El anillo de amatista: XV

El anillo de amatista de Anatole France
''' '''


XV

Gustavo Dellion, antes de vestirse, levantó las cortinas de las vidrieras; veía pasar los faroles de los coches en la oscuridad sembrada de luces. Su mirada se distrajo un instante: hacía dos horas que se hallaba en aquel cuarto, aislado por completo de lo exterior.

—¿Qué miras? —le preguntó la señora de Gromance desde el fondo de la alcoba, hundida en el hoyo de la cama y sujetándose los cabellos desprendidos—. Enciende una luz; ya no se ve nada.

Encendió las velas, que se alzaban sobre la chimenea en pequeños candelabros de cobre, junto al reloj dorado, con figuras campestres. Una luz tenue hizo brillar el espejo del armario y relucir la cornisa de palo santo. Varios reflejos palpitaban en la habitación sobre la ropa, sobre los trajes abandonados en desorden, y morían entre los pliegues de las cortinas, blandamente.

Era el cuarto de un buen hotel, situado en una calle cercana al bulevar de Capuchinos. La señora de Gromance lo había escogido con prudencia, despreciando las componendas menos sutiles de Gustavo Dellion, que había alquilado para sus entrevistas un cuarto bajo en la solitaria avenida Kleber. Ella opinaba que una mujer, cuando tiene asuntos particulares, debe resolverlos en el tumultuoso corazón de París, en un hotel de buen aspecto, frecuentado por gran número de viajeros de razas extranjeras y diversas. Sólo habitaba en París durante dos meses al año, pero iba y venía muy a menudo, para ver a Gustavo con una facilidad de que no disfrutaba en su provincia.

Sentóse al borde de la cama y ofreció a la luz acariciadora su cabellera rubia y ligera, la carne lechosa de sus hombros caídos y de su hermoso pecho. Luego razonó:

—Estoy segura de que también hoy llegaré tarde. Dime la hora, hijo mío, y no me engañes. Se trata de un asunto muy serio.

El, con un tono bastante áspero, interrogóla:

—¿Por qué me llamas siempre "hijo mío"? Son las seis y diez.

—¿Las seis y diez? ¿Estás seguro? Te llamo hijo mío por amistad... ¿Cómo quieres que te llame?

—Yo te llamo Clotilde; bien podrías llamarme Gustavo.

—No tengo costumbre de llamar a mis amigos por el nombre de pila.

El, con amargura, dijo:

—¡Esto es otra cosa! Yo no tengo la pretensión de cambiar tus costumbres.

Para coger las medias del suelo estiróse como una gata que coge un ratón, y dijo:

—¡Qué quieres! Nunca se me ocurre llamarte por tu nombre como a mi esposo, a mi hermano, a mis primos.

—¡Está bien, está bien! Me conformaré con la costumbre.

—¿Qué costumbre?

Y descalza, en camisa, con las medias en la mano, fue a darle un beso en la nuca.

No era listo, pero era desconfiado. Alimentaba en su cerebro una inquietud... Suponía que la señora de Gromance evitaba los nombres en sus lances de amor, temerosa de confundirlos al emocionarse, pues era muy sensible.

No se puede decir que tuviera celos, pero tenía mucho amor propio. Ante la certeza de ser engañado por la señora de Gromance. se lastimaría su vanidad. Por añadidura, sólo deseaba los favores de aquella bonita mujer perqué la suponía deseada por todos. No estaba seguro de su goce con la señora de Gromance. Una mujer de mundo no era ya lo más indicado; sus más íntimos amigos no tenían queridas como aquélla: preferían un automóvil. Ella le gustaba, y le satisfaría ser su amante si aquel género de relaciones fuese de moda, pero como no lo era, extrañábase de su obstinación en conservarlas. En él no estaban de acuerdo el instinto profundo del hombre y la experiencia mundana, y carecía de inteligencia suficiente para conciliar semejantes antinomias. Resultaba de todo esto algo imperfecto e indeterminado, que no disgustaba a la señora de Gromance, poco cuidadosa de dar explicaciones precisas y de establecer una situación clara. Aquella encantadora mujer le decía en la exaltación del momento: "¡Sólo he sido tuya!"; pero se lo decía con menos afán de persuadirle que de usar un lenguaje adecuado a las circunstancias; y en aquellos instantes, los menos a propósito para reflexionar, no le chocaban las dificultades enormes que traía consigo la creencia de semejante afirmación. Las dudas le asaltaban luego cuando razonaba fríamente.

Las expresaba con frases irónicas y crueles, y practicaba el arte de sostener su pensamiento en una vaga inquietud. En esta ocasión mostróse menos áspero que de costumbre, menos amargo, y apenas dejó traslucir celos y desconfianzas: sólo hizo gala del mal humor estrictamente indispensable después de la satisfacción del deseo. La señora de Gromance debía de esperar los mayores arrebatos de rencor y de malevolencia. Aquel día, en efecto, con brío, agrado, inspiración natural y ciencia profunda, obtuvo de su amante los goces amorosos concedidos con más expresa voluntad, con más deliberado propósito que de ordinario. Le hizo salir de su moderación, lo cual no perdonaba él fácilmente, cuidadoso de su salud y muy atento a conservarse apto para los ejercicios del deporte. Cada vez que la señora de Gromance le arrastraba más allá de lo razonable, vengábase luego de ella con procaces palabras o con un silencio más procaz aún. Ella no se disgustaba, conocedora de las prácticas amorosas, y porque la experiencia la demostró que todos los hombres se muestran desapacibles cuando están satisfechos. Esperaba, sin inmutarse, reproches que suponía merecidos; pero se engañó. Gustavo expuso tranquilamente su pensamiento, expresión de un alma reposada, serena:

—Mi camisero es un buey.

