“El barrio turco” editar

publicado en El Liberal (Santiago del Estero, Argentina), el 3 de noviembre de 1923

firmado “B.”

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Una caudalosa confluencia de turco obstinado y de criolla desbordante... En aquella modesta familia se consumaba un empalme voluminoso, que no encausaba una tercera resultante de fuerza, múltiple de capacidades, sino infartaba los cursos en una especie de voluminación incontinente, cuantiosa, tiroidea, un poco degenerativa y monstruosa pero profundamente definitriz.

Resultaba un entronque raro como abortado de desalamiento, porque aunque se acusaba la convergencia atenazada de esas dos naturalezas estuantes y la ensambladura, transfundida de los dos deseos animadores y primarios, se veía que allí mismo cedían los empujes, se desanudaba como en un derrame el encuentro engarabitado, y todo emergía con una abundancia vegetativa y glandular, con un rebasamiento espermatoso inmoderado y esparcido.

Se percibía ante todo el exceso desbordado, que no había acabado de cuajar en el objeto propio cuando en aquel preciso punto había encontrado también el de menor resistencia, la membranita impalpable de la esfericidad, y se había distraído en una pueril imaginación de pompas ingrávidas y tornasoladas como aquellas de la infancia que solo se inflaban hasta el estallido.

Se percibía que nada se malograba, pero todo superabundaba con el desmedido superávit que anega el ánimo, y éste derroche desencajaba de pronto la dirección irrumpida, sacaba de madre las “intenciones” determinantes, que así, descarriadas, perdían su sentido de impulso y se agotaban como en tanteos de vagas corporizaciones excedentes.

Los dos hijos presentes, de los tres que eran pues el menor estudiaba en Buenos Aires, y las siete hijas tenían la fisonomía empastada de aquel aflojamiento inesperado e inundante de las energías fundadoras en el nudo mismo de su fusión.

Pero en quienes se notaba mejor ese extraño y súbito fenómeno de transmutación de la traba muscular, recia, en tejido esponjoso era en las siete hijas mujeres, que habían salido tan bien redondeaditas, tan bien sopladitas en los rasgos particulares de su femenidad, que, desnudas ante los espejos, obtendrían una imagen de escultura de pastelería con saliencias amerengadas y deleznables.

Modeladas en esos tipos de una soltura interna de materia, de una infinita pastosidad, sus formas trasuntaban un desmayo espiritual de una imponderable dulzura, de un afesamiento descuadrilado, desvertebrado, impotente, como de imágenes de cera acercadas al fuego. Tendrían el espíritu en estado gaseoso, se decía uno, una emanación reververante de la recalentada confluencia genitora, pero lo que se denunciaba era la falla de la presión expansiva, que perdía el pie en cada uno de los resquicios de la forma, mal cerrada siempre, del cuerpo, y aun hacía defraudado el aglobamiento de la forma que parecía proponerse.

Esta sensación era lo que en todas ellas abrumaba con una conflactibilidad e inconsistencia inagotable. El alma, que no es anfibia, desfallecía en aquella atmósfera indecisa que cuajaba en las siete muchachas. Desfallecía con una delicuescencia lotiana, enervadora, eyaculante, que tenía sobre todos los pensamientos y las acciones de ellas un derrame anchuroso, de prolongadas, lentas, expandidas melifluidades… Era el alma propensa en la que enquistan fácilmente todas las ambiguedades nostálgicas.

Como delatando que la mayor relajación en aquella abrasada conjunción del principio habría sido al fin la del turco sañudo, tan hirsuto que presuponía como nada el espasmo liquefacto, sufriente, agónico, junto a la candente criolla, entera, morenaza, empantanada en su barro humano,--con un significado enrostrador semejante, la psicología de las siete jóvenes insólitas estaba comprometida con una inclinación gravitacional absoluta a todas las inducciones de la influencia paterna de esta influencia que en la naturaleza distraída de ellas, vaporizaba como un influjo ondeado de una especial imantación rácica, de que estaba recubierto todo él. Ese vaho irradiado, de vago prestigio mil-y-una nochesco, ese vaho de turco, en suma que con un poco de cariño se ha podido ver que ha sido capaz alguna vez de ahogar el mismo olor del turco, prestigiado por una vocación de curiosidad, casi religiosa al milenario nocturno de Sharazada, y al narguilé más espirituoso de las música árabe, eso las acababa, las sumergía moribundas en un éter bochornoso y espeso.

