Capítulo XXVIII - La traición editar

I editar

Los dos hombres se dirigieron a buen paso a la calle del Hombre de Palo, donde estaba la Junta; pero cuando ya se acercaban a la casa vieron salir de ella dos hombres que corrían con precipitación, y al punto reconocieron a dos individuos de la Comisión permanente.

-¡Martín, Martín! -gritaron al verle-. ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han vendido!

-¿Qué hay? ¿Qué es esto?

-Ese infame Deza... ya lo sospechaba... Vélez ha sido asesinado; Aranzana y Bozmediano quedan mal heridos...

-Pero ¿cómo ha sido?...

-La cosa más inicua. De improviso entró Deza en el salón, acompañado de diez o doce soldados, y nos intimó que nos rindiéramos en nombre del príncipe Fernando, cuya causa decía representar él solo. Vélez increpándole por su deslealtad, quiso echarse sobre él, y al instante fue atravesado con un estoque. Nos hemos defendido como fieras; hemos matado tres; pero el infame ha salido con los demás. Creemos que va a la Judería. Corramos... no hay que perder un instante.

-¡Calma, calma! -dijo Martín-. Vamos a la Judería; pero procuremos llegar allá serenos y con juicio.

Bajaron, en efecto, y antes de llegar observaron el resplandor de algunas antorchas y distinguieron rumor de voces. Por el camino encontraban multitud de personas que iban y venían, demostrando alarma, y a alguno de los fugaces transeúntes oyeron decir: «Aseguran que es un bandido que quiere asesinar a todo el clero de la santa Iglesia y robar todas las alhajas».


II editar

Antes de seguir adelante conviene hacer mención de algo que pasó en elevados círculos de la ciudad toledana. D. Juan de Escoiquiz no había podido convencer a sus colegas en conspiración que no importaba gran cosa el giro que quería dar al movimiento su principal impulsor. Desde la mañana de aquel día muchos señores capitulares, regulares y parroquiales se habían mostrado algo fríos en el entusiasmo que desde el principio les causaron las noticias de los acertados trabajos de organización que había llevado a cabo Martín. La mayor parte esperaban con ansia; pero algunos comprendían la tormenta que se les venía encima, y formaron propósito de evitarla. El brigadier Deza, que desempeñaba el papel correspondiente a la envidia de todos los asuntos de aquella índole, atizaba con sorda actividad esta insubordinación.

Llegada la noche, ya D. Juan Escoiquiz no pudo contener aquella tendencia díscola, nacida precisamente en lo que podría llamarse la aristocracia de la conspiración; y en los momentos en que se celebraba la junta de que hemos dado cuenta, zumbaba la tormenta contrarrevolucionaria en la habitación de un señor capellán de Reyes Nuevos, que había convocado, para tratar de aquel grave asunto, a varios dominicos, mínimos y agustinos de los muchos que hormigueaban en aquella ciudad plagada de conventos.

-Estamos perdidos -decía uno.

-Nos van a asesinar como si fuéramos perros herejes -clamaba otro.

-¡Con qué gente nos hemos metido!

-Es preciso defenderse.

En efecto; algunos de aquellos señores, los unos disfrazados de seglares, los otros con sus hábitos, se desparramaron por la ciudad con ánimo de prevenir a los hombres del pueblo que les eran adictos y que pertenecían a la formidable infantería de los doscientos.

-¡Qué timidez, santo Dios! -decía Escoiquiz al volver de su excursión al local de la Junta-. Déjenles que hagan lo que quieran. Caiga el Guardia, y después allá veremos.

-Sí; pero que no caigamos nosotros con él -indicó con ira el padre definidor del Santo Oficio-. Vea usted lo que me dice hoy mismo el ilustre Corchón. Dice que ese hombre nos va a perder sin remedio; que es un francmasón, un hereje, un blasfemo y feroz.

-Tiemblo, en verdad, por la vida de tanto pobre fraile inocente -exclamó con compungida voz el padre provincial de franciscanos, que era un viejecillo hipócrita y zalamero.

