidor! ¡Locura! Gusto, sí, algunas veces, de saltar de rama en rama como los pajarillos, y por eso, ora discuto sobre cosas graves, ora sobre amorosas cuestiones, de las cuales suelo volver sin transición alguna a las ciencias o la filosofía. Señora, pienso que no debe aconsejarle a usted el valor de que está llena; prosigamos, pues, nuestra truncada conversación. ¿Ha leído usted por casualidad ciertos cuentos de los tiempos medios en los cuales brilla una poesía algo salvaje, sin duda, pero hermosa?

-No.

-Me alegro y lo siento a la par... Allí hubiera visto cómo obedecen las esclavas, pero sobre todo las esclavas de amor... Algunas veces, el noble caballero, montado en soberbio corcel, deja que su amada le siga a pie y jadeante. Desgarrados los pies de la pobre niña, tiñen de roja sangre las piedras del camino y las blancas margaritas nacidas al pie de los pantanos se coloran tristemente cuando su planta fatigada las huella. Sus sienes laten con fuerza, le parece que va a faltarle con su apoyo la tierra, que en torno de ella gira y se desvanece confundiéndose con el cielo, y apenas le quedan fuerzas para respirar el aire suficiente que le hace conservar un resto de vida. Mas él le dice: «¡Sígueme!», y ella, amenazando a la muerte, todavía corre y corre tras él, hasta que llegan al castillo y casi moribunda da a luz, en el pesebre en donde descansan los caballos, un hijo del noble castellano. Sólo entonces él consiente en hacerla su esposa y manda a tres nobles damas que laven con esencias los ensangrentados pies de la madre de su primogénito.

-Bárbara, horrorosa historia es por cierto -repuso Casimira con disgusto-. Qué amante salvaje, qué hurón debía ser el tal caballero.

-¡Oh!, como él hay muchos que sólo pueden vivir en medio de esas escenas conmovedoras, pues no todos hemos nacido con pacíficas y suaves inclinaciones. Hasta tal punto llegan, Casimira, las exigencias humanas y aun van algunas veces más allá.

-Pero bien, señor duque, ¿qué tenemos que ver con todo esto? Dos amigos como espero que lo seamos ambos no necesitan de tan terribles pruebas para creer en su mutua estimación.

-¡Qué, señora!... La amistad es un sentimiento más grave que el amor y más comprometido si se trata de un ser como yo y de una mujer como Casimira.

El semblante del duque parecía de frío mármol al decir estas palabras, y Casimira, que lo contemplaba con miedo casi, dijo después de algunos momentos de silencio:

-Voy a ser franca, amo mío; como he dicho ya, soy una mujer valerosa y lo probaré muy pronto; mas no negaré que las palabras del que se ha hecho mi señor me producen una especie de triste confusión y de graves recelos. Dijérase que se ha propuesto intimidarme, subyugarme como el halcón a la paloma y hacerme entrever, en medio de mi risueña vida un mundo de tinieblas.

-Y si eso fuese cierto, ¿qué haría la mujer de espíritu fuerte?

-¿Qué haría?... jamás pude pensar que llegase un hombre a ponerme en semejante tortura, ¿qué haría?..., pues bien, señor duque seguiría adelante... siempre adelante.

-No soy el solo temerario.

-Pero, señor duque, ¿tras de esas botas que admiro se ocultará por ventura una pata de cabra, o tras de esa corbata simbólica y llena de misterio la escamosa garganta del diablo?

-¡Quién sabe, esclava mía! ¡Tiene ese caballero chanzas tan singulares! ¡Usa de tan extraños recursos para engañar a las almas cándidas!

-Mi alma no es cándida.

-En ese caso, podría hacer que se volviesen contra ellas las espinas de su propia malicia o que se consumiese en la llama de sus deseos.

-¡Bah! Para eso no necesito del diablo, que de suyo se quema quien al fuego se atreve. Pero veamos, señor duque: me hallo muy impaciente y quisiera que conviniésemos en algo. ¿Me será permitido hacer una proposición? Lo pido con la mayor humildad.

-¡Proposiciones!... muy lejos vamos en breve espacio; mas vale tanto mi esclava que consiento.