--“Ah, Turquía... Oriente...”—suspiraban ellas en plena inconciencia de lo que se proponían, volcando el ojo hasta exhaustar el pabilo.

Cargaron sobre el buen turco, ya sencillo después de treinta años de América, hasta conseguir que introdujera en el orden doméstico, costumbres del allá exótico y ensoñado por ellas.

En las noches de luna iban a un paseo desierto de las afueras, y tomadas de las manos, con los párpados entornados de deliquio evocativo, se ponían a canturrear lejanas musiquillas escuchadas al fonógrafo.

--“Yo sería la mujer más dichosa del mundo—decía cada una de ellas—si pudiera conocer Turquía”.

--“Si me caso, yo le diré a mi marido: si quieres darme una prueba de amor, llévame a Turquía”...

--“Yo sería capaz, si me dejasen, de salir a la calle con el velo de cara, que solo descubre los ojos...”

No veían la hora de que llegase el carnaval para “armar” la conmovedora comparsa del harem.

Toda la familia vivía como opificada de una especie de vanidad rácica vergonzante. Era sobre todo en las horas de amplia sencillez interior de las comidas, que ese extraño sentimiento se esponjaba como un pájaro excitado en el abombamiento del alma de todos. Entonces surgían las agudezas afirmativas.

El mayor de los varones, que sin embargo era menor que la mayor de sus hermanas, tenía la temeridad del pensamiento que se entronizaba con gesto tiránico en el rebañego orden familiar. Él había dicho una noche, congestionando el tono de la conversación que transitaba el tema sempiterno: --“Sólo viendo este barrio turco en que vivimos, se puede notar la blanca insipidez del resto de esta ciudad asfaltada”...

Un día, el hijo menor, el que era tácito en aquel derretimiento de familia ambiente, y representaba una obscura promesa mesiánica para ella, llegó, pero llegó, siendo todavía estudiante y de medicina. Tenía la despreoccupación y el jocundo encaramiento ante la vida que da ese estado, cuando no se tiene la juventud pusilámine.

Tuvo una sorpresa desconcertante al revelársele los primeros síntomas del paludismo familiar… Pero desde la primera mirada se sintió apoyado por una oculta complicidad de su madre.

Él, inteligente de veras, no definió nada, ni imaginó ninguna solución a un mal que, en el mejor de los casos, hubiera escapado a su presunta ciencia. Estaba demasiado entregado a su carcajada abovedada y a su perímetro toráxico de atleta, para ocuparse en esas, que en definitiva le hubiesen parecido ridículas zarancajas,--por lo que en el momentáneo desconcierto dicho, no acabó de perder su orientación.

Hizo un esguince de hombros, y se dejó andar, colmándolo todo con las explosiones enfogantes de su optimismo.

--“Vámonos a la plaza, al centro... no sé cómo pueden vivir en este barrio”...-- exhortaba constantmente con voz de martillero a sus hermanos estupefactos, de oírle hablar así. –“No sé cómo pueden respirar esta atmósfera gruesa, musilaginosa, de baño turco-romano, que tienen todos los barrios turcos”...

--“Esto es inhabitable,--había insistido una vez al apretar los calores, hiriendo el corazón de sus hermanos,--por este lado parece que la ciudad entrara en estado de fermentación”...

--“La gente decente sólo viene a este barrio a comprar barato”...

--“Hay un olor a jabón, y otro olor intruso, extranjero, que anestesian, en este barrio... Vámonos al centro”... .....................

Terminó proponiéndose dar con toda la familia en una casa de la plaza, que había visto desocupada y tenía la fachada blanca y hospitalaria de las casas que dan a los paseos. .....................

--“Este es un barrio cotorrero, que tiene un aire de inmenso conventillo, porque el turco es un idioma que no puede hablarse sino a gritos, a gruñidos estentóreos.”

--“Da vergüenza tener que internarse en este barrio para volver a casa, porque siempre parece que va uno al baratillo... y eso es desdoroso”...

