Capítulo XVIII - El espíritu revolucionario del padre Corchón editar

I editar

Aquella noche no fue Rotondo a casa de Cárdenas, a pesar de que lo había prometido, por lo cual éste creyó que alguna grave dificultad ocurría en la conspiración. El doctor entró veinte veces y volvió a salir otras tantas, diciendo siempre que llegaba: «Ya se arreglará todo, no hay que apurarse; hoy mismo la tendremos aquí». Doña Juana no se calmaba por esto, y doña Antonia aseguraba que estando en tan inexpertas manos las riendas del Estado no debía extrañarse que ocurrieran a cada paso tales atropellos. Ya se había dado aviso de lo ocurrido al Conde, y éste había resuelto venir inmediatamente a Madrid, enfermo y postrado como estaba.

Entretanto Rotondo y Muriel, ya entrada la noche, estaban sentados sobre una gruesa piedra sillar en el patio de la calle de San Opropio, dándose cuenta de lo acaecido hasta aquel día y poniéndose de acuerdo para lo que debía hacerse en el siguiente. El joven miraba al corredor por la parte en que estaba el encierro de la prisionera, y tenía con tal tenacidad los ojos fijos en aquel punto, que su amigo no pudo menos de sacarle de su abstracción, diciéndole:

-No tema usted que se escape, Sr. D. Martín; aunque salga al corredor, no encontrará a otra persona que el desventurado La Zarza, y éste no podrá darle libertad. La verdad es que los manjares que le ha dado hoy la tía Socorro no habrán sido tan buenos como los de su casa; pero unos días se pasan de cualquier manera. ¡Cuántos viven semanas enteras sin comer otra cosa que mendrugos de pan, y por eso no dejan de vivir como unos caballeros!

-No temo que se escape. Estaba pensando -contestó Martín- en lo que dirá de mí esa señora. ¿Cómo me juzgará? Debe sentir un odio terrible.

-No se preocupe usted de eso. ¿Y el pobrecito D. Leonardo?

-Es cierto, todo está compensado. ¡Qué gran crisis debe estar pasando el carácter soberbio y dominante de Susana! ¿Creerá usted una cosa?

-¿Qué?

-¿Creerá usted que no me atrevo a acercarme al cuarto donde está? Le tengo miedo.

-¿Miedo? Comprendo la lástima; pero el miedo... Ya se ablandará. Esta gente no es temible sino cuando se la trata bien. De seguro que ella no se ha condolido del infeliz que se aniquila en los sótanos de la Inquisición. Vea usted cómo por medio de un mal se consigue un bien extraordinario. ¡Si a todas las víctimas de aquel Tribunal aborrecido se las pudiera librar encerrando por unos cuantos días a cualquier dama de la Corte!... Ha de saber usted que el Dr. Albarado ha tomado el asunto tan a pecho que es probable que mañana mismo veamos libre a D. Leonardo. En tal caso no tardaríamos en saberlo.

-Dios lo quiera -contestó Martín sin dejar de mirar al corredor-; veremos qué acontecimientos nos trae el día de mañana.

-Mañana -dijo Rotondo- saldrá usted para Aranjuez; no se puede perder ni un día más; mañana a la noche sin falta.

-Y puesto que tengo que ceñir mi voluntad a otras voluntades, ¿qué es lo que debo hacer?

-¿Usted me lo pregunta? ¿Un hombre como usted pregunta lo que tiene que hacer? Para esta obra tiene usted bastantes ideas y no necesita pedirlas a nadie. Llevo usted a la práctica lo que piensa y lo que desea, y basta. Encuentra el terreno preparado; el pueblo tiene ya su deseo y la dosis de rencor que lo corresponde para el caso: no falta más sino que se le diga algo que todavía no sabe. El primer movimiento es lo delicado; nosotros no hemos encontrado otro con mejores condiciones que usted para dar la primera voz.

-¿Y hasta dónde iremos?

-Hasta donde usted quiera. Ha de haber una conmoción que resuene en el Alcázar de Aranjuez, donde estará la Corte desde mañana. El grito será ¡Abajo el Guardia! y pedir al Rey su destitución. Pero en esto cabe mucho, y si la pasión popular se excede, puede llegar hasta mucho más.

