El automóvil del general/2
Capítulo II
editarParecía que Méjico me estuviese esperando, como uno de esos volcanes bondadosos y bien educados que permanecen tranquilos durante siglos y, apenas un explorador huella su cumbre por primera vez, empiezan á rugir y á soltar humaredas á guisa de saludo.
Treinta años llevaba el país de dormitar en paz; pero al llegar yo despertó, amenizando mi existencia con una serie de revoluciones que todavía no han terminado.
¡Lo que he visto en diez años!... Porfirio Díaz, que parecía eterno, escapando para morir en un hotel del viejo mundo. Madero, un hombre bueno, que gobernaba moviendo veladores y conversando con los espíritus, fué cazado á balazos, lo mismo que un corderillo dulce, en las cuevas del palacio presidencial. El alcohólico Huerta acabó sus días en una cárcel de los Estados Unidos, desesperado porque no le dejaban beber. Al viejo Carranza, que parecía construido para vivir un siglo, lo acaban de asesinar.
En diez años, ¡cuatro presidentes que han terminado de mala manera ó han muerto en una cama que no era suya! Reconozcamos que es demasiada tragedia para tan corto tiempo. Esta sucesión de presidentes mejicanos recuerda á los reyes y héroes griegos de la dinastía de los Atreidas, que terminaban siempre de un modo fatal.
Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo un triste recuerdo de los largos años de revolución, ni he derramado una lágrima en memoria de estos señores que conocieron los goces de una autoridad sin límites y la desesperación de un final trágico.
Al principio fuí simplemente escritor de á caballo. No tenía periódicos que hacer, y servía de secretario á los generales que mandaban las fuerzas revolucionarias. Redacté proclamas dirigidas á los pueblos, alocuciones á las tropas, y describí en un estilo lírico los grandes triunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados «federales». Nunca, en mis escritos, dejé de establecer discretos paralelos entre las campañas napoleónicas y las de los caudillos á cuyo servicio me había entregado.
Conocía bien á mi gente. Uno de los generales, que fué mi amo durante seis meses, al ver la polvareda levantada por unos cuantos centenares de enemigos, se volvía siempre hacia nosotros, los de su Estado Mayor, para decirnos con aire inspirado:
—Napoleón, en este caso, hubiera hecho seguramente lo que yo....
Y hacía lo que hubiese hecho Napoleón.
¡Ay, amigos míos! Recuerdo bien nuestras famosas batallas, aunque siempre las veía de lejos. ¡Lo que sentí muchas veces no haber aprendido á montar á caballo desde mi niñez, no ser hombre de campo, para improvisarme general lo mismo que los otros!... ¡Quién sabe si lo habría hecho mejor!...
Las tales batallas podían ser tituladas así porque tomaban parte en ellas veinte mil ó treinta mil hombres. En Méjico nunca faltan hombres para pelear y morir. Hay siempre más que fusiles. Pero, en realidad, eran simples riñas de grupo á grupo, dejando á la iniciativa de cada pelotón la marcha del combate. Tiraban y tiraban hasta agotar las municiones, sin hacer uso jamás del arma blanca. Ninguno tenía bayoneta. Se mataban durante horas y horas, y al final el bando que se veía sin cartuchos se retiraba, dejando el campo al otro.
Todos éramos de caballería, porque hacíamos las marchas á caballo; pero en el momento del combate los jinetes se convertían en infantes. Teníamos artillería. Cada bando procuraba poseer cañones más gruesos que los del adversario, y estos cañones tiraban y tiraban, con un estruendo ensordecedor.
Recuerdo el asombro y la indignación de un oficial alemán que venía con nosotros, al ver cómo funcionaba la artillería.
(Advierto á ustedes que todos los revolucionarios éramos germanófilos, por odio á los Estados Unidos y á Inglaterra. Nos comparábamos con los bolcheviques rusos, deseábamos la derrota de la República francesa y el triunfo de Guillermo II. Los alemanes intervenían con frecuencia en nuestras campañas.... Pero no desviemos el relato. ¡Adelante!)
