VIII
El caballero de las botas azules​​
Cuento extraño (1867) de Rosalía de Castro
Capítulo IX
X

Capítulo IX

Después del último encuentro del duque con el señor de la Albuérniga, huyó éste de la corte, refugiándose en una soberbia quinta que poseía, dos leguas más allá de las encinas del Pardo.

Muy pocos conocían aquel bello retiro, situado en lo profundo de un escondido valle y del cual el caballero no había hablado jamás a sus amigos. No... no iría allí ninguno a dispertarle en la siesta, cosa que, como en mejores tiempos ya no creía imposible permaneciendo en Madrid.

Era preciso descender la elevada montaña para distinguir, semejante a un leve punto blanco, la linda casita misteriosamente cobijada bajo un impenetrable laberinto de follaje.

Sola, en medio de tan florido desierto, más bien que habitación humana creyérasela vellón prendido en las enmarañadas ramas o copo de nieve, olvidado por el sol entre la sombra de las hojas.

-En vano serán ahora tus asechanzas, ¡oh duque! -exclamó el de la Albuérniga al instalarse en ella-, y añadió con tono imperioso dirigiéndose a sus imponderables servidores:

-Cerrad las puertas con llaves y cerrojos, y si alguno llamase a ellas no se la abráis aun cuando lo pida por todos los santos del cielo.

Satisfecho y seguro con esto, durmióse enseguida seis largas horas, si bien soñando con que el maldito duque le perseguía con el resplandor de las botas azules y el retintín del cascabel. En cambio fue inmensa su alegría cuando vio al despertar que aquello era sueño y que se hallaba absolutamente solo.

Tomó enseguida un refresco, vistió la bata, calóse hasta las cejas el gorro piramidal y, contento de sí mismo, se encaminó por uno de los más bellos bosquecillos que adornaban el prado.

Eran las seis de la tarde y el sol brillaba con esa luz suave y sonrosada que presta tan bellas tintas al paisaje. Todo era ya misterio bajo las espesas ramas de las encinas, pero los arroyuelos que atravesaban por entre la hierba parecían sonreír alegremente con las hermosas franjas de oro que inundaban de resplandor el horizonte. Los pájaros, recogidos bajo las hojas, gorjeaban de esa manera confusa y dulce con que cada ave llama a su compañera para que la noche no las sorprenda separadas, y la naturaleza exhalaba el aroma fresco y embalsamado con el cual se diría pretende aún embriagar al sol para que no se retire tan presto.

En poco estuvo que las indefinibles armonías de la tarde no conmoviesen al de la Albuérniga más de lo que convenía a su filosófica circunspección, y por eso exclamó en voz alta a fin de alejar de sí tan peligrosas emociones:

-¡Esto... esto es lo que pierde y encanta a tantas imaginaciones ardorosas!... El pájaro que vuela, o la pintada mariposa... la fuente que murmura oculta entre los brezos... La nube que pasa y se deshace en medio del espacio... ¡Nimiedades tan vanas, tan fugitivas, son las que dan pábulo a la llama que consume y devora tantas inquietas existencias... ¡pobres poetas! Vuestra gloria y vuestra felicidad se asemeja a la espuma que brilla y se forma sobre la corriente a fuerza de combatir; pero que, al fin, no viene a ser más que espuma... Por dicha, he preferido siempre a tan locos delirios de fría razón que aconseja el bien y enseña la verdad, y la madura sensatez que precave los escollos. ¡Qué amor... ni qué ilusiones de oro! ¿No vale más aceptar con juicioso comedimiento lo que complace el ánimo sin exaltarlo, y cuanto es en fin tan bello como útil? Heme por esto robusto y joven a los treinta y seis años, cuando las cabezas apasionadas vacilan ya envejecidas o decrépitas. Mas... ¿por qué los pájaros no cesan de cantar? Creería que sus vagos gorjeos resuenan demasiado dulcemente en medio de esta soledad penetrando hasta mi corazón... ¡Ya se ve!... Este demonio de duque me ha puesto fuera de mí con sus extravagancias y sus botas...

