El cínico
de Felipe Trigo
Parte II - Capítulo II

Capítulo II

-¡Adelante! - oyó Mavi que la invitaban cuando la emoción la detuvo tras los rasos de la puerta.

Abrió la colgadura, dio un paso y volvió aquedar inmóvil, con una sonrisa de dolor y de saludo.

El momento era solemne. La llamaban, con breves frases de esperanza, y aquí iba a resolverse su destino. El desagrado que le causó reconocer a Josefina, borrábaselo el aspecto amable y bondadoso de Florencia, gruesa dama de roja y ancha cara de paz y con el pelo casi blanco.

-¡Pase! ¡Siéntese usted!

Avanzó, contemplada por la un poco impertinente curiosidad de las señoras, y se sentó, sin procurarse hipócritas aspectos.

Este mismo contraste, esta misma dignidad de su desdicha, ante el que le pareció silencio de compasiva atención de la generosa mujer que la llamaba, hizo subir desde su corazón hasta sus ojos un callado llanto de infinita gratitud...; y alzó las manos, las finas manos nobles que lucían brillantes, y lo ocultó con el pañuelo.

-¿Por qué llora usted? -oyó que la animaba al fin la dueña de la casa.

Serenóse ella; agotó por un esfuerzo de voluntad las lágrimas y dijo:

-Perdón, señora: es mi suerte desde hace algunos años. ¡Lo quiere Dios, sin duda!

Doña Florencia creyó del caso fijar desde luego la situación delante de esta mujer que así, con sentimentalismos, parecía querer tratarla de igual a igual, engañada acaso por las equívocas vaguedades de una carta, y no vaciló en puntualizar, glacialmente evangélica:

-Dios es justo, joven. Sólo una senda de lágrimas, en esta vida, podrá conducirle a su clemencia.

Tocó, en verdad, la frase fría, en el corazón de Mavi. La extrañeza hízola mirar con ansia escrutadora, por un segundo, a la que ya sólo miraba al suelo como desde una torre de desdén; y luego, con enemigo asombro y con un lento girar de la cabeza, en que ondularon las negras plumas del sombrero, a los ámbitos del saloncito fastuoso que, al entrar, habíala impresionado como un templo de bondad y de justicia.

-Me ha llamado usted... -inició.

-Sí, para que hablemos -aprestóse a abreviar doña Florencia-. A ciertos ofrecimientos de... determinada persona que usted conoce, usted no ha querido contestar.

-Ciertamente -repuso Mavi, otra vez indecisa por la enigmática cortesía de aquel acento- de... determinada persona. Ofertas de dinero. Algunos hombres..., los hombres, no suelen dar valor... a, nuestras delicadezas. Por eso me he alegrado, señora, de que quiera hablarme usted..., ustedes, que podrán entenderme, porque son mujeres como yo.

-¡Oh, como usted!...

-¡Como usted! -rechazó también irónicamente la condesa.

Mavi se tragó el insulto.

-Quería decir, tan sólo -concedió-, que hay entre nosotras mayor facilidad de comprensión..., más identidad de sentimiento... ¡Por lo demás, harto veo la inmensa diferencia que separa sus respetabilidades... de mi humildad, de mi deshonra!

Pareció esto quebrantar las severidades de Florencia.

-Bien, tiene usted razón; entre nosotras será más fácil entendernos. Por eso, yo, que también lo sospeché, me he permitido llamarla. Y puesto que nuestras intenciones, puesto que nuestros deseos coinciden, casi sería más breve y mejor que concretara los suyos con franqueza. ¿Quiere decirlos?

-Mis deseos..., los deseos de toda mujer deshonrada, señora, no pueden ser otros que...

-¡Qué...! acabe... -animó indulgente la madre de Felisa.

-... ¡No pueden ser otros que... buscar su honra!

-¡Su honra! -admiró con bien leve sorpresa la «que ya esperaba esto como previa argucia de más contantes y sonantes intenciones»; pero aun así, la sublevaba el «manso cinismo de la joven», y rechazó desde la cima de su orgullo-: ¿Y viene a buscarla aquí?... ¡Eso..., donde la perdiese!

Hubo un brevísimo silencio, que vibraba de ariscas rebeldías.

-¡Señorita -intervino galante siempre y decisiva la condesa-, la hija de esta señora, DE TODOS MODOS se casará con don Arsenio! ¡No lo dude!

Despreció Mavi la advertencia, de puro brutal, aunque le bastase para dar por muerta su esperanza y por concluida esta visita, y quiso, al menos, responder al golpe de la otra con bien distintos orgullos de su alma.

-Ni yo creí, señora -dijo- que se me llamase aquí para insultarme..., ni yo perdí mi honra. ¡Se me arrancó, por un atracador de honras, con engaños!

-¡Bah! -limitóse a desdeñar doña Florencia.

-¡Y con «palabra de honor»!..., porque decíase aquel atracador un caballero.

-¡Palabras!

-¡Y con juramentos!..., porque, además, el caballero decíase cristiano.