-Esta disensión de última hora -gritó D. Juan con energía- nos ha de perder. ¡Y todo que estaba preparado a pedir de boca! Señores, por todos los santos, dejad hacer; no impidáis el movimiento de esta noche. Ya han partido los correos a las provincias. Si esta noche no hacemos nada, renunciemos a echar por tierra al de la Paz. Los momentos son decisivos.

-Lo haremos, sí; pero quitando antes de en medio a ese endiablado Muriel.

-Eso de ninguna manera. Él lo ha organizado todo; él solo puede hacerlo. Reconozcamos que somos todos unos cobardes, incapaces de exponer la vida.

-Ahora se trata de salvarla.

-Es preciso que muera ese bandido.

-Mañana, mañana.

-No; esta noche, ahora mismo.

La disensión iba en aumento, y aunque los más se inclinaban aún del lado de Martín y de Escoiquiz, el ardor de la parte levantisca, que se creía comprometida y en gran peligro a causa de las nuevas tendencias del movimiento, podía inutilizar en un instante los trabajos de tantos años y perder aquella admirable ocasión que rara vez se volvería a presentar.


III editar

Muriel, Brunet y los otros individuos de la Junta entraron en una de las calles de la Judería y tropezaron con un grupo a quien arengaba el brigadier Deza, al parecer con poco éxito. Los hombres del pueblo que le oían se dirigieron a Martín, como si le hubieran estado esperando, y éste, en tal instante, creyó que la fortuna, por breve tiempo eclipsada, venía de nuevo a favorecerle. Él tenía una confianza sin límites en el éxito de aquella atrevida empresa.

El brigadier se alejó al verle; pero corriendo Martín y algunos más en su seguimiento, pudieron atraparle al volver una esquina.

-¡Traidor! -dijo Muriel asiéndole fuertemente por un brazo, mientras Brunet le desarmaba-. ¡Tus instantes están contados!

-¿Qué hacemos con él? -preguntó uno de aquellos hombres.

-En uso de la autoridad que me ha concedido la Junta, le condeno a muerte.

-¡Tú!... ¿Quién eres tú, bandido infame, para condenarme? -gritó Deza echando espumarajos de rabia.

-Yo soy el que castiga -replicó Martín con dignidad-. Brunet ejecuta esta sentencia.

Al decir esto se alejó. A los pocos pasos un fuerte arcabuzazo anunció el fin del brigadier, y los que habían quedado detrás se reunieron a Martín.

-En momentos supremos, la muerte parece poca pena para la traición -dijo Muriel sombríamente, internándose más en la Judería.

En seguida encontraron nuevos grupos que se unían todos con muestras de adhesión muy viva.

-Estamos vendidos -decía una parte de la gente-; se han ido con los frailes.

En efecto; al llegar frente a la iglesia del Tránsito, de un grupo muy compacto salieron voces que decían: «¡Muera ese bandido».

-¡Oh, qué, infierno! -exclamó Martín-. Vamos a emplear nuestra fuerza en someter a esos viles.

-Esta división nos mata -dijo Brunet.

-¡Estamos perdidos! -añadió Muriel-; pero adelante. Todo el que no quiera combatir conmigo por la libertad, que se vaya con esa canalla.

-No; contigo, contigo -clamaron muchas voces, y en aquel mismo momento avanzaron todos.

Los otros retrocedieron, perdiéndose en el laberinto de aquellas calles hechas para la defensa. Si el lector no ha paseado alguna vez por las revueltas, estrechas y empinadas vías de comunicación de la ciudad imperial, no comprenderá cuán a propósito es para una revolución, por ofrecer inmensas ventajas estratégicas de defensa y tener pésimas condiciones para el ataque. Martín, que había estudiado bien este punto, rugió de ira al conocer que en vez de ser dueño de aquella intrincada red de callejones, recodos y pasadizos, iba a encontrar un enemigo detrás de cada esquina. Estaba haciendo el papel de gobierno constituido que se defiende en vez de hacer el de pueblo armado que destruye. No se acobardó, sin embargo, de esto, y siguió adelante; pero, con gran asombro suyo, vio que sus enemigos abandonaban la Judería y subían por los Alamimillos hacia Santo Tomé, y después por la cuesta de la Trinidad hacia el centro del pueblo.