-¿Hasta dónde? -preguntó con viva curiosidad Martín-. Hasta pedir la abdicación de Carlos IV y proclamar a Fernando VII rey de España.

-¿Nada más?

-¡Pues no sé! Ya sé yo lo que usted quiere -dijo Rotondo sin admirarse de que a Muriel le pareciera aquello bien poco-. Pero no reñiremos por una legua más o menos de distancia en el camino de la revolución. Puede ir usted hasta donde quiera: lo que importa es que se vaya a alguna parte. Usted comprenderá ya que este pueblo se mueve con dificultad; pero una vez tomado el primer impulso, marcha mejor que otro alguno por la pendiente de la insubordinación. ¡Cuánto escasean aquí los verdaderos revolucionarios! No tenemos más que unos cuantos caballeros, muy estudiosos, muy parlanchines, pero que no saben cómo se bate el cobre en las altas ocasiones. Usted ha sido elegido para este asunto, porque no se contenta con pensar la revolución, si no que la siente, la respira en la atmósfera, la ve en la luz y la lleva perpetuamente consigo en las cualidades fundamentales de su carácter.

-¿Conque salgo mañana para Aranjuez y Toledo? -preguntó Martín, sin hacer gran caso del pomposo elogio que acababa de oír.

-Sí, mañana a la noche; hallará los caballos preparados en una venta que hay fuera de la puerta de Santa Bárbara, y allí estarán también los que deban acompañarle. En Aranjuez se amotinará el pueblo; pero a pesar de eso, usted no se detiene allí más que un día para ponerse de acuerdo con ciertas personas cuyos nombres y señas llevará, y luego parte a Toledo, donde está todo prevenido para algo mas que un motín. Allí hay depósitos de armas y gente reclutada en toda Castilla y Andalucía para imponer miedo a la Corte de Aranjuez. Yo quisiera que usted lograse infundir su espíritu en las personas que allí tenemos para dirigir el movimiento, gente inexperta y sin ninguna clase de genio revolucionario. En cuanto usted llegue los conocerá a todos, porque yo le daré la clave de las relaciones. Habrá primero un hambre fingida, y después una asonada que será la señal del alzamiento nacional. A usted le obedecerán en esa asonada. Será usted omnipotente una noche, y sólo cuando el movimiento se regularice tendrá que sujetarse a voluntades superiores. Por una noche tendrá inmensas fuerzas a su disposición y el rencor popular hábilmente atizado.

-¡Por una noche! ¡Seré omnipotente una noche! -murmuró Muriel meditabundo, pensando sin duda sobre el punto de apoyo que pedía Arquímedes para mover el Universo.

-Sí -continuó D. Buenaventura-, una noche de poderío absoluto sobre miles de hombres armados.

-Bien, pues deme usted cuantos papeles necesite llevar, que estoy dispuesto a salir.

-Llevará usted todo lo necesario.

-¿Y Susana?

-Mañana pensaremos lo que se hace de ella en caso de que el doctor no responda de un modo satisfactorio a la intimación que se le hizo. No se cuide usted de eso. Puede llevársela o dejarla, según quiera. Si queda aquí ya la guardaremos bien.

Martín miró otra vez con mucha fijeza al corredor, y dijo sin apartar de allí la vista:

-Mañana lo decidiremos.

-Conviene que vea usted al padre Corchón. Él le dará también instrucciones, y en el asunto de D. Leonardo tal vez puedan ustedes avenirse.

-Es verdad, sí; ¿cuándo le podré ver?

-Mañana temprano. Yo mismo le llevará a la presencia de ese grande hombre.


II editar

En efecto; a la mañana siguiente muy temprano los dos entraban en la casa del reverendo, que acababa de levantarse y se ocupaba en dar la última mano al primer capítulo del tomo XV sobre la Devoción al Señor San José. Rotondo dejó allí a Martín y partió a afeitar no sabemos qué encumbrado conspirador.

