Capítulo XXV - La deshonra de una casa editar

I editar

Mientras llega el día de la convulsión que se preparaba, volvamos a Madrid, y a la casa de Susana, donde ocurre un acontecimiento capital. El conde de Cerezuelo, venido de Alcalá al saber la noticia del secuestro de su hija, se había agravado de tal modo en su inveterada enfermedad, que se moría el pobre sin remedio. Ya antes del suceso tenía muy contados sus días; pero la impresión que le produjo la noticia, la fatiga del viaje y el considerar la deshonra que sobre sus canas había caído, precipitaron su fin.

La casa presentaba aquel día aspecto pavoroso. Por un lado, el Conde muriéndose y en un estado de exaltación que causaba espanto; por otro, su hermano D. Miguel afectado de una excitación nerviosa que le tenía en continuo delirio. Ambos exigían exquisitos cuidados, y la familia se repartía junto a los dos lechos, sin saber cuál de los dos enfermos se hallaba en peor estado. Arriba estaba el Conde, acompañado de su hija, de Segarra, del doctor y de doña Antonia; abajo, D. Miguel, asistido por el Marqués, doña Juana y D. Lino, que iba y venía de un enfermo a otro, después de haber corrido medio Madrid buscando médicos, boticas y asistentes.

El Conde conocía su fin y conservaba el uso de sus facultades intelectuales, lo cual le permitió hacer un nuevo testamento. Después de un período de exaltación en que increpaba a su hija, se había quedado sereno, tratando sin duda de apartar la mente de las miserias de la tierra para elevarla a Dios en aquel trance supremo. Cuando Susana apareció y se la presentaron, después de haberle preparado, hizo un movimiento de horror, cerró los ojos y extendió las manos como para apartarla de sí. La joven se quedó sentada en una silla junto al lecho, muda, aterrada, sin atreverse a proferir palabra ni a hacer el menor movimiento, clavada en su asiento, con los ojos fijos en su padre, como si asistiera a la sentencia final en presencia del Supremo Juez.

Nadie se atrevía a dirigirle la palabra, porque parecía que todos se juzgaban partícipes de su falta con sólo acercársele. Lo que pasaba por ella en tales momentos no es fácil de adivinar, ni menos de transcribir. Parecía víctima de letargo angustioso que la mantenía inmóvil y espantada, semejante a la estatua del terror.

El Conde, que antes había recibido los Sacramentos, se agitó de nuevo con su presencia, tuvo cerrados los ojos más de media hora, marcando su respiración con un bronco estertor, y después los abrió para fijarlos en ella con expresión de ira.

-¡Tú nos has deshonrado! ¡Has deshonrado mi casa, y mi nombre y mi familia! -dijo con voz que parecía salir de las profundidades de la tierra-. Yo me muero hoy, y me muero con indignación porque no puedo lavar esta mancha.

Los que asistían a tal escena le oían con profunda emoción, y Susana no contestó palabra, ni hizo gesto alguno.

-No puedo morir en paz, me muero rabiando -continuó el Conde-. Tú has puesto fin al lastre de mi honrada casa; ¡mis padres y mis abuelos te maldecirán como yo te maldigo!... No digas que eres mi hija; olvida que soy tu padre; no lleves mi nombre. Lleva el de ese maldito que te ha robado de esta casa incitado por ti.

En los labios de Susana se notó una ligera alteración como si quisiera romper a hablar; pero continuó en silencio.

-¡Infame! -continuó el Conde-, ¡infame tú e infame él! Si cuando naciste hubiese sabido que ibas a prendarte del hijo de Muriel, de ese bandido, de ese asesino, te hubiera estrellado. Tú no eres hija de aquella santa mujer... ¡Infeliz!, ¿sabes lo que has hecho?, ¿sabes medir la enormidad de tu crimen? ¡Huye!, ¡sal de aquí!, ¡vete con él! Dios permita que recibas aquí en la tierra el castigo de tu infamia. Unete a él para que la deshonra se una a la deshonra. Tus hijos serán monstruos horrendos. Vivirás despreciada de todo el mundo. Pero no digas que fui tu padre, olvida mi nombre, olvida...

Desde aquí sus palabras fueron mal articuladas e ininteligibles. Sólo en aquel confuso desbordamiento de voces se distinguía esta frase repetida sin cesar: «¡Con el hijo de Muriel! ¡Con el hijo de Muriel!». Por fin, de su boca no salía sino un mugido entrecortado que se fue extinguiendo, hasta que sacudió la cabeza con violencia y se quedó después inmóvil, con los ojos ferozmente abiertos y los labios muy apretados. Estaba muerto.