-¡Vamos tras ellos! -dijo Brunet.

Martín echó una ojeada sobre la gente que le seguía, y rápidamente quiso formar idea de su número. Creyó que no pasaban de ciento.

-Sigámosles. Cada instante que pasa perdemos mucho terreno; cada vez serán ellos más fuertes. Persigámosles sin descanso, pero sin atropellarnos. No nos fatiguemos y marchemos con orden.

Entretanto los otros subían y rodeaban la Catedral, gritando: «¡Van a robar la santa Iglesia; van a llevarse a la Virgen del Sagrario; van a degollar a los frailes y al santo clero! ¡Mueran esos bandoleros!».

Estos gritos, proferidos por dos o tres frailes que azuzaban a la multitud mezclados con ella, reunieron junto a las venerables paredes de la gran Catedral a una inmensa muchedumbre, fácilmente impresionada con la idea del supuesto ataque a los vasos sagrados y a los benditos administradores del culto. Esos pueblos históricos, que se envanecen con títulos antiguos y nombres sonoros, no aman cosa alguna con tanta vehemencia como su Catedral. La soberbia construcción secular, donde tantas generaciones han puesto la mano para embellecerla, sintetiza y encierra todo lo que aquel pueblo ha sentido y todo lo que ha sabido. Allí reposan sus héroes; allí yacen sus antiguos reyes durmiendo tranquilos el sueño de la Historia; allí se ha celebrado un mismo culto por espacio de muchos siglos, y en aquella santa custodia han fijado los ojos, creyendo ver al mismo Dios, los padres, los abuelos, todos los que han nacido y muerto en la ciudad. Los nobles tienen sus escudos en lo alto de alguna capilla; el pueblo ha cubierto de exvotos los pilares de algún retablo; los artistas han aprendido en ella y en ella han impreso su genio. La Catedral encierra las alegrías, las desventuras, las hazañas y el amor de aquel pueblo que ha construido sus casas junto a ella y como a su amparo. Por eso nunca experimenta mayor alegría que al ver las torres, volviendo al hogar después de un largo viaje; por eso oye con emoción el tañido de sus campanas al entrar en la villa y considera todo aquello como suyo, como parte de su propia existencia y lo defiende como se defiende la vida, no sólo la humana, sino la eterna, porque cree que el que les quitara aquel santuario les arrebataría su religión y su Dios. Se comprenderá por esto el terrible acierto de los enemigos de Martín al propalar la idea de que peligraban las alhajas del culto y los buenos padres del claustro capitular.


IV editar

Martín y los suyos costearon las avenidas de la Catedral por la parte Norte, atravesando la calle del Plegadero, la del Pozo Amargo y la plazuela del Seco, buscando los barrios que caen tras el ábside de la santa Iglesia, sitios donde tenía gente de confianza. Si los de aquella parte se declaraban también en defección, era inevitable el descalabro.

Otra vez renació por completo la esperanza en el alma del revolucionario, nunca rendida ni acobardada, al ver que los que allí aguardaban permanecían fieles.

-Tomar todas las calles -dijo-. Que ni una mosca entre en este barrio. Al mismo tiempo corramos por aquí al Zocodover, y si conseguimos cortarles el paso al Alcázar, la ciudad es nuestra.

Hízose todo como él mandaba; pero los que se dirigieron al Zocodover volvieron diciendo que estaba lleno de gente que gritaba: «¡Muera el francmasón, el brujo!». Era preciso renunciar a apoderarse del Alcázar. ¿Y en realidad de qué servía? ¿Qué podían hacer ya? El pueblo estaba en contra suya, y no como una fuerza bruta, sino inspirado por un sentimiento. El fanatismo les había vencido. Martín pensó rápidamente y con angustia en todo eso, considerando cuán difícil era para él mover la masa popular al impulso de una idea y cuán fácil para sus enemigos arrastrarla con la fuerza de un error. Aun cuando consiguiera vencer y hacerse dueño de la ciudad, ¿de qué le valía su efímero triunfo? De cualquier manera, la revolución estaba frustrada, y aquella multitud, al prestar oído a las sugestiones de los frailes, había derribado sus falsos ídolos para volver a adorar a sus verdaderos dioses.