-Ya me había hablado de usted con muchos elogios el Sr. D. Buenaventura -dijo D. Pedro Regalado, levantando la pluma y quedándose con la mano suspensa en la actitud con que suelen pintar a los padres de la Iglesia.

-¿Ya le habrán dicho a usted que debe salir esta misma noche para Aranjuez y Toledo?

-Sí, señor, y pienso salir.

-Dicen que tiene usted buen ánimo y mucho... pues... Veremos si se logra el objeto apetecido. Yo tengo miedo, francamente.

-Al fin será; lógicamente tiene que suceder lo que ahora se desea, porque el estado del país así lo muestra. La turbación de los tiempos es tal que no puede menos de estar cercana una gran catástrofe. Yo la creo inminente, inevitable.

-Cierto, cierto; esto no puede seguir así mucho tiempo. El timón está en muy malas manos y la nave se va a estrellar contra las rocas -dijo Corchón con pedantería, creyendo que esta figura tenía alguna novedad.

-Basta abrir los ojos para comprender que aquí es necesaria una transformación radical. Si España sigue mucho tiempo más sorda a la voz del siglo, no podemos decir que vivimos en Europa. Usted conocerá perfectamente los vicios de esta época, los antiguos cánceres que devoran a nuestra sociedad y la precisión en que estamos los hombres de la actual generación de poner remedio a tantos males.

Corchón miró a Muriel con cierto estupor, como no comprendiendo bien lo que había oído; pero no hallándose dispuesto a pasar por ignorante, dijo:

-Efectivamente; la gente de hoy no es como la gente antigua. Ahora los filósofos y sus pestilentes ideas han venido a revolver estos piadosísimos pueblos, y Dios sabe adónde nos llevarían si no atajásemos el mal antes de que tome desarrollo.

-La gente de hoy es peor que aquélla, porque ha perdido todas las calidades de los antiguos, sin adquirir otras nuevas.

-Es lo que le digo a usted -continuó Corchón animándose-, la peste de la Filosofía... Pero ya la arreglaremos nosotros. Como triunfe nuestra causa y veamos en un patíbulo al inicuo Guardia... Porque, ¿usted qué cree? Este vil Gobierno es el que ha puesto las cosas como están. Cuando reine el Príncipe verá usted cómo se levanta la religión otra vez y tenemos a los filósofos guardaditos en las cárceles del Santo Oficio para que expliquen sus teorías a las ratas y a las telarañas.

-¿Pero la causa del príncipe Fernando lleva por norte acabar con los abusos y extinguir poco a poco la tiranía y la corrupción que nos consumen?

-Nuestra causa es la destrucción de Godoy y de los suyos, y el esplendor de la santa religión y de sus venerables ministros, menoscabados con estas ideas y estos modos de gobernar que ahora corren.

-¿Y ahora se creen menoscabados los ministros de la religión? -dijo Martín con expresión de burla-. Si la sociedad es suya, si ellos disponen de nuestras haciendas y de nuestra libertad a su antojo. Yo creo que usted se equivoca, Sr. D. Pedro Regalado. La causa del Príncipe no puede tener por fin aumentar los abusos y corromper más lo que ya está harto corrompido.

-Usted es el que se equivoca -observó el inquisidor poniéndose encendido como un tomate y tomando el tono solemne que le era habitual siempre que decía algún disparate-. Usted es el que no sabe lo que pretende el partido fernandista. ¡Oh!, nosotros triunfaremos; pero yo aseguro que la herejía, la filosofía y el masonismo van a quedar enterrados para siempre. ¡Qué tiempos! ¿Pues se puede creer que aquí en nuestra querida España haya llegado el Santo Oficio al miserable estado en que hoy se encuentra, convertido en máquina inútil, sin fuerza ya para dirigir el mundo y guiar a los pueblos por el camino del bien? Si le digo a usted que esto es insoportable. Pero ya vendrá, ya vendrá...

-Pues si el partido fernandista es lo que usted dice -contestó Muriel-, será más aborrecido, más bárbaro y más digno del desprecio universal que el de Godoy. Yo creo, Sr. D. Pedro Regalado, que usted no está en lo cierto. Esto se acabará para que venga una cosa mejor. Si viniera lo que usted dice era preciso creer que no había Providencia, y que vivimos al acaso en este mundo, sujetos al capricho de una fatalidad absurda.