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La familia sedimentada comenzó a huirle. Se hacían concilios furtivos, a puerta cerrada, como a susurro de obscenidades. Las sobremesas se hicieron premiosas, estiradas, como sobremesas de un absurdo banquete de pésame, sólo que los difuntos eran los vivos que rodeaban con él la mesa, menos él.

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Aquella noche había cenado él fuera con unos amigos. Volvía tarde a su casa, con la cara roja del vino y las risas de la francachela, cuando creía encontrar dormidos a todos, en el apogeo del nocturno conticinio.

Al atravesar el vestíbulo notó que había una luz desnuda en la alcoba de su padre, la luz fluía de las orgías desatadas, y revolcaba por el patio un enjambre rumoroso de conversaciones fervientes y cordiales.

Picado de intriga encaminó allá su curiosidad. Con una evidencia súbita, no vaciló en abrir la puerta, y lo hizo con el brusco ademán del marido celoso, exponiéndose en total suspensión de expectativa en el vano lavado de la luz...

El cuadro familiar quedó congelado, como sorprendido por el “objetivo estatuario” de la catalepsia... nadie osó siquiera moverse, porque fue tan descubridora la inesperada presencia que hasta se avocaba a la cuarta dimensión de los disimulos y los efugios.

Una sonrisa escapada desfogó ligeramente al inoportuno. Le tocó un poco la blandura analgada de los enormes almohadones de raso carmesí, cuyo fasto ni había sospechado en la casa modesta, grandes como esos salmadraques vistos en lechos de aldeanos extranjeros que acaban de dar a los lechos una apariencia de cuadrúpedos de una insuperable especie doméstica, tumulares, como odres dilatacie doméstica, tumulares de un fabuloso insecto succionador...

Entregadas en cuclillas a la acogida de hondura progresiva y suspicaz de los almohadones, a su seno cedente que bajo el peso del cuerpo tiene el aire de desfallecer como en una suprema introducción,--las siete hermanas, con la sangre y la mirada desvanecida en el ensueño, hacían el grupo de una arabia inefable, plenilúnica, remota...

Él: estuvo a punto de perder su entereza, insospechadamente cogido por la armonía de profunda concinación familiar en que se diluía el cuadro. Se hubiera sepultado con un impulso de naufragante confraternidad en aquel naufragio unánime, de edulcoración mil-y-una-nochesca... Pero lo más inesperado le despertó con el fuerte pescozón de lo imprevisto.

Su padre, el buen turco sólido y estable, de quien quizás había heredado la espalda fornida y esa frente suya de bucráneo, el buen turco humilde, de entusiasmos resoplantes, pero llenos de una inmediata sensatez, exaltado en el bochorno de la íntima tertulia, a una representación de gran turco presidía esta imposible sesión del desahogo pecaminoso y clandestino, blandamente recostado en el diván, en la actitud sultánica del que medita voluptuosidades mientras fuma, como él fumaba al narguilé...

En medio de la pequeña sala afiebrada de la potente emanación del instante suspenso, centrando la reunión con la presencia misteriosa y suspecta de raro fetiche de las circunstancias, empecatado y recalcitrante, se erguía la esbelta torrecilla, caprichosa, grácil, de silueta estrangulada en cinturas de bailarina, de narguilé... como si también se hubiese quedado paralizado él a la sorpresa, siguiéndole adentro el hervor de la danza interrumpida, en su vientre cristalino bullía el burbujeo del licor, en una danza más enloquecida, como si apurase con una peligrosa inminencia del encantamiento de la serpiente diapreada que el turco aprisionaba por la boca con el beso vicioso del fumador...

El impertinente, que pudo no haber sido sorprendido de nada, pero que de eso no podía dejar de serlo, y de un modo lapidante porque precisamente hacía largo tiempo que por uno de esos frecuentes fenómenos de amnesia, no podía reconstruir en su memoria la palabra narguilé--esa bendita palabra narguilé!—no pudo contenerse y estalló.

--“Pero, padre… ¡Hágame el favor!… No faltaba más, sino que, en esta locura de la casa, usted se pusiese a fumar “en enteroclisio”!...

Las siete hermanas cayeron de espalda, sin sentido, con el encanto asesinado.