El barril de amontillado (Cano y Cueto tr.)

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI.

El barril de amontillado.


Soporté cuanto pude las injusticias de Fortunato; pero cuando estas llegaron hasta el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conoceis mi alma, debeis suponer que de mi boca no salió la más ligera amenaza. A la larga habia de vengarme; era cosa definitivamente resuelta; la más completa resolucion alejaba de mí toda idea de peligro. Debia no solo castigar, sino castigar impunemente. Una injuria no se venga cuando el castigo alcanza al desfacedor, ni se venga cuando el vengador no tiene necesidad de hacerse conocer del que ha cometido la injuria.

Debo hacer constar que jamás dí á Fortunato motivo alguno para que dudase de mi buena fé, ni por mis acciones, ni por mis palabras. Continué, segun costumbre, sonriéndole siempre, y él no comprendia, que mi sonrisa era la fórmula del pensamiento que yo de su inmolacion abrigaba.

Fortunato tenía un flaco por donde podía atacársele, aun cuando por todo lo demás era hombre respetable y aun temible. Se vanagloriaba de ser gran conocedor de vinos. Pocos italianos tienen el don de ser conocedores; su entusiasmo es casi siempre prestado, acomodado al tiempo y á la oportunidad: es un charlatanismo para esplotar á los ingleses y austriacos millonarios. Igualmente en pinturas y piedras preciosas, Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatan; pero en materia de vinos añejos era sincero. Sobre este punto en nada me diferenciaba de él: yo me creia inteligente, y compraba partidas considerables siempre que podia.

Una noche, entre dos luces, á mitad del carnaval, encontré á mi amigo. Me saludó con intima cordialidad, porque había bebido muchísimo. Mi hombre estaba de máscara. Vestía un traje ajustado de dos colores, y en la cabeza llevaba un gorro cónico, con campanillas y cascabeles. Tan feliz me juzgué al verle, que jamás creí que acababa de estrecharle la mano.

Díjele: — Mi querido Fortunato, os encuentro en buena ocasion. ¡Qué magnífica facha teneis con semejante traje! Es el caso que acabo de recibir un barril de vino amontillado, ó por lo menos por tal me lo han dado, y tengo mis dudas.....

— ¿Cómo? dijo, ¿de amontillado? ¿Una pipa? ¡Imposible! ¡y á mitad de carnaval!

— Tengo mis dudas, repliqué, y he sido tan tonto que lo he pagado sin consultaros antes. No pude encontraros, y temí perder una ganga.

— ¡Amontillado!

— Digo que dudo.

— ¡Amontillado!

— Y puesto que estais invitado á algo, voy á buscar á Luchesi. Si alguno hay que sea conocedor, es él. Él me dirá.....

— Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del Jerez.

— Y sin embargo hay imbéciles que comparan sus conocimientos con los vuestros.

— Vamos allá.

— ¿Dónde?

— A vuestras bodegas.

— Amigo mio, no: yo no quiero abusar de vuestra bondad. Sé que estais invitado. Luchesi......

— Nada tengo que hacer. Marchemos.

— No, amigo mio, no. No es la cosa nuestros quehaceres, sino el frio cruel que noto estais sufriendo. Las bodegas son muy húmedas, como que están cubiertas de nitro.

— No importa; vamos. El frio nada supone. ¡Amontillado! Os han engañado. Y en cuanto á Luchesi, repito que es incapaz de distinguir el Jerez del amontillado.

Así charlando, Fortunato se cogió de mi brazo. Me puse una careta de seda negra; y embozándome en mi capa, mo dejé llevar hasta mi palacio.

No habia en él ni un solo criado: estaban todos haciendo los honores al carnaval. Les habia dicho que no volvería hasta bien entrado el dia, y mandado que no dejasen sola la casa. Yo bien sabia que esta sola órden bastaba para que todos, sin escepcion alguna, se largasen en cuanto yo volviese la espalda.

Tomé dos luces, una á Fortunato, y nos dirigimos atravesando muchas piezas y salones hasta el vestíbulo que á las cuevas conducía. Baje delante de él la escalera, larga y tortuosa, volviendo várias veces la cabeza para advertirle que cuidase de no tropezar. Llegamos al fin, y juntos nos hallamos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de Montresors.

El paso de mi amigo era vacilante, y las campanillas y cascabeles de su gorro sonaban á cada uno de sus pasos.

— ¿Y la pipa de amontillado? dijo.

