​El brasileño​ de Emilia Pardo Bazán


Cuando nos reuníamos en el café los nacidos en una misma tierra (por entonces no había centros regionales ni cosa que lo valiese), acostumbraba sentarse a nuestro lado un viejo curtido como cordobán, albardillado, recocido al sol, muy mal hablado, y que en sus ojos, todavía claros y de mirada fija, conservaba la vivacidad de la juventud. Sabíamos de él que se llamaba don Jacobo Vieira, y que había sido marino y corrido mucho. Sobre esta base podíamos fantasear a gusto; pero no nos ocupábamos en tal cosa. Allí se discutía asaz, sobre todo de política, pero nadie preguntaba a nadie su vida pasada.

Cierto día noté que don Jacobo lucía una presea que me llamó la atención. Sobre su chaleco de blanco piqué, tieso y mal planchado, ostentaba pesado medallón de oro, en cuyo centro fulguraba gruesa piedra amarilla.

-¡Vaya un topacio que se trae don Jacobo hoy! -dijeron varios.

Sólo yo, más inteligente en pedrería, comprendí que no se trataba de topacio, sino de un espléndido brillante.

La piedra, rara por su color y tamaño, hizo que mi curiosidad se fijase más aguda en don Jacobo. Le esperé a la salida, emparejé con él, y bajamos la calle de Alcalá platicando. Él vivía en el barrio de Salamanca.

-Ese brillante -le dije-, ¿es brasileño? ¡Sabe usted que vale algo el directo!

-¡Ya lo creo! -respondió-. ¡Cómo que me lo ha dado una reina que se enamoró de mí!

-¿Una reina?

-Vamos al decir... reina... de salvajes.

Me eché a reír, mostrando gran alborozo e interés, para arrancar al viejo el relato de la aventura de la lejana mocedad.

-No crea usted -añadió-. Más de cuatro veces he estado apique de tirar por la ventana el demontre del dije, ¡rayo!, porque tiene una virtud, o como se le quiera llamar, que...; en fin, serán aprensiones..., ¡retoño!, pero yo creo que está hechizado... Al mismo tiempo, me daría vergüenza hacer tal disparate.

-¿Por qué no lo ha vendido usted?

-¡Bah! No me falta lo necesario para mí, para darme todos mis gustos..., ya que, por desgracia, me toca morir en tierra y no en el mar. El maldito brillante me ha costado desazones, pero, al mismo tiempo (es una cosa rara; todo es raro en esta piedra), le tengo así una especie de cariño...

-¿Y cómo logró usted el amor de la reina? -pregunté, mientras consideraba la bravía y atezada fealdad del anciano, y miraba, a la luz muriente del sol de primavera, los pelos cerdosos que emergían rígidos de las fosas de su nariz y de la oquedad de sus oídos.

-Le diré a usted... A mí me han sucedido muchísimas cosas en mis navegaciones, y todo eso de mujeres, ¡retoño!, es de lo más particular... El caso es que no me faltaban hembras, no, señor... Yo he sido siempre de buen acomodo, y entraba con todas, ¡je, je!, como la romana del diablo. A ellas les gusta que nosotros tengamos buen estómago..., y a veces, falta hace.

-¿Usted navegaba... por comerciar? -pregunté, vacilando.

Se detuvo, se volvió hacia mí, y, frunciendo el doble peludo arco de las cejas, rezongó:

-Ya, ya, entiendo la sorna... ¡Malaje! ¡Usted ha oído decir que fui negrero!...

-No, don Jacobo, no he oído tal cosa...

-¡Sí, sí! ¿A qué andar con historias? Si lo saben hasta los gatos... No crea usted que lo voy a negar, ni que voy a avergonzarme... Yo he traficado en carne negra. ¡Cuántos señorones andan por ahí, que se han ganado el señorío traficando en carne blanca! ¡Cuántos trafican hasta con la de su propia mujer, mal rayo! No se figuren que he de tenerme por peor que ellos. Los negros son una mercancía, y los blancos otra. Todo el mundo explota a alguien..., ¡retoño! La diferencia es que yo explotaba corriendo peligros y jugándome a cada momento la vida, y los que aquí arriendan carne de esclavos blancos, lo hacen sentados en sillones y sin arriesgar la pelleja.

-Tiene usted razón mil veces, don Jacobo... ¿Y fue en esos... viajes donde la reina le dio el brillantito?

-En uno de esos viajes fue. Solíamos internarnos algo, en busca de género, porque ya el ébano escaseaba en la ribera, y nuestra industria andaba muy perseguida. Realizábamos otro negocio: trocábamos aguardiente por caucho, tabaco y maíz. ¡Lo que se terciaba! Entre mi clientela se contaban unos salvajes llamados Tapuyas (que quiere decir enemigos), que se extienden allá desde los cinco a veinte grados de latitud Sur, por las tierras de Para y Matto Groso. No son muy feos los indios de esta casta; pero algunas tribus tienen la maldita costumbre de estirarse el labio de abajo metiéndose un bodoque de madera, que no parecen sino el mismísimo demonio... Además se tatúan el cuerpo.

-Pues estaría guapa la reina con su bodoque.