-Psé..., también.

-¡Fue solemne! ¡El mismo que oirá su hija de usted, señora!

-¡¡Pero ante un cura y un altar!! -atajó por fin doña Florencia, hosca, poniéndose de pie.

-¡¡Oh!! -dijo Mavi con sarcasmo, levantándose-. Yo tuve más fe. ¡Delante de DIOS... tan sólo! Por mi mal, comprendo tarde que él no la merecía. ¡Ustedes lo han comprendido... antes! ¡Han tenido esa fortuna!

-No; hemos tenido... ese decoro; ¡no es igual! Mi hija no ha necesitado palabras de honor en prenda.

-Eso es verdad. Ni tendrá que darlas él: querrá el cura, lo primero, en este contrato de boda, porque...

-¡¡Basta!! -ordenó autoritariamente la dueña de la casa.

Pero Mavi, crecida de indignación, y tan enérgica, que dominó a Florencia en un sobresalto temeroso e hizo levantarse a Josefina, acabó con rabia:

-..., porque la hija de usted es... rica!

Habíase cambiado la situación, en un momento. Mavi, alta la frente, y como alzada también en desafío la arrogancia toda de su cuerpo, habría necesitado apenas un gesto más de amenaza para ser la que ahuyentase de su propia sala a estas señoras. Y Josefina, doña Florencia, como Arsenio que no te la preparo bien... ¡a día por lío y por disgusto! ¡Debe odiarme! -Fue en su impaciencia feliz a soltar el sombrero y el bastón, y volvió a acercarse, exclamando-: ¿Conque... ella? ¿Lo ha roto Mavi? ¡Cuenta! ¡Cuenta!

-Sí... lo ha roto... ¡ella!... ¡Mi hermana! -notició Gerardo, en tanto Arsenio se sentaba abriendo cuidadosamente su levita por detrás.

-¿Eh? -clamó el barón interrumpiendo sus elegantes pulcritudes de hombre que mira por la ropa-. ¿Tu hermana?... ¿Se lo has llevado?... ¡Vaya, déjate de bromas! Sabes que no me gusta que se la nombre aquí.

-No, si es que... ella, Felisa... ha estado aquí.

-¿Gerardo? -le reprochó el barón con su plena dignidad de futuro marido de Felisa.

-¡Hombre, no seas estúpido!... ¡Ha estado! ¡Con Josefina!

-¿Y... a qué?

-Eso es lo que ignoro. De Josefina, bien; se debía aguardar cualquier burrada desde aquella noche. Felisa... ¡no sé! ¡Acompañándola!

Mucho más severo, Arsenio protestó:

-Oye, Gerardo... ¿es que tú te crees que Felisa pueda acompañar a Josefina en estos lances?

Y entre burlón y severo también, Gerardo recogió:

-Oye, Arsenio... ¿es que tú te crees que yo creo que mi hermana... ¡Mi transigencia no llegaría a tanto..., ¡quizás! Pero, en fin, como yo no mando en ella, a los paseos la acompaña, y al Real..., y aquí, la ha acompañado. Y puesto que te pones serio, si quieres hablar en serio... escúchame.

-Tú dirás.

Gerardo entrevió, a la espalda de su amigo, por el bajo de la colgadura del pasillo, los zapatos y el vuelo de la clara falda de Cecilia.

-¡Tú dirás! -insistió el noble barón de Casa-Pola.

-Pues, digo... que tú no debes casarte con mi hermana.

-Explícate.

-No hay más explicación. Como hombre... como caballero... como buen cristiano... no debes, no puedes, sin cometer con Mavi una indignidad... Y una cobardía...

-¡Gerardo! -rugió el barón, medio levantándose.

Pero Gerardo añadió con un rigor de aplomo que estaba fuera de sus hábitos:

-... Sin dejar de ser cristiano, caballero y hasta hombre, de un golpe.

-¡¡Gerardo!! Yo no te puedo aceptar en ese tono...

-Bien, sí...; tu valor, tu dignidad..., que manejas las armas diestramente... todo eso ¡ya lo sé! Pero todo eso en nada evitaría que tú y tus espadas y tus caballerescos padrinos... os hubieseis congregado con... retetemuchísimo honor..., a defender una indecencia. Antes y después del duelo, tu deber es uno: casarte con la mujer a quien deshonraste con engaños.

Había vuelto a sentarse Arsenio, y despreció:

-¡Vamos! ¡Te da por lo sentimental! Desde que defiendes esas cosas de la Audiencia, estás hecho, hijo, un cursi imposible.

-¡Mira! -respondió Gerardo únicamente, poniéndole delante otro retrato que tomó de la etagére-. ¡Tus hijos!

Arsenio le apartó la mano y el retrato, desdeñoso:

-Son puntos de vista distintos. No podemos entendernos.

-¡Lo creo! -afirmó esta vez Gerardo, persuadido.

Y levantándose, al dejar la fotografía en el mueble, tarareó y se puso a pasear. En este instante entró Cecilia, repentina:

-¡Gracias, don Gerardo!...