Al oír esto el padre Corchón, vaciló un momento entre la ira y la cobardía. Estuvo aturdido algún tiempo, porque Martín se expresaba con decisión y elocuencia; pero luego se repuso, gracias a su petulancia, que era tanta como su astucia, y dirigiendo al revolucionario una de aquellas miradas terroríficas que él guardaba para las grandes escenas del procedimiento, inquisitorial, le dijo:

-Usted no sabe con quién está hablando. Usted no sabe sin duda quién soy, o si lo sabe no puedo creer que tenga sano el juicio. Por ser un joven sin experiencia se le pueden perdonar sus irreverentes palabras; ¿pero qué ha dicho usted? ¿Usted sabe lo que ha dicho?

-Que si el partido fernandista representara la Inquisición montada a la antigua, la amortización y el Gobierno absoluto, sería el partido de la barbarie, merecedor de que todos sus hombres fueran tenidos por locos o por imbéciles.

-¡Locos o imbéciles! -repitió Corchón levantándose colérico de su asiento-. ¿Y sufro tales irreverencias? Joven, ¿sabe usted con quién está hablando, sabe usted quién soy yo?

-Ya lo supongo -contestó Martín en tono de desprecio-. Pero usted, Sr. Corchón, no sabe lo que se dice. La causa del Príncipe representa, y no puede menos de representar, la adopción de los principios de gobierno fundados en la libertad, la extinción de los privilegios y el fin del mundano poderío de un clero fanático y, por lo general, poco ilustrado, eterno obstáculo de nuestra prosperidad y esplendor.

-¡Qué buena pieza me ha traído aquí D. Buenaventura! -dijo Corchón furioso-. ¿Y esta es la gente que nos ha reclutado? ¡Un filosofastro! ¡Por San José bendito, y qué lindos mozalbetes hay en este Madrid! ¿Pero usted no me conoce? ¿Usted no sabe quién soy?

-No le conocía a usted más que de nombre por lo que de usted me habló el padre Matamala, y en verdad, yo creí que fuera el Sr. Corchón hombre de más provecho. Pero también es verdad que para inquisidor está que ni pintado. El Santo Oficio no merece más.

-¡Pero usted ha venido aquí para burlarse de mí! ¡Ah!, si no fuera porque se ha determinado que vaya usted a Toledo con cierta comisión, ¿cómo se había usted de escapar, cómo?

-Sí, ya comprendo con cuánto placer me echaría usted mano; pero por hoy, padre, no puede ser -dijo Martín con cruel ironía.

-¡Oh!, nosotros triunfaremos, y después... -indicó don Pedro con ira.

-Ustedes no pueden triunfar sin mi ayuda.

-¿Cómo? ¿La causa de Dios no puede salir victoriosa sin la ayuda del demonio?

-No; así está determinado -repuso Martín con serenidad-. ¡Desgraciado país si no estuviera llamado a salir de tales manos! Si la conspiración del partido fernandista no tiene más objeto que el que usted acaba de decir, ¿están seguros de que al llevarse a cabo no ha de ir más allá de la línea que le han trazado?

-Señor mío -dijo el padre Corchón echando a su interlocutor una de aquellas miradas que tiene la ignorancia presuntuosa para su uso particular-. Usted se toma en mi presencia unas libertades... La culpa tengo yo, que le admito a platicar conmigo. ¿Usted sabe quién soy? ¿Pero usted lo sabe bien? No puedo consentir que se mezcle usted en mis asuntos, y cada vez me admiro más de que una persona como el Sr. D. Ventura haya puesto en autos a hombres de tal estofa. Y usted estará muy consentido en que lo vamos a dejar meter su cucharada en este negocio.