— Está más lejos, le dije; mirad los blancos bordados que centellean sobre las paredes de estas cuevas.

Volvióse hácia mí y miróme con ojos vidriosos, goteando lágrimas de embriaguez.

— ¿El nitro? preguntó por fin.

— El nitro, dije. ¿Desde cuándo teneis esa tos?

— Euh, euh, euh, euh, euh.

Mi pobre amigo no pudo contestarme, hasta despues de algunos minutos.

— No es nada — dijo.

— Venid — dije secamente — vamos fuera de aquí; vuestra salud es preciosa. Sois rico, respetado, admirado, querido; como yo en otro tiempo: sois un hombre que dejaría un vacio inocupable. Por mi nada importa. Vámonos; podriais caer enfermo. Ademas Luchessi....

— Basta, — dijo,— la tos no vale nada. — No me matará: yo no he de morir de un constipado.

— Es verdad, — es verdad, contesté; — y os aseguro que no intento alarmaros inútilmente; — pero debeis tomar algunas precauciones, un trago de Medoc os defenderá de la humedad. Cogi una botella, de entre otras muchas que en larga fila allí cerca estaban enterradas, y la rompí el cuello.

— Bebed, —dije,— y le dí el vino. Acercó á los lábios la botella, y me miró con el rabo del ojo. Hizo una pausa, me saludó familiarmente, (sonaron las campanillas del gorro), y dijo:

— ¡A la salud de los difuntos que á nuestro alrededor reposan!

— Yo á la vuestra. Se agarró de mi brazo y seguimos adelante.

— Qué grandes son estas cuevas! dijo.

— Los Montresors,— contesté,— eran familia muy numerosa.

— No recuerdo vuestras armas.

— Un pié de oro sobre campo azul, reventando una serpiente que se le enrosca mordiendo el talon.

— ¿Y la divisa?

Nemo me impune lacessit.

— ¡Muy bien!

Centelleaban sus ojos por el vino, y los cascabeles y campanillas del gorro sonaban y sonaban. El Medoc habia exaltado mis ideas. Habíamos llegado al medio de unas murallas de huesos mezclados con barricas, en lo más profundo de las catacumbas. Paréme de nuevo, y esta vez me tomé la libertad de coger del brazo á mi Fortunato por más arriba del codo.

— El nitro,— dije,— ya veis que aumenta. Cuelga como el musgo á lo largo de las bóvedas. Estamos bajo el lecho del rio. Las gotas de agua se filtran á traves de los huecos. Venid, vámonos, antes de que sea demasiado tarde. Vuestra tos...

— No es nada, continuemos. — Venga otro trago de Medoc.

Rompí una botella de vino de greve, y se la ofrecí. La bebió de un trago. Brillaron sus ojos, se rió, y arrojó al aire la botella haciendo un gesto que no pude comprender. Mirele con sorpresa, repitió el gesto, un gesto grotesco.

— ¿No comprendeis? — me dijo.

— No,— contesté.

— Entonces no sois de la lógia.

— ¿Qué?

— No sois franc-mason.

— ¡Sí, sí! — dije — ¡Sí, sí!

— ¿Vos? ¡Imposible! ¿Vos mason?

— Sí, mason,— le respondi.

— ¿Un signo? — me dijo.

— Vedle,— repliqué y saqué un palaustre de debajo de los pliegues de mi capa.

— Quereis reiros,— gritó;— y tambaleándose, vamos al amontillado, me dijo.

— Sea,— contesté guardando mi herramienta y dándole el brazo. Se apoyó pesadamente en él, y continuamos en busca de nuestro amontillado. Pasamos bajo una galería de arcos muy chatos; bajamos, dimos algunos pasos, y descendiendo más aun, llegamos á una profunda cripta, donde la impureza del aire era tal, que en ella, más que brillaban se enrojecian nuestras luces.

En el fondo se descubría otra cripta más pequeña aun. Estaban revestidos los muros de restos humanos, apilados en la cueva á la manera que están en las grandes catacumbas de París. Del otro lado se habían derribado los huesos y apiñados en el suelo formaban una muralla de alguna altura. En el muro, escueto por la separacion de los huesos, notamos otro nicho profundo como de unos cuatro piés, de tres de largo y de siete ú ocho de alto. No parecía hecho para un objeto dado, pues se formaba simplemente por el hueco que dejaban dos enormes pilares que sostenían las bóvedas de las catacumbas, y por uno de los muros de granito macizo, que limitaban su cabida.