Pero era preciso a lo menos morir destruyendo. Entregarse sin herir hubiera sido una ignominia. Martín se hizo fuerte en el barrio, y esperó con aquella tranquilidad que acompaña siempre al valor y que permite razonar la misma desesperación.

Hay tras el ábside de la Catedral un edificio vasto y sombrío, cuya puerta, de un estilo bastardo, llama la atención del viajero que discurre por aquellas soledades. No recordamos si es hoy cárcel u hospital, pero entonces era la Inquisición, nombre fatídico que parecía transformar el edificio haciéndole más feo de lo que realmente era. En sus sótanos se pudrían multitud de seres humanos, esperando en vano el fin de un proceso que no se acababa nunca. Sus vastas crujías subterráneas ostentaban en fúnebre museo los aparatos de mortificación y tormento, quietos y mohosos desde largo tiempo, como si ellos mismos tuvieran vergüenza de haberse movido alguna vez. Aquello era más triste que todas las demás prisiones inventadas por la tiranía, porque éstas, en su silencio sepulcral, producido por la carencia absoluta de funciones judiciales dentro del mismo recinto, se parecían a la muerte, mientras aquélla se asemejaba enteramente al infierno. En lo alto, un enjambre de leguleyos antipáticos, crueles, insensibles a los dolores ajenos, vestidos con balandranes negros y llevando impreso en su rostro el sello de la estupidez inhumana, emborronaban diariamente muchas resmas de un papel amarillo y apergaminado, con lo cual querían revestir al crimen de las santas fórmulas del derecho, y engalanaban su infame y bárbara prosa con sentencias del Evangelio, juzgando en su estulticia que se engaña a Dios tan fácilmente como se engaña a los hombres. De día, los inquisidores pululaban por las galerías de sala en sala, dándose aire de hombres que hacen alguna cosa útil, y se sentaban en sus sillones muy convencidos de que la sociedad los necesitaba, fundándose en que les tenía miedo. No sé por qué nuestra generación se figura siempre a aquellos hombres con cara distinta de los demás de su clase y especie, y es que su triste oficio no podía menos de alterar en ellos los rasgos naturales de la fisonomía humana haciendo en sus personas una horrenda mezcla del hombre y la fiera. Detrás de ellos se alzaba lívido, lustroso, amarillo y profanamente pintorreado de sangre el Santo Cristo, que acostumbraban asociar a sus inicuos juicios. Siempre he experimentado una sensación extraña y hasta una especie de alucinación al ver en cuadros o dibujos el Cristo que remata la decoración de un Tribunal del Santo Oficio. Temo decirlo, no sea que parezca una irreverencia, que no lo es; pero al ver la imagen sagrada, extendiendo sus brazos sobre el madero donde expira, no puedo figurarme que está crucificado, sino que abre los brazos para dar de bofetones a sus ministros.

-¿Ha preparado usted lo que le mandé? -preguntó Martín a D. Frutos, que era uno de los más acalorados.

-Sí, aquí está: gran cantidad de pino y astillas, costales de paja, estopa empapada en resina -contestó el otro, mostrando un montón de aquellos objetos hacinados en un zaguán.

-¡Pues fuego a la Inquisición! ¡Pegar fuego al mismo infierno! ¡Y es lástima que todas las de España no puedan inflamarse con una sola tea!

Terribles hachazos golpearon las puertas del edificio, que cayeron al fin. Muchos alguaciles y soldados fueron atropellados y muertos; penetraron en el portal y acumularon gran cantidad de combustible debajo de una escalera de pino que había junto a la puerta. Desde el patio se arrojaban a las galerías grandes manojos de estopa resinosa inflamada, y asomándose por las rejas de los sótanos se tranquilizaba a los presos, asegurándoles la libertad. Algunos de la cruz verde perecieron en aquel ataque, y Martín contemplaba con siniestro júbilo el crecer de las llamas, que, pegadas a diversos puntos, iban a reunirse formando una espiral de humo, menos negro que el alma de los inquisidores.