-¡No, camarada, la reina no llevaba bodoque ninguno! Era de otra tribu; había sido robada, y la había reservado para su botín el rey. Los Tapuyas son muy guerreros y feroces. Les gusta la carne humana, como a los niños los caramelos. En dos o tres semanas que estuvimos en la aldea tapuya, vimos sacrificar a varios prisioneros, y con tortura previa; no le quiero a usted decir -porque a los terrestres todo les asusta- lo que fue aquella orgía desde que el aguardiente intervino...

-¿Y la reina también comía?...

-No. Aparentaba. Así que la gente empezaba a emborracharse, se retiraba a su cabaña con sus sirvientes, y yo iba a hacerle compañía, mientras su esposo seguía bebiendo. No era maleja, compadre, y, sobre todo, un cuerpo como un mástil; daba gloria verla andar. No le oculto a usted que olía bastante a hormigas, a pesar de que todos los días se bañaba dos veces en el río.

-Y el rey, ¿era celoso? -pregunté, divertido con tan original aventura de amores.

-El rey..., o mejor dicho, el cacique, no se acordaba de sus ocho o diez esposas sino cuando le daba la gana de visitarlas. Se me figura que eso de los celos varía mucho con las latitudes.

-Y cuando le regaló a usted ese diamante de la corona la reina, ¿no se enojó el rey?

-¡Bah! Ni sabía ni supo de eso palabra. ¡Si tampoco lo supe yo hasta algún tiempo después! La reina, que se llamaba Baraní, me tomó una querencia desatinada. A ella debo el no haber dejado allí la piel, porque me dio un aviso, y escapamos de la emboscada que nos tendían, para quedarse con nuestro aguardiente y su caucho, y además, supongo que con nuestros cuerpos, destinados al asador. Baraní me pidió de rodillas que la llevase conmigo para cojín de mis pies, para esclava. Claro que me negué. Al despedirse, como una europea me pondría un escapulario, me colgó una bolsa de fibras. Era un talismán, y sabiendo que estos indios practican infinitos ritos mágicos y mil supersticiones, no lo extrañé. Baraní, al colgármelo, exclamó:

-¡El Tupa (ellos llaman así al Espíritu que adoran) hará que ninguna blanca sea tu compañera, ni viva a tu lado bajo tu techo!

-¿Qué hubiese usted hecho? Lo que hice yo: soltar la risa. Unos cuantos meses llevé colgada la bolsa, sin ocuparme de ella, hasta que un día, al lavarme, se me ocurrió mirar su contenido. Había dentro fragmentos de huesos humanos, dientes de pez, semillas de árbol, y el brillante. Estaba en bruto, y abultaba más que ahora. Por la costumbre del tráfico, comprendí que era piedra de gran valor, y la guardé. Las otras porquerías las tiré al mar.

Mandé tallar el brillante, y quedó como usted ve -añadió, haciendo resaltar sobre su pecho el medallón, que resplandeció, encendiendo en un rayo solar irisadas luces-. Mientras viajé, no me acordé del conjuro de Baraní, porque mis amores eran de días, de horas, de minutos. Pero cuando me retiré, con un caudal regular, a mi tierra, y me entró deseo de casarme y de tener chiquillos -la vejez en soledad no siempre es alegre, ¡se acuerda uno de tantas cosas cuando está solo!-, se me vino a la memoria, no sé por qué, lo que me había dicho la salvaje... Claro es que lo consideraba una tontería; pero frecuentemente pensaba en ello. Y será casual, o serán artes del diablo, pero no se explican sólo con hablar de coincidencias. Mi primera novia, que era sobrina carnal mía, hija de mi hermano Rafael, enfermó y murió tísica apenas se concertó la unión. ¡Muchacha más angelical! Mi segunda novia, nieta de un arrendador, ¡una chiquilla formalísima!, se escapó de su casa, tres o cuatro días antes de la boda, con un hijo de un fondista, que se la llevó a América. Mi tercera novia fue una viuda guapa, que tenía fincas en Santander, y la mejor reputación, y próximo también nuestro enlace, hasta que se averigua que vivía el primer marido... Mi cuarta novia era mi criada, una muchacha como un pino, montañesa; estaba entusiasmada con lo de ascender a señora... Y, sin causa conocida, la entra un histérico, y se vuelve loca, pero de atar; en Ciempozuelos la tiene usted aún... Ya desesperando de noviazgos, busqué otros consuelos, otros arrimos..., aventurillas, ¡qué sé yo! Y lo propio: no hubo cosa que me durase quince días; parecía que una mano invisible rompía los hilos... Mire usted que se lo digo en serio: llegó a hacerme cavilar, ¡recontratoño! Claro es que todo podía atribuirse a lo más natural!, ¡pero tantas veces! ¡No conseguir lo que cualquiera consigue: un hijo, una mujer!

El marino se detuvo, me ofreció un puro exquisito (él no lo fumaba sino así), y, clavándome los ojos escrutadores de lejanías, murmuró:

-¡Ahora ya, quién piensa en eso!... ¡Los huesos están muy duros! ¡Ahora..., a ver qué tiempo puede navegar aún un barco viejo, bien carenado!...