Susana, en su tremendo estupor, notó que los que rodeaban a su padre empezaron a hablar en voz alta, ya seguros de no molestar al paciente; vio que le cubrieron el rostro con la sábana, y después le pareció que se alejaban. Sentía pasos detrás de sí; creyose sola, y fijaba invariablemente la vista en aquel gran bulto dibujado por las sábanas, como una gran estatua yacente a medio labrar, con las formas apenas toscamente indicadas en un gran trozo de mármol blanco. Vio que ponían una luz junto a la cabecera, y que se retiraban dejándola sola. Ella, sin embargo, en el estado de su espíritu, abrumado por indecible emoción, no se atrevía ni a levantarse ni a mirar a ningún lado. Llegó un momento en que no se sentía el menor ruido en el cuarto. Nadie se acercaba a dirigirla una palabra de consuelo; nadie se dolía de su situación. De pronto siente que le ponen una mano sobre el hombro, y aquel ligero golpe produjo en su naturaleza una sensación igual a la que se experimenta al sentir la explosión de un rayo. Volvió la cabeza, y vio a D. Lorenzo Segarra, el cual, con cierta confianza inusitada y además con afectada amabilidad, impropia en aquellos momentos, la sostuvo con su brazo y la llevó fuera diciendo:

-Señorita, debe usía salir de aquí.


II editar

Mientras esto sucedía, cerca de la madrugada, en la estancia mortuoria del conde de Cerezuelo veamos lo que pasaba en el despacho, donde su hermano padecía de un modo igualmente pavoroso. Tenía fiebre altísima, y se hallaba en completo estado de trastorno mental, esforzándose en dejar el lecho, gritando, hablando con personas que sólo existían en su calenturienta fantasía, y a las cuales daba nombres no conocidos por ninguno de los presentes. Se le prodigaban con mucho ahínco los auxilios que ya no era preciso aplicar a su infeliz hermano.

-Tranquilízate, por Dios -le decía su esposa cubriéndolo, mientras los demás querían impedir que saliese del lecho.

-No... dejadme ir... -decía él delirante, pugnando por levantarse-. Voy a detenerle; ¿no veis que se va a llevar los cien mil duros?

-Si no hay nadie aquí más que nosotros -contestaba la esposa.

-Sí; ¿no lo veis?... ¿no lo veis? -dijo D. Miguel señalando la caja con aterrados ojos-. Allí está contando el dinero. ¿No sentís el chirrido de la tapadera de hierro que sostiene en su mano? ¡Infame!... Que no vuelva Susana. -continuó cerrando los ojos y extendiendo las manos como para apartar un objeto de horror-. Poneos todos delante; no quiero verla; echadla de aquí... Pero siempre la veo... poneos delante... Siempre la veo, aunque cierre los ojos... marqués, sácame los ojos para que consiga no verla... Aquí está: me mira con sus ardientes y terribles pupilas... Está cubierta con una ropa blanquísima, y de su pecho corre un raudal de sangre que llena todo el cuarto... ¡Pobre Susana!... Pero yo no fui, yo no tengo la culpa, yo no quería que muriera, sino que se la llevaran lejos, lejos... El maestro Nicolás es quien se empeñó en que muriera... ¡Infame! Y se ha llevado los cien mil duros... ¿No le veis cómo registra la caja?... ¡Malvado!...

-¡Qué espantoso delirio! -decía doña Juana a cada rato-. Es propenso a delirar desde que tiene calentura; pero nunca he visto en él un extravío igual.

El marqués parecía más preocupado que doña Juana del sentido de las palabras proferidas por el enfermo.

-Pero no lo creáis -prosiguió éste-, no se llama maestro Nicolás, se llama D. Buenaventura Rotondo, y se finge barbero para penetrar en las casas. Es un conspirador y un intrigante... Por Dios, poneos todos delante para que no la vea. Aquí está otra vez con su traje blanco manchado de sangre... Marqués, por piedad, sácame los ojos, no quiero tener ojos... Si yo no fui, fue él... ese infame Rotondo; yo sólo quería que se la llevaran de aquí... ¿No veis cómo registra la caja y cuenta el dinero?

Al decir esto hacía esfuerzos por levantarse, al paso que mientras nombraba a Susana se tendía, se arropaba, cerrando fuertemente los ojos. El marqués llamó aparte al doctor y le dijo:

-¿No le preocupa a usted este delirio?

-Sí -dijo el doctor con angustia-. Sí; en eso estaba pensando. Después hablaremos.