-¡Qué dirá el padre Corchón de este auto de fe! -exclamaba con furibunda risa-. Siento que ese canalla no esté a estas horas sentenciando una causa de ad cautelam.

Entretanto, la alarma, el griterío era mayor cada vez en el resto de la población. Ya se veían las llamas del aborrecido edificio, y los instigadores de la contrarrevolución aseguraban que igual suerte tendrían todos los monumentos de la ilustre ciudad. No; la única construcción sentenciada de antemano por Muriel era la que ardía en aquellos momentos.

El iluso joven salió de ella cuando ya no se podía respirar, y cuando adquirió la seguridad de que no quedaría una astilla; al llegar a la calle vio notablemente mermada su gente.

-¡Nos abandonan! -gritó Brunet con desesperación-. Dicen que eres el diablo que viene a destruir a Toledo y sus santos templos.

-¡Muerte! -gritó Martín con una furia que parecía verdadero extravío mental-. Yo les condeno a muerte.

-En la calle de la Chapinería, cuatro frailes con cubas de agua bendita rocían a diestra y siniestra.

-Que apaguen con su agua esta hoguera que hemos hecho. Yo quisiera que fuera más grande y nos consumiera a todos, vencedores y vencidos, para no ver más tanta abominación. ¡Oh, cuánto odio en este momento!

Martín estaba transfigurado, y en su palabra como en su ademán no había ni rastro de aquella tranquilidad flemática con que presidió los primeros actos del movimiento. Iluminados por la rojiza luz del incendio, los dos y cuantos les rodeaban parecían en efecto demonios, arrojados del centro de la tierra en el seno de la llama infernal.

-Aún está cerrado el paso por las calles -dijo Brunet-; aún tenemos gente muy decidida, y desafiamos sus puñales y su agua bendita.

-Sí; que rocíen, que rocíen -exclamó Martín con una carcajada estridente.

Y luego, volviéndose a los que le rodeaban, dijo:

-Idos con ellos a que os santigüen también. No os necesito para nada.

-En esta calle no ha de entrar uno vivo -dijeron algunos, cada vez más furiosos; pero otros se apartaron tras algún recodo, y desaparecieron. Cada vez se quedaban más solos.

-¡Matad, matad sin piedad! -decía Martín-. ¡Cuánto odio esta noche! Ya se acercan los rociadores. ¡Ah, viles! Yo quisiera tener el Tajo en mis manos para remojaros bien... A todos os condeno a muerte... ¡Yo solo mando!... ¡Yo soy dictador, yo suprimo de un decreto tanta abominación!... ¡Y no me obedecen! ¡Matad, matad sin piedad!

Estas palabras eran pronunciadas en estado de febril indignación, que no es posible describir. Retorcía los brazos, golpeaba el suelo, se arrancaba los cabellos, emitía con su boca contraída mil extraños sonidos, tan varios como los acentos de una tempestad. Después se volvía al incendio, y exclamaba:

-¡Benditas llamas: rociad, rociad con fuego; lavad sin cesar esta gran mancha, llevando hasta el cielo el calor de la tierra! ¡Brunet, subamos a lo alto de aquella pared que se desmorona y arrojémonos en este horno; muramos quemados para odiar más fuerte!... ¡Ven, vamos, subamos; arrojémonos a ese infierno, y hagamos auto de fe con nosotros mismos! ¿Ves esa llama que toca el cielo? Yo quiero subir con ella, quiero quemarme.

Pero Brunet, que se había alejado un poco, volvió corriendo y dijo:

-Ya están cerca; podemos huir. Por estas calles de detrás no hay un alma. Huyamos.

-Necio, ¡yo huir! Yo soy dictador, yo mando aquí. Yo les condeno a muerte. ¡Matad, matad sin cesar!

Brunet no escuchó estas razones, y ayudado de otros dos que allí quedaban, le llevó, mejor dicho, le arrastró, desapareciendo los cuatro por una calleja que costeaba el edificio incendiado. Martín, al ser llevado casi en brazos por los únicos amigos que le quedaban después de su efímero poder, gritaba siempre con voz ronca:

-¡Matad sin cesar!... ¡Yo soy dictador!... ¡Oh, cuánto odio esta noche!...