Después de algunos momentos de reflexión el caballero prosiguió diciendo:

-No, aquélla no debe ser obra de los hombres... allí existe algo desconocido para la inteligencia humana... ¡Qué bello fulgor! ¡Qué diáfana y sutil trasparencia... qué luz deslumbradora!... ¿Y que yo no pueda saber! Mas... ¿a qué recordarlas? ¿Habrán de cumplirse las profecías de aquel demonio?... En él pienso de día y sueño de noche... ¡dejarse abofetear!... Vamos... esto no es natural ni puede olvidarse nunca. Todavía le estoy viendo, tan pálido como lo estaba antes y después de que mi mano se posase dos veces en su rostro... ¿Qué humana criatura no se estremece al recibir tal ultraje? Impenetrable misterio... ¡No vuelva su nombre a resonar en mi oído... que mis ojos no le vean más!... ¡Aquí permaneceré oculto, hasta que ese ser incomprensible abandone el suelo español, o hasta que haya desaparecido de la tierra!... ¡Oh, soledad... soledad bienhechora... guárdame de mi enemigo y de cuantos le buscan y le admiran, insensatos!

No bien había hablado así cuando oyó decir a su espalda:

-¡Gracias a Dios! Buenas tardes, amigo: ahora sí que he dado en el flanco.

El caballero, trémulo de asombro, vio entonces que un joven muy conocido suyo descendía difícilmente por el muro pero sin vacilar en su empeño. ¡Ay!, ¡ya no se trataba del insolente duque, sino de una persona bien nacida que le sorprendía amigablemente a una hora propia para gozar de la frescura del campo! Comprendió que no podía demostrar su enojo como quisiera y se contentó por lo mismo con desahogar su cólera gritándole al recién venido que ya estaba cerca del suelo:

-¡Eh! ¿Está usted loco? ¿Por qué exponerse así? Va a romperse los huesos, lo cual merecería por semejante temeridad. ¿No hay puertas por ventura?

-Sin duda han criado hollín los cerrojos -respondió el joven riendo-; pues por más que he llamado, nadie ha querido abrir.

-¡Ah!... es que aquí se apagan los sonidos como en lo profundo de una cueva.

-Lo sospeché, y por eso me decidí a escalar el muro.

-Usted comprenderá, sin embargo, que esto es demasiado...

-¿Atrevimiento? -le interrumpió el joven-. Lo sé, y por ello le pido a usted mil perdones.

-No lo digo por mí -repuso el de la Albuérniga con forzada cortesía-, sino por la exposición y por...

-¡Porque no es justo que se penetre de este modo en cercado ajeno!... ¿no es verdad? -volvió a interrumpirle el joven saltando a su lado, y añadió enseguida-: Usted sabe que he respetado siempre la voluntad o el capricho de mis amigos; pero una cuestión de honor me ha obligado ahora a dar este paso. ¡Ah!, esta vez hubiera sido imposible retirarme sin que hubiésemos hablado.

-¿De qué se trata entonces? -repuso el caballero, con muestras de querer acabar pronto la conversación.

-He emprendido una difícil aventura, hice una apuesta que perderé sin su ayuda de usted.

-Sin mi ayuda... ¡una apuesta!... pero mi amigo ¿olvida usted que soy un hombre completamente extraño a lo que no me atañe? Ignoro qué apuesta es ésa, mas puedo asegurarle desde ahora que mi intervención en ella será completamente inútil.

-Nada de eso. Sólo usted puede ser mi luz y mi guía.

-Le digo a usted que no. A ninguno se oculta mi método de vida; no existo sino incidentalmente en el mundo de los demás. ¿Qué puedo hacer, pues, en favor de nadie?... En fin, yo lo siento por usted, que se ha tomado la inútil molestia de venir desde Madrid hasta este yermo en donde me escondo cuando a mi entender sobro en la corte o sobra ella para mí.

-¡Oh!, mi molestia es lo de menos, y respecto a este yermo, confieso que de muy buena gana me haría en él anacoreta. Posee usted aquí una hermosísima quinta.

-¡Hermosa!... Así lo finge ahora ese rayo de sol que la ilumina, mas tan pronto llega la noche todo es aquí desolación. Los altos matorrales extienden en torno su sombra como fantasmas. ¡Oh!, sobre todo la noche... es insoportable en estos sitios.

El joven, que conocía demasiado al rico-filósofo-sibarita, fingió no entender lo que éste había querido decirle con aquellas palabras y repuso sencillamente:

-La noche todo lo enluta... eso sucede en los lugares más bellos.

-Aquí peor que en ninguno -recalcó todavía el de la Albuérniga-, pero lo que más me sorprende -añadió-, es que haya usted acertado con esta especie de abismo tan escondido de los hombres. ¡Bien dicen que no hay nada oculto bajo del cielo!

-¿Ignora usted que desde cierta tarde le han seguido y le siguen vigilantes espías?

-¡A quién!

-A usted.

-¿A mí? Usted prevarica. ¡A mí!

-¿Qué extraño es? Todos saben que el duque de la Gloria ha visitado particularmente al caballero de la Albuérniga y que pasearon juntos no hace mucho hablando con grande intimidad y franqueza.