-Bien, yo prometo probarle a mi incrédulo dueño toda la fortaleza de mi espíritu, todo el valor y la abnegación de que es capaz una mujer como Casimira, obedeciéndole en el terreno de la amistad con la sumisión que enseñan esas bárbaras leyendas.

-Señora... señora... prometer es más fácil que cumplir.

-No importa, lucharemos en ese terreno a ver quién vence a quién... mas si salgo victoriosa -ya he dicho que no pretendo ser la amante ni la esposa del señor duque- lo que sí pretendo es que en tal caso me haga su confidenta, la depositaria de sus secretos... que me mire, en fin, como su amiga predilecta, como la única digna de ser llamada fuerte y fiel guardadora de los misterios que nadie sino yo entienda. Sí, señor duque, quiero saber su historia, quiero saber qué significan esa corbata y esas botas... y en qué seno de mujer ha sido engendrado un ser a un tiempo tan amable, tan burlón y tan frío.

-¡Y no es poco a fe! Mas... ¿quién me asegura de la discreción de usted, señora?

-Mi amor propio.

-Vulnerable es por cierto, y, bien meditado -añadió con cierta sonrisa impertinente-, reparo que mi atavío preocupa demasiado esa imaginación. ¿Qué tienen que ver mis botas y mi corbata con nuestra amistad, señora?

-Verdad es -dijo la dama, conociendo justo el reproche, y añadió con bastante torpeza:

-Esto consiste, amo mío, en que desconfiando ya de llegar a adquirir esa amistad sin precio, ya que he ido tan lejos, no quisiera perderlo todo. El señor duque extraña además que quiera saber cuanto a él toca, ¿por qué?; esto mismo prueba el inmenso interés que me inspira.

El duque se rió mucho al oír estas palabras sin ocultar que le parecían ridículas en boca de una persona de tanto ingenio como Casimira.

-No, caballero, no es ésta ridícula ficción -añadió ella con resentimiento-; usted mismo no podrá comprender acaso el doble interés que me inspira con sus misterios. Esas botas excitan en alto grado mi curiosidad. ¿Cómo no? ¿Qué ánimo no se sorprende al contemplarlas? Pero la singular persona que las lleva, me tiene más inquieta todavía. Algunas veces... lo diré: se me figura reconocer ese semblante que una leve máscara parece desfigurar a mis ojos, otras el eco de esa voz penetra en mi corazón semejante a una lejana reminiscencia. ¿Será esto ilusión? Casi lo he creído al ver que el duque pasaba al lado de la rica, de la hermosa, de la envidiada Casimira como si no la viese, ¡sin mirarla siquiera!... No por esto se apartó de mi pensamiento la idea de hablarle un día con una franqueza que le sorprendiera, y por medio de la cual, si en otro tiempo nos hubiésemos visto, pudiese reconocerme al punto. Le enviaré además mi retrato, dije, y sabré por Zuma si al contemplarlo se ha conmovido. Mas el resultado no ha sido en verdad satisfactorio para mi orgullo. Mi dueño prosigue siendo un misterio, así para mí como para los demás. He ahí por qué no quisiera perderlo todo.

-Es justo; pero usted dijo que amaba; ¿a quién, esclava mía?

-Eso es llegar al colmo de la tiranía: ¡exigir confidencias sin haber hecho ninguna! Ya veo que he dado mi libertad a un tirano como el de las bárbaras leyendas.

-¿Qué importa? ¿A quién, Casimira, a quién ama usted? -repitió el duque con la misma impasibilidad.

Por el semblante de la dama pasó entonces como un relámpago de impaciente ira y respondió con firmeza:

-Me amo a mí misma.

-¡Cosa extraña! Y yo a Casimira -añadió el duque, deshojando de un golpe la rosa que ella le había dado.

Casimira palideció al ver esta acción que el duque ejecutara con una indiferencia desesperadora para ella; mas, recogiendo enseguida las hojas de rosa por él esparcidas, las guardó cuidadosamente, mientras decía con ironía:

-Y yo, señor duque, aun cuando no puedo corresponder a un sentimiento que no me hubiera atrevido a sospechar siquiera en tan adusto Catón, sé agradecer ese amor que no merezco.