En vano Fortunato, adelantando su mortuoria antorcha, luchaba por medir la profundidad del nicho. La luz se debilitaba y no nos permitía ver el fin.

— Avanzad, le dije, ahí es donde está el amontillado. Tocante à Luchesi...

— ¡Es un ignorante! interrumpió mi amigo andando de costado delante de mí, mientras yo le seguía paso á paso.

En un momento llegó al fin del nicho y tropezando con la roca se paró, estúpidamento absorto. Un instante despues ya le había yo encadenado al granito. Sobre la pared había dos grapas, á dos piés de distancia la una de la otra, en sentido horizontal. De una de ellas colgaba una cadena de la otra un candado. Habiéndole colocado la cadena al rededor de la cintura, sujetarle era cosa de algunos segundos. Estaba muy asustado para oponer la menor resistencia. Cerré el candado, saqué la llave y retrocedi algunos pasos saliéndome del nicho.

— Pasad la mano por la pared, dije; vos no podeis oler el nitro. Está sumamente húmedo. Permitidme una vez suplicaros que os vayais. ¿No? Entonces es preciso que os abandone: volVeré inmediatamente para proporcionaros cuantos cuidados, pueda.

— ¡El amontillado! gritaba mi amigo, que aun no había vuelto de su espanto.

— Es cierto, contesté: el amontillado.

Al decir estas palabras empujé la pila de huesos de que ya hice mencion, los arrojé á un lado y descubrí gran cantidad de piedras y de mortero. Con estos materiales y con mi palaustre comencé á cerrar y murar la entrada del nicho; á hacer un tabique.

Casi no había colocado la primera hilada de piedras, cuando noté que la embriaguez de Fortunato se había disipado muchísimo. El primer indicio de ello fué un grito sordo, un gemido que salió del fondo del nicho. ¡Aquel era el grito de un hombre borracho!

Despues nada se oyó. Coloqué la segunda hilada, la tercera, la cuarta... y oí el ruido que producían violentas vibraciones de la cadena. Este ruido duró algunos minutos, durante los cuales suspendí mi trabajo y apoyándome sobre los huesos me estuve gozando en él. Cuando cesó, cojí de nuevo mi palaustre y sin interrupcion acabé la quinta, sesta y sétima hilada. La pared llegaba ya á la altura de mis hombros. Me paré de nuevo y levantando las luces por encima de la pared, dirigí sus rayos al personage allí incluido.

Grandes, agudos y dolorosos gritos lanzó el encadenado, y casi me tumbaron de espaldas. Durante un momento hasta temblé, me arrepentí. Saqué la espada y con ella comencé á abrir el nicho; pero un instante de reflexion bastó para tranquilizarme. Me apoyé sobre el muro, respondí á los quejidos de mi hombre, los hice eco, los acompañé, los ahogué con mi voz.

Eran las doce de la noche y mi trabajo se acababa. Terminé la octava, novena y décima hilada. Concluí gran parte de la oncena y última: una sola piedra faltaba para acabar del todo mi tarea, y estaba ya ajustándola cuando sentí escaparse del fondo del nicho una risotada ahogada que me herizó el cabello. A las carcajadas siguió una voz lastimera, que reconocí difícilmente ser la del noble Fortunato. La voz decía:

— Ha! ha! ha! hé! hé! Chistosa broma, en verdad, escelente farsa! Cuánto hemos de reirla en casa, hé! hé! ¡Nuestro buen vino! hé!, hé! hé!.

— ¡El amontillado!, dije.

— Hé! hé! Sí, el amontillado. ¿Pero no se hace tarde ya? ¿No nos esperan en mi palacio la señora Fortunato y los otros?. Vámonos.

— Si dije, vámonos.

— ¡Por el amor de Dios, Montresors!

— Sí, contesté, por el amor de Dios.

Y nada replicó: escuché y nada oí. Me impacienté. Le llamé á gritos, ¡Fortunato! y nada. Llamé de nuevo ¡Fortunato! y nada. Metí una antorcha por el único agujero que el nicho tenía, y la dejé caer al fondo: oſ ruido de cascabeles y campanillas. Me sentí malo, sin duda alguna por la humedad de las catacumbas. Era preciso concluir: hice un esfuerzo; tapé el agujero y le cubrí de cal.

Requiescat in pace...