-¡Hola!, ¡hola!... -exclamó el caballero cruzando los brazos sobre el pecho, después de haber rascado una ceja, como acostumbraba en los momentos difíciles.

-Y bien, como ese señor duque que trae revuelta la corte con sus misterios, no ha hecho a ningún otro tan singular distinción, ya que acercarse a él no es posible, se le busca a usted como al cabo del ovillo.

-¡Del ovillo!... Ya... ya... ¡fuego le abrase!

-¿Le quiere usted mal acaso?

-¡Caa! ¡Permita Dios que se le lleve un remolino, y que no vuelva a aparecer jamás!

-¡Cáspita! ¿De veras? ¿Tan malo es?

-No sé si es bueno o malo ni tampoco quiero saberlo.

-¡Que no lo sabe! ¡Amigo!, un poco de franqueza sobre el particular. Éste es el favor que vengo a pedir a usted. Mi honor se halla comprometido. Hice la apuesta de que sabría el primero quién viene a ser ese duque de la Gloria.

-Pues sépalo, por mi parte no puedo decirle absolutamente nada. Vea usted cómo ha perdido el viaje; se volverá usted a Madrid como ha venido.

-Permítame usted dudarlo...

-Dude usted cuanto quiera, mas yo no sé otra cosa sino que no quiero volver a oír hablar de ese demonio, y que, por conseguirlo, seré capaz de dar una vuelta alrededor del mundo.

-Ahora sí que pienso que ese hombre es realmente el diablo... Lo que usted acaba de decirme me asombra...

-Más me asombra a mí lo que me está pasando. ¡Ira de Dios! ¡Ser perseguido hasta aquí por causa suya! ¿Por qué no me habré decidido a matarle!

-¡Diablo! Eso es más serio todavía... ¿a matarle?

-¿Cómo deshacerse de otro modo de un insolente duende?

-¡Oh!, si es duende no puede morir.

-Lo veríamos. Los duendes modernos deben haber aprendido a morir como los hombres.

-Pero ¿qué le ha hecho a usted, el hombre más pacífico de la tierra, para despertar en su alma tan mal deseo?

-¡Qué me ha hecho!... ¡Usted me lo pregunta todavía! -repuso el caballero, con irónica y amarga sonrisa...-. Ha turbado mi reposo, ¡mi carísimo reposo!, me hace vivir en continua agitación... es causa de que se me persiga hasta este yermo... ¡Iras del cielo! ¡A mí que amo tanto el sosiego y la tranquilidad!...

-Grandes faltas son ésas -repuso el joven sonriendo-, mas no me parecen dignas, sin embargo, de ser castigadas con la muerte.

-He ahí el enredo de la madeja... la cadena que me ata, hela ahí... Si así no fuera, ¿existiría ya el duque? -exclamó indignado el caballero.

-No obstante, ni aún matándole, conseguiría usted ahora vivir tranquilo.

-¿Por qué no? Usted se chancea.

-Le pedirían a usted el muerto, y...

-Y yo se lo entregaría con la mejor voluntad.

-Es que las gentes más curiosas exigirían además que usted las explicase mímicamente cómo un ser tan extraño había torcido el gesto al despedirse de la vida.

-Déjeme usted en paz; yo sé cómo se contesta a los importunos.

-Comprendo, amigo mío... quizá por eso me da usted tan ambiguas respuestas respecto al duque.

-No ciertamente; pero deseando no hablar ya de este asunto, concluiré diciéndole a usted lo siguiente; es verdad que el duque me acompañó una tarde en el coche y que me visitó también... ¡ojalá que así no fuera!, pero a pesar de esto, sólo puedo decir de él que es tan insolente como burlón e incomprensible, y que toda persona que tenga en algo su juicio y su reposo debe alejarse de semejante criatura como de la boca de un abismo..., ¿qué digo?, mucho peor... Entre otras mil raras cualidades que posee, resalta la muy especial de exaltar la bilis, sacarle a uno de quicio, y trastornar la más clara y serena razón. Esto puede usted decir a los que me crean enterado de mayores misterios, añadiendo que me tendrá por enemigo el que vuelva a mentar en mi presencia el nombre del duque de la Gloria.

Mientras hablaba de este modo el de la Albuérniga, había ido conduciendo al joven hasta el pie de la casa, en donde lo más cortésmente que pudo le invitó a que subiese a descansar.