-Me parece que esto es una revelación. ¿Conoce usted al maestro Nicolás?

-Sí; le he visto aquí algunas veces. Aquí hay misterio. Siempre me chocaron las visitas de ese hombre. ¿Sabe usted dónde vive?

-No; esa es la gran contrariedad. Pero viene todos los días. Si viene mañana, le echaremos el guante.

-Hoy dirá usted; porque son las cinco -dijo el doctor mirando su reloj-. Tremenda noche ha sido esta. ¡Pobre Susanilla!

Al decir esto el buen Inquisidor lloraba como un niño.

-Y por ese hombre que se encontró en la casa, ¿no se podría descubrir algo? -añadió Albarado.

-Nada absolutamente. Es un loco, y a todas las preguntas contesta con que va a la Convención o a los Fuldenses.

-No cabe duda que aquí hay misterio.

-Únicamente pienso averiguar algo por la Pintosilla, que está presa desde ayer.

-Susana misma nos dirá también lo que vio en aquella casa.

El marqués hizo un gesto que indicaba estar seguro de no averiguar nada por aquel medio.

-¿Usted cree que Susana estaría en connivencia con esos bandidos? Eso sería horrible.

-Pero es verdad -contestó el marqués tristemente-. Él fue al baile del candil de acuerdo con ella. Eso saltaba a la vista. El encontrar la casa sola, y el aviso que aquí se recibió, indican que esos miserables la abandonaron después de lograr su objeto.

Pasaron las horas y Cárdenas se fue calmando lentamente, hasta que al fin reposó por completo, fatigado el espíritu y la materia del terrible delirio. Callaron todos para no interrumpir su descanso, y a eso de las siete un criado entró a anunciar que allí estaba el maestro Nicolás con las pelucas y a afeitar al señorito.

-Que deje las pelucas y se vaya -dijo doña Juana.

-No; que espere -dijeron, saliendo el marqués y el doctor.

En efecto; Rotondo, que quería a toda costa llevarse, si no los ochenta mil duros restantes, por lo menos una buena parte, entró en la casa; pero aquel día tuvo mala estrella, y no volvió a salir, porque el marqués, auxiliado de la servidumbre, le encerró bonitamente en los sótanos de la casa.


III editar

Dos días después de estos sucesos, el doctor entró en el cuarto de Susana, y encerrándose con ella, entablaron el siguiente importante diálogo, del que no perderemos punto ni coma.

La que era ya condesa de Cerezuelo se hallaba en deplorable estado físico y moral, tendida sobre un canapé en la misma estancia donde recibió a Martín algunos días antes. Sólo la criada entraba para llevarle el alimento, y, más conturbada, más triste estaba allí que en la otra prisión de la calle de San Opropio, que ella juzgó el más odioso lugar de la tierra. El primero que traspasó el dintel de este nuevo encierro, en que la joven se desesperaba acompañada de sus pensamientos, fue el pobre abuelo, el más afligido de todos los de la casa. Su vista impresionó vivamente a la orgullosa dama, que conservaba bastante entereza en medio de tantas amarguras.

-Susana -dijo gravemente quiero conferenciar contigo de un asunto concerniente a la honra de esta casa, que está, tú lo sabes, muy por los suelos. Ante todo espero de ti una revelación franca. Lo que a mí me digas puedes considerar que se lo has confiado a un sepulcro. Después de lo que ha pasado nada me sorprenderá; yo, que debiera ser inflexible como lo ha sido tu padre, seré tolerante si tienes conmigo la franqueza que espero. ¿Tú quieres a ese hombre?

-Sí -contestó Susana con dignidad.

-¿Todavía? -preguntó el doctor con ansia.

-Todavía y siempre.

-No; no lo puedo creer. ¡Tú estás loca, Susana!; por Dios, mira lo que dices. Yo soy demasiado bueno; yo no debiera volver a mirarte; pero el entrañable cariño que te profeso me obliga a ser débil. Tú harás lo posible por sofocar ese afecto, ¿no?

-No, porque me moriría.

-¡Susana, Susana!, ¡tú has perdido el juicio! ¡Te morirías, dices! Ojalá te hubieras muerto antes de hacer lo que has hecho. Más quisiera verte en tu ataúd vestida con el hábito de la Virgen del Carmen, nuestra santa patrona, que deshonrada y perdida para siempre en el concepto del mundo. Dime: ¿ese hombre te arrebató de acuerdo contigo?

-No, yo nada sabía; soy inocente. Me robaron para exigir la libertad de Leonardo.