—General—clamó el prusiano—, los artilleros no saben apuntar. Tiran al aire. Sólo desean hacer ruido.
Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestó, levantando los hombros:
—Déjelos. No es necesario que hagan más. La artillería sólo sirve para asustar pendejos.
Después de estas batallas, cuando quedábamos vencedores por haber podido hacer fuego media hora más que los otros, venían los comentarios y las explicaciones del triunfo. Aquí entraba yo como estratega. Describía moniobras que nadie había visto; suponía en el general y sus colaboradores órdenes que nadie había dado; explicaba el presente con arreglo á mis lecturas pasadas, y siempre encontraba el medio de emparentar la batalla reciente con alguna de las de la juventud de Bonaparte. No había miedo de que alguien protestase escandalizado.
—¡Este Maltrana!—oía decir á mis espaldas—. ¡Lo que sabe!... ¡Lo que ha leído!...
Y, por el momento, no me daban cosas de más provecho que tales elogios y un amplio permiso para apropiarme lo ajeno. Pero esto último no representaba gran cosa, por ir yo acompañado de gentes listas, que, al ser del país, siempre llegaban antes allí donde había algo que coger.
Cuando triunfamos, y los jefes del ejército revolucionario ocuparon la presidencia de la República, los ministerios y demás sitios públicos, mi suerte empezó á afirmarse. Escribí en los diarios del nuevo gobierno cuando había que insultar á los enemigos ó hacer al país brillantes promesas.
¡El dinero que gané en aquellos tiempos, no muy lejanos, pero que me parecen ya remotísimos!...
Tenía serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombres que no vacilaban ante ningún obstáculo. De «rancheros» ó bohemios de la ciudad, se habían convertido en generales heroicos. ¿Por qué no podían ser igualmente escritores?...
Como Julio César después de sus campañas, cada uno de ellos quiso escribir sus Comentarios. Pero César no escribía, dictaba, y sin duda por esto, los más de ellos me tomaron como secretario, confiándome sus hechos heroicos para que los realzase con la música de mi estilo. Además, cobraba todos los meses una subvención en cada uno de los diversos ministerios, para tomar fuerzas y poder llevar adelante la magna y voluminosa obra que estaba escribiendo sobre la revolución triunfante.
¡Lástima que la última revuelta militar haya matado este libro antes de nacer! Ustedes saben que yo he cultivado la paradoja, como único pan que me nutre. Pues bien; esta obra iba á ser la mejor de todas las mías.
Comparaba en ella á Wáshington con nuestro presidente, é inútil es decir quién de ellos quedaba sobre el otro. Luego establecía un paralelo crítico entre el ataque de Cerro Pelado y la batalla de Arcole; la sorpresa del Barranco de los Santos y la batalla de Austerlitz; y así seguía comparando otras acciones de guerra, hasta conseguir que el «corso de los cabellos lacios» (¡siempre Napoleón!) quedase al nivel de mis sabios caudillos de machete al cinto y lazo de cuerda formando rollo en el arzón de la silla.
El final del libro era lo mejor: una demostración clarísima de que la civilización de los Estados Unidos resulta inferior á la civilización mejicana, y debe ser vencida por ésta, para bien de los mismos yanquis. Así trabajarán menos, no necesitarán tanto dinero para vivir, conocerán mejor la alegría de la existencia.
Les aseguro á ustedes que es una lástima que hayan sido arrojados del gobierno mis protectores y no quede allá quien me subvencione para terminar el libro. ¡Un verdadero éxito! Traducido al inglés, se hubiesen vendido centenares de ediciones. ¡Esta gente de Nueva York gusta tanto de libros que la hagan reir!...
Pero no se impacienten ustedes. Adivino en sus ojos lo que piensan: «el automóvil del general». Desean saber qué general es el de mi historia y por qué su automóvil me cierra el camino para volver á Méjico.
A ello vamos, amigos míos.