Pero ¿no sabía ya su huésped lo terribles que eran las noches en aquella soledad? ¿Cómo detenerse más? Díjole, pues, que precisaba volver a Madrid enseguida: el de la Albuérniga quedó al punto convencido y acompañándole diligente hasta la puerta descorrió con sus propias y sibaríticas manos los gruesos cerrojos para que se marchara. ¡Ay, nunca hubiera hecho tal!

Tras de aquella puerta que se abría inhospitalaria para desechar a un huésped, vio el de la Albuérniga aparecer más de diez cabezas humanas que se inclinaron respetuosamente ante él.

Los zapateros más afamados de la corte esperaban hacía una hora que una mano benéfica les diese libre entrada en aquella mansión.

Inmóvil y asombrado se quedó al pronto el caballero, pero despidiendo enseguida al joven dijo a los que aguardaban:

-Ustedes vienen engañados... aquí no vive nadie.

Y cerraba la puerta. Mas uno de ellos se adelantó entonces con respetuosa terquedad y repuso:

-Dígnese V. E. oírnos algunos momentos... Nosotros somos los maestros zapateros encargados de presentar al duque de la Gloria la exposición que...

-¿Qué tengo yo que ver con ese personaje? -les interrumpió el de la Albuérniga fuera de sí.

-Señor, nos han dicho que estaba aquí...

-¿Aquí? ¡Iras del cielo! ¿Aquí? ¿Cómo en tal caso podría estarlo yo?

-¿V. E. querrá entonces darnos noticias de su paradero?, según nos aseguraron... sólo V. E. sabe...

-Se me calumnia infamemente. ¡Qué yo sé de él! Sabrá el diablo... pregunten ustedes en otra parte: ¡Iras del cielo!

Y cerró violentamente la puerta. Mas no bien se había sentado lleno de fatiga y de cólera, sobre un banco de césped, cuando sintió que dos manos se posaban sobre su espalda mientras le decía una voz cascada:

-¿Conque así se miente? Pero no a las amigas, ¿no es verdad?

El caballero vio entonces delante de sí a las viejas solteronas que la otra tarde le habían encargado con desesperada insistencia supiese de qué eran hechas las maravillosas botas azules del duque...

-¡También ustedes! -murmuró entonces con voz casi ininteligible... mientras las miraba azorado.

-Sí... también nosotras -respondieron ellas, sentándose tan cerca de él que con las enormes narices casi le tropezaban en los cabellos...-. ¡Picarillo! Usted ya lo sabía todo y se lo callaba... pero henos aquí, como caídas del cielo. ¿A que no esperaba usted esta sorpresa?

-¡Oh, si la esperaba! -repuso el caballero sordamente.

-Y bien; con las buenas amigas como nosotras no se gastan cumplidos... En este mismo sitio lo vamos a saber todo, ¿eh?, y prontito porque nos volveremos hoy a Madrid. ¡Estamos tan fatigadas!... como que hace doce años lo menos que no hemos cometido un exceso como éste... ¡Andar en dos horas un camino tan largo! Creíamos que el carruaje se hacía pedazos... pero en fin... aquí estamos ya dispuestas a confesarle a usted... Todito, todito, nos lo va usted a decir, cómo y para qué y de qué manera... sin olvidar el menor detalle... en las ocasiones se conocen los amigos... ¡Vaya!, no reflexione usted... empecemos. ¿Quién es... ese duque de la Gloria? Ese personaje tan íntimo amigo...

Diole al de la Albuérniga en aquel instante tan fuerte tos que las viejas sintieron alterados sus nervios y creyendo que el caballero se moría empezaron a gritar pidiendo auxilio. Acudieron entonces los criados, y el infortunado caballero pudo decirles medio entre dientes que le desnudasen inmediatamente y le llevasen a la cama.

-¡Aquí no... desnúdenle ustedes arriba! -murmuraron llenas de susto, mientras volvían la espalda al enfermo y corrían hacia la puerta, gritando sin volver atrás la cabeza:

-¡Que se alivie!... ¡que se alivie!... Aquí nos tendrá otra vez cuando esté bueno.

Y llenas de cansancio y tan ignorantes sobre lo que querían saber como antes lo estaban, tomaron de nuevo el camino de la corte.

En cambio el de la Albuérniga casi quedó completamente aliviado con su ausencia, y al otro día antes de romper la aurora ya se hallaba camino de Barcelona: pero no iremos a seguirlo en su viaje. Según parece de Barcelona pasó a Valencia, y de Valencia a Granada, y de Granada a Sevilla, y de Sevilla a Extremadura, y de Extremadura a Santander, y de Santander a León, y de León a Galicia, etc. Le dejaremos pues, hasta que quiera la fortuna que le encontremos de nuevo.