-Esos hombres son unos bandidos. ¿Y tú amas a ese hombre?

-Sí; no lo negaré nunca.

-¿Ha estado él allí contigo en estos días?

-No; sólo ha estado una vez en que hablamos un poco, y él se marchó.

-¿Adónde?

Susana no contestó a esta pregunta, a pesar de que fue muy repetida.

-¿Pero no te horrorizas de lo que has hecho?

-No; porque tengo mi conciencia más limpia que ese espejo en que nos estamos viendo. No tengo por qué horrorizarme; no he cometido falta alguna.

-¿Pero qué es eso? Aquí hay un arcano. ¿Pero es cierto que tú amas a ese hombre, o ha sido un capricho pasajero?

-No ha sido capricho pasajero: es un afecto firme y grande que no se extinguirá mientras yo tenga vida.

-Pues, hija: cualquiera que sea la verdad de lo sucedido, tú estás deshonrada para el mundo. Ningún caballero de familia ilustre se rebajará a darte su mano: has de vivir encerrada en un convento toda la vida, porque ni aun en esta casa quiere mi hermana que estés. Sólo una solución se ofrece que pueda, si no devolverte la posición que has tenido, porque eso ya es imposible, por lo menos ocultar algo de tu deshonra y darte un nombre que puedas llevar con la frente erguida.

-¿Qué solución es ésa?

-Hay un hombre que, a pesar de lo que ha pasado, quiere casarse contigo. Ese hombre no hubiera sido antes digno ni de dirigirte la palabra; pero hoy, hija, vale más que tú, no lo dudes; hoy su oferta puede considerarse como una abnegación.

-¿Y quién es ese hombre? -preguntó la dama.

-Don Lorenzo Segarra. Aunque de humildísima cuna, no debes de rechazarle, porque, con dolor te lo digo hoy no puedes aspirar a más. Y aun hay que agradecerle su comportamiento, hijo del mucho amor que tiene a la familia. Él quiere lavar esta deshonra, y no vacila en dar su nombre a la que ya no podrá honrarse con el de otra casa más alta. Creo que no has podido soñar una reparación más aceptable. Vivirás con él en Alcalá durante algunos años, y después podrás volver aquí. No puede decirse que lo hace por avaricia, porque has de saber que tu padre, en su último testamento, lo nombra heredero de todos los bienes que no pertenecen al mayorazgo; de modo que el esposo que te propongo es casi tan rico como tú.

No es posible pintar el desdén y la repugnancia con que Susana escuchó aquella proposición. El doctor, que lo conoció, dijo estas palabras:

-Yo, que te quiero como un padre, tengo gran empeño en que esto se haga. Vengo de hablar con D. Lorenzo, que asegura no poder resistir la situación en que te encuentras. Lo comprendo. ¡Se interesa tanto por la familia! Estoy seguro de que me harás el gusto en compensación de la pena que a todos has causado. Si no lo haces, Susana, haz cuenta de que no existo; no te veré más; puedes considerar que oyes de mi boca cuanto oíste de la de tu padre en su última hora. Esto te propongo. Si lo aceptas, seré para ti tan cariñoso como siempre lo he sido; si no lo aceptas, olvídate hasta de mi nombre; no te conozco; eres para mí la última de las mujeres. Por más esfuerzos que me cueste este sacrificio, lo haré, te juro que lo haré.

El buen doctor no pudo continuar porque los sollozos ahogaron su voz. Susana, a pesar de los esfuerzos de valor que desde algún tiempo hacía, a pesar de su arrogante serenidad, no pudo mostrarse indiferente ante las lágrimas de aquel buen viejo, del pobre abuelo, que la amaba tanto. Ya sabemos el ascendiente que el doctor tenía sobre ella, y bien podía asegurarse que era el único de quien se dejaba conmover. La orgullosa consistencia del carácter de la dama únicamente cedía a los mimos del consejero de la Suprema. Aquel día, al oír sus súplicas, al ver las lágrimas que surcaban por las arrugadas mejillas del buen viejo, al oír de sus labios promesas de perdón, cuando todos se habían mostrado tan sañudos con ella, no pudo resistir una emoción violenta. Albarado no quiso destruir con nuevas promesas o amenazas el efecto de sus anteriores palabras, calló juzgando que nada era tan expresivo como sus lágrimas. Se fue dejándola sola y encargándole la tranquilidad. En el corredor se encontró a Segarra y le dijo al oído:

-Creo, Sr. D. Lorenzo, que lo vamos a conseguir.