-¡Cómo, señora! ¿Y no se indigna usted? ¿Hace tal cosa quien como Casimira se ama a sí misma? ¡Oh!, si para probarme su discreción contaba usted con su amor propio, helo ya comprometido y tornándose en humo.

-¡Cuán rígido y cuán amargamente irónico es usted caballero! -exclamó Casimira sin ocultar que se hallaba casi rendida por la lucha-. ¿Quiere usted olvidarse de que una esclava a la cual se le pide ante todo respeto y sumisión, debe recibir sonriendo los desprecios de su dueño?

-Esa esclava, antes que a sí misma, debe de amar al que se hace sentir por ella de rodillas.

-Pero, ¿qué es esto? Hemos dicho que no se trataba de amor entre nosotros.

-Pero señora... ¿la amistad no es amor? ¿El corazón no abriga a la vez cien amores distintos? ¿Quizá esa profunda simpatía, es adhesión que hace morir a un amigo por otro amigo, no puede llamarse amor? Por lo demás, esté usted segura de que su corazón de amazona me amedrenta, de que no estoy enamorado de mi esclava, ¡oh, no!, ni quiero que ella se atreva a enamorarse de su dueño. ¿Para qué, si esto sería contrario al buen orden y yo soy además tan adusto y tan invulnerable para el amor como la coraza de las amazonas? Mas las esclavas, para obedecer ciegamente, para no quejarse de la planta que las pise, para sufrir la tiranía y los caprichos de su señor, necesitan amarle con la firmeza del valor y de una amistad a toda prueba.

-¿Es ése el punto de partida?

-¿Cómo dudarlo? Usted ha hablado además de hacer sacrificios... ¿cuáles? He aquí el primero que yo podría exigir. ¿Qué esclavo no viste la librea de su dueño? Ésta es una cosa esencial... Pues bien, la que así ataviada se atreva a acercárseme en medio de un banquete será la depositaria de mis secretos, sabrá quién soy y el misterio que encierran mis corbatas y estas maravillosas botas azules.

-¡Pero eso es espantoso!

-Mujer de espíritu fuerte, la valerosa... la despreocupada... ¡Adiós, pues!

-Señor duque, usted es un demonio.

-¡Adiós! -repitió él con voz suave y amorosa.

Besóle entonces una mano que ella le abandonó sin esfuerzo y se alejó lentamente.

-¡Nos separamos así! -murmuró todavía Casimira con voz ahogada.

Pero el duque ni siquiera volvió la cabeza. Sabía, sin verlo, que el rostro de Casimira se hallaba bañado en lágrimas.

En efecto, aquella mujer cuyo talento era tan grande como su despreocupación, aquella mujer, reina siempre y tirana, aquella mujer que había envenenado para siempre el corazón de un hombre, acababa de pagar en un momento las culpas de toda su vida.

Todo su ingenio y su hermosura no habían podido conmover, ni aun levemente, el carácter de hierro del duque.

El singular caballero no había salido, sin embargo, incólume de aquel combate. ¿Qué penetrante mirada puede distinguir algunas veces la llama abrasadora que dentro del pecho está consumiendo el corazón, mientras la sangre parece congelada en las venas? Por eso todo se vuelve ilusiones y vanas conjeturas en este mundo.

Tú oyes, amigo mío, los secretos que mi labio te confía pero ¿sabes acaso lo que queda todavía en el fondo de mi pensamiento? ¡Y bien! Yo no sé tampoco lo que en el tuyo escondes. ¡Así rueda la vida!

El duque de la Gloria sufría al alejarse de la dama. El peso de antiguos recuerdos, recuerdos de esos que, como dice Chateaubriand, quedan como una eterna ponzoña reposando en el fondo del corazón le agobiaban el alma, y al reírse de aquella mujer se reía también de sí mismo. ¡Oh!, en su frío dolor hasta maldijo de la inspiración de su musa.

Mas ésta le llamó cobarde, le amenazó con abandonarle a su destino y el duque volviendo en sí se preparó para nuevos combates.

¿Podía al fin vivir sin luchar?