-Lo mismo me importa -dijo Martín levantándose-, no tengo entusiasmo por la idea fernandista. La revolución que yo he soñado no cabe en estos espíritus pequeños, únicamente animados de un femenino rencor hacia un hombre. Hoy, al conocerle a usted, pierdo otra de mis ilusiones, y a cada paso que doy, el vacío que hay en derredor de mi pensamiento es más grande y más espantoso. Sólo la desesperación, el abandono en que me hallaba y los vejámenes que recibía pudieron impelerme a prestar el concurso de mi acción a este ridículo movimiento político que habéis imaginado. Ya no puedo volver atrás, ni lo quiero tampoco, que una vez perdida la fe, y conociendo la escasez de elementos que aquí existen para cosa más alta, yo me entrego al Destino; y siguiendo a los que de cualquier modo y con un fin cualquiera conmuevan esta sociedad, iré a presenciar sus convulsiones, sin esperanza de que de esta lucha salga nada útil ni bueno. Yo no aspiro a nada: ya ni siquiera aliento el firme deseo de salvar a mi pobre amigo de los tormentos del Santo Oficio. Un día llegará en que todo me sea indiferente, sociedad, hombres; porque cuando se aspira a fines elevados y se tiene el sentimiento de la patria y de la civilización, cuando se da el primer paso y se tropieza con tales hombres, con el egoísmo, con la ignorancia, con la envidia, el alma se oprime y se desea no haber nacido.

-¿Pero usted no me conoce; usted no sabe quién soy? -repitió el padre Corchón confundido y absorto.

-Sí, he venido a conocerle y me voy satisfecho -repuso Martín-. No necesito saber más. Adiós.

Y diciendo esto, Muriel volvió la espalda y se retiró lleno de cólera, dejando al padre con medio palmo de boca abierta. Este, creyendo juzgar al otro de la manera más benévola, dijo para sí que no podía menos de estar rematadamente loco.


III editar

Calmose luego el reverendo de su agitación, y tomando de nuevo la pluma iba a recomenzar su interrumpido trabajo. Ya recogía sus ideas para seguir el capítulo LVIII, que se titulaba: De por qué el Señor San José es abogado de los celos, cuando una criada entró y puso en sus manos una carta doblada en triángulo, que abrió con afán y leyó al momento. La epístola decía así:


«Toledo, 7 de mayo.


»Mi muy querido y reverenciado Sr. D. Pedro Regalado: Ban ya 8 días que usted salió de aquí y lla nos parece que se a hido por sécula culorun. ¡Que solEdad tan Grande! Sin sus consegos espirituales me parece queme falta la Mi taz del Halma, pues usted Me con suela de todas mis penas. No dego de pensar si le sucedera halgo malo, y Si nos olvidara en esa, por Que el demonio no se duerme. Por fin he degado ir a Engracia a Arangued, con las de Sanaguja, que la mandaron a Vuscar. Ya esta mas Consolada de sus Melancolías, y Dios y su Santa madre permitan que olbide a Aquel pelafustran que tanto nos izo rrabiar. No hay mas Nobedaz por esta su casa, sino que lespera cona Fan su desconsolada higa espiritual, que le reberencia, Bernarda Quiñones. P. D. En su carta deme Noticias de D. Narciso Pluma».


Corchón leyó, dejó a un lado la carta y continuó su grande obra.


IV editar

-¿Qué tal, ha hablado usted con el padre Corchón? -preguntó a Martín D. Buenaventura al verle entrar en la casa la tarde de aquel mismo día.

-Sí, y vengo edificado con la santa bondad del reverendo inquisidor -contestó el radical con sarcasmo.

-Se me había olvidado decirle a usted que era un pedante insufrible, un verdadero almacén de tonterías y de vanidad.

-¡Y éstos son los hombres -exclamó Martín con tristeza-, éstos son los hombres cuyos intereses servimos al exponer nuestras vidas y nuestra libertad! ¡No, la causa del Príncipe no es la causa del pueblo, no es la causa nacional! En apariencia así será; pero, realmente, si el triunfo es nuestro, el pueblo seguirá oprimido y humillado por los señoríos y las gabelas; seguirá bajo la influencia de clases eclesiásticas empeñadas en perpetuar sus preocupaciones y en que no abra jamás los ojos a la luz; seguirá sin leyes que garanticen su trabajo y su libertad, y la nación saldrá de unas manos para pasar a otras, como el esclavo que un amo vende a otro.