-¡Muchacha!

-Sí, sí -corrió ella hasta el barón-. ¿No ve usted, señor? ¡Por esos niños..., por esos hijitos..., por la pobrecita señora..., sea usted bueno y tenga compasión!...

Habíase arrodillado, diciendo esto, y Arsenio, estupefacto, erguido entre la humillada infeliz y la butaca, le ordeno:

-¡Largo de aquí! ¿Quién te manda a ti mezclarte... ¡Largo, largo!

Con el pie la rechazaba.

Cecilia salió dolorosa y lentamente.

Arsenio sonreía. Era su sonrisa de cinismo. Volvió a semitenderse displicente en el sofá, y susurraba:

-¡Oh, estas zafiotas del pueblo! Mira que son bestias, ¿verdad?

En seguida siguió tarareando, y golpeábase con el bastón una bota.

-¿Estábais compinchados? -preguntó Arsenio con dura ironía real, porque lo pensó.

-Mavi y yo... y ésta. Sí, chico. Ver cómo te caso con Mavi... y luego... ¡entendernos... yo y tu Mavi! ¿Comprendes?... ¿A qué menos la había de obligar su gratitud?

No pudo dejar de notar Arsenio la acerbidad del reproche. Sin embargo, sus desconfianzas, tomando otro camino, le hicieron acercarse -pues era él quien habíase ahora alejado, paseando sus sorpresas.

-¿Por qué hoy me hablas así?... Ya la otra noche quisiste abordar el mismo tema. ¡Qué cambio tan asombroso en tu carácter, en tu... ¡No te reconocería!... ¿Acaso te ha dicho tu hermana...

-No, chico, no... -repuso el cínico con una leve carcajada-. ¡Si es que bromeo! ¿Tengo cara yo de... recadista? Todo lo tomo igual. Además, como abogado, tiene uno que «hacerse» a los arranques teatrales. Ya me has oído en la Audiencia. Es que eso lo dije ayer. Tú no fuiste; Mavi, sí... ¡Pura guasa! Se me ha metido en la frente armar contigo alguna vez un lance de honor en cómico..., con las pistolas torcidas, de las que apuntan a los padrinos..., o con esas otras de cuerda y corcho para las moscas... Un lance digno de nosotros, que entendemos así la vida y la eternidad, y estas músicas de... promesas y deberes, y mujeres y chiquillos...

-Mi deber -dijo, Arsenio, deteniendo nuevamente su paseo-, lo sé de sobra. Nunca he pensado dejar de hacer, con esa mujer y esos niños, lo que debo; pero, de otro modo.

-Sí, más... rápido; a ella, lo acordado: endosármela...; a ellos, buscarles una recomendación para el Hospicio.

-Pues si tan mal ves el endoso..., si fue tan singular tu impresión aquella noche, hasta el punto de darte lástima de ella..., poco se compagina todo con tu presencia aquí, esperándolo. ¿Por qué has vuelto a buscarla?

-Psé... ¡mira tú!.. cosas de... canalla. Sentimentalismos de pólvora... ¡fuú!..., ¡nada, se van! ¿No has visto nunca a esos golfos que lloran y se conmueven al ver llorar a una dama que ha perdido a su hijo entre la gente..., y que la ayudan a buscar con alma y vida... sin perjuicio de quitarlas, al despedirse, el reloj?... ¡Algo por el estilo!... o tal vez me ilusioné, me enamoré un poco..., como nos enamoramos los golfos que no sabemos tratar más que a cierta clase de mujeres..., y menos hábil que tú, he vuelto y me da ahora vergüenza y rabia no saber cómo decírselo. En dos semanas, no he sido capaz de hablarla de esto ni una vez... ¡Si hubieras sido tú! Porque tú, Arsenio, eres un canalla..., pero más fino, más atento... Un canalla muchísimo mejor educado, ¿verdad?

Arsenio se crispó.

-Gerardo... ¡Vamos a acabar de mal modo!

-Como dos cocheros. ¡Si te lo advertí! ¡Si tu sistema en el final se parece al mío completamente!

Dominándose, refugiándose en desprecio, Arsenio le volvió la espalda. Su nuevo paseo, no obstante, quedó cortado por un rumor lejano, que advertía la llegada de Mavi, en lo profundo del tocador y de la alcoba.

-¡Ella! -le avisó a Gerardo señalándole el despacho-. ¡Entra ahí!

Gerardo se puso súbito de pie, por un instinto de respeto.

-¡No, me marcho! -dijo-. ¡Si tú eres capaz de encanallarla... yo la buscaré algún día... a lo golfo!... ¡O a ti... para escupirte y darte, si es que me encuentras de humor, dos bofetadas!

-¡Oh! -rugió Arsenio lanzándose a él; y no pudiendo alcanzarlo en su ímpetu, porque Gerardo ya se le alejaba en el pasillo, le advirtió terrible-: ¡Nos veremos!

Y volvióse.

Mavi acababa de aparecer en la otra puerta.