-¡Ah!, no es enteramente lo que usted se figura -contestó Rotondo-. Cierto es que nosotros admitimos bajo nuestra bandera a todos los descontentos de Godoy, cualquiera que sea el motivo. Las revoluciones no se hacen de otra manera.

-Mis conversaciones con el fraile de Ocaña y con el inquisidor de Toledo me han enseñado claramente que ninguna idea elevada mueve a esos hombres, clérigos ambiciosos que aún no se consideran con bastante poder.

-No les haga usted caso, y vayamos derechos a nuestro fin.

-Sí, pero cuando considero que esa gente espera la caída del Guardia para agrandar su influjo, aumentar sus riquezas y, lo que es peor, complicar y extender más la horrenda máquina de la Inquisición, no sé por que encuentro al Príncipe de la Paz digno de amor y disculpables todos sus vicios.

-No haga usted caso de las pretensiones de esos hombres. Cierto es que Matamala pretende una mitra, que Corchón daría el mundo entero por la plaza de inquisidor general, pero a nosotros, ¿qué nos importa eso? Vamos a nuestro objeto. ¿Quién sabe lo que vendrá después? Ya le dije a usted que de este movimiento bien puede resultar una completa reforma. Usted cumpla su deber. Recuerde lo que dije: «Usted va a ser omnipotente por una noche; va a tener a su disposición un pueblo armado y furioso. Veremos el partido que saca de esos elementos. Ánimo, y salga lo que saliere. Vaya usted hasta donde quiera ir».

-Bien: yo haré lo que me convenga y aquello que sea expresión de mis sentimientos y de mis ideas.

-Al grito de abajo Godoy una usted la idea que más le agrade. Las revoluciones, a lo que yo entiendo, se hacen por inspiración y no por cálculo. Dios sabe lo que saldrá de este frenesí.

-Pero yo me encuentro solo -dijo Martín con angustia-. No encuentro quien sienta lo que yo siento: nadie responde a la idea que yo tengo formada de la revolución. No hallo más que bajas ambiciones, egoísmos, envidias; gente vulgar que ha concebido un cambio de Gobierno, y nada más. Si, como usted dice, soy omnipotente una noche, en esa noche me creo capaz de infundir mi pensamiento en la acción ciega e infecunda que se prepara. Si el pueblo supiera comprender ciertas colas; si pudiera conocer lo que es y lo que vale, entonces...

-El pueblo lo comprenderá; ¿por qué no? -afirmó don Ventura-. La prueba está cercana. Esta noche sin falta parte usted para Toledo. Aquí tiene usted cuatro cartas, una para Aranjuez y tres para Toledo. En cuanto llegue usted a esta última ciudad, una persona le informará de todas las particularidades de la cosa; verá usted la fuerza de que se dispone, el espíritu que la anima; en fin, conocerá usted mejor que ahora lo que tiene que hacer.

-¿Esta noche?

-Sí, a las diez en punto. En la Venta le esperan a usted buenos caballos y los hombres que le han de acompañar.

-¿Y Susana?

-Corre de mi cuenta.

-Quiero ponerla en libertad y devolverla a su familia. Desde que conozco a Corchón comprendo que no hemos de libertar a Leonardo por este medio.

-¡Oh!, se equivoca usted. Si el Consejo Supremo lo toma con empeño... ¿Cuándo piensa usted ponerla en libertad? -dijo Rotondo, fingiendo que aquel asunto no le importaba gran cosa.

-Ahora mismo.

-¡Qué disparate, qué locura! Pues si tengo entendido que ya el inquisidor general habrá expedido allá órdenes terminantes... Esperemos hasta la noche.

-Bien, esperemos -dijo Martín, mirando al corredor.

En seguida dio algunos pasos hacia la escalera con intención de subir; pero se detuvo meditando, y retrocedió al fin.

-¿Le tiene usted miedo todavía? -preguntó D. Buenaventura sonriendo.

-La veré después -murmuró, volviendo a mirar.

Pero sólo el pobre La Zarza atravesó la crujía, exclamando: «¡Desdichada princesa de Lamballe! Ya se acerca tu última hora».