Entre tanto, seguía vistiéndose minuciosamente delante del espejo, y resolvía en su imaginación misteriosas ideas. Después de algunos segundos de recogimiento, preguntó en tono amable:

—Conoces a Loyer, ¿verdad?

Ella, mostrando la tersura de su carne límpida y fresca, se abrochaba las botas en el amplio butacón de oscuro terciopelo; y al inclinar sobre sus piernas recogidas la cabeza y los hombros, lucía su cabellera brillante y su desnudez apenas oculta por la camisa machucada. Bajo aquel escaso ropaje, corto y pintoresco, parecía una figura alegórica de algún techo veneciano. Gustavo, sin darse cuenta de tan agradable semejanza, repitió su pregunta:

—¿Conoces a Loyer?

Ella levantó la cabeza, dejó el abrochador colgado en la punta de un dedo, y dijo:

—¿Loyer, el ministro? Sí; lo conozco.

—¿Tienes, por casualidad, mucha intimidad con él?

—Mucha, no; pero lo conozco bastante.

Loyer, senador, ministro de Justicia y Cultos, era un viejo solterón de poca apariencia, de notoria honradez cuando no se trataba de política. Ducho en leyes, filósofo encanecido en los amoríos fáciles y en las conversaciones de café, ya maduro logró tratar a algunas mujeres distinguidas y elegantes, a las que devoraba con los ojos a través de sus lentes de oro.

Muy vigoroso aún, a los sesenta años había sabido apreciar los encantos de la señora de Gromance desde que se le apareció en los salones de la prefectura. Hacía siete años: en la ciudad del señor Worms-Clavelin inauguraba Loyer la estatua de Juana de Arco, y terminó magníficamente su famoso discurso con un paralelo entre la Doncella y Gambetta: "transfigurados ambos —a juicio del orador— por la sublime luminaria del patriotismo". Los conservadores, ligados ya secretamente a la política financiera de la República, agradecieron al ministro que los enganchase al régimen con los honrosos lazos de un sentimiento generoso.

El señor Gromance, tendiendo la mano al ministro, le había dicho: "Un viejo patriota, señor ministro, le da las gracias en nombre de Juana y de Francia." Loyer paseó aquella noche con la señora de Gromance, a los resplandores de las linternas venecianas, por los profundos jardines de la prefectura, bajo los árboles plantados en 1690 por los benedictinos de Sillé (para que dos siglos después la señora de Worms-Clavelin disfrutara de su apacible sombra), y tuvo noticia por el propio prefecto de que el viejo patriota era el marido más burlado de la región; por esto susurró algunas galanterías junto a la sonrosada orejita de la insinuante mujer. Era borgoñón y se jactaba de ser un borgoñón picaresco. Sensible a la hermosura de aquella noche histórica, al separarse de la señora de Gromance la dijo:

—Estas iluminaciones invitan a soñar. Loyer no desagradaba a la señora de Gromance; le había pedido ya varios favores agrícolas y vecinales, que el viejo la concedió sin cobrárselos de ninguna manera, muy satisfecho con apoyar su mano lasciva sobre los brazos y los hombros de la hermosa resellada y preguntarle burlonamente por la salud del viejo patriota...

Podía, pues, confesar sin escrúpulo sus amistosas relaciones con Loyer, quien se hallaba de nuevo en posesión de la cartera de Cultos en un Ministerio radical.

—Conozco a Loyer como pueden conocerse dos personas de distinto linaje social, y nada más. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque si tienes influencia con Loyer, le pedirás una cosa que voy a indicarte.

—¡Cómo! ¿Pretendes una condecoración, lo mismo que el señor Bergeret?

—No —respondió formalmente Gustavo—-. Se trata de un asunto más importante. Necesito, y lo espero de tu amabilidad, que recomiendes al padre Guitrel.

Se levantó extrañada. Entre sus medias negras y su camisa brillaba su carne deliciosa. La admiración le comunicaba cierto aspecto candoroso. Preguntó:

—¿Para qué?

Mientras se anudaba la corbata con esmero, Gustavo repuso:

—Para que Loyer le haga obispo.

—¡Obispo!

Esta palabra despertó en el cerebro de la señora de Gromance ideas abundantes y precisas.

Desde muchos años atrás veía a monseñor Chariot oficial los días de fiesta en la catedral, gordo y rechoncho, revestido de oro, bajo la mitra, con su capa pluvial, rubicundo, informe, augusto. Había comido con él muy a menudo. Se había sentado a su mesa. Como todas las señoras de la diócesis, admiraba las oportunas réplicas y las medias rojas del cardenal-arzobispo. Conocía también a muchos y muy venerables obispos. Pero nunca reflexionó acerca de las condiciones por las cuales la dignidad episcopal se confería a los sacerdotes, y parecióle de pronto muy extraño que un señor agradable, pero vulgar y obsceno, como Loyer, tuviera la facultad de convertir a un sencillo sacerdote en un prelado como monseñor Chariot. Desde la cama deshecha al velador, donde quedaban aún galletas y la botella de Málaga; desde la silla donde yacían su corsé y sus pantalones hasta el juego de tocador en desorden, por todo el cuarto paseó la inquieta mirada de sus hermosos ojos, que se alucinaron con visiones de roquetes de encaje, báculos, cruces pectorales, anillos de amatista. Y como era muy poco inteligente, sin comprenderle aún preguntó:

—Pero, ¿se nombran así los obispos? ¿Tú lo sabes?

—¡Ya lo creo! —adujo él con absoluta seguridad.

Entretanto, ella se abrochaba el corsé, pensativa.

—Y supones, hijo mío, que si yo le pidiese a Loyer que nombrase al padre Guitrel obispo...

El aseguró que Loyer, un viejo verde, no podría negárselo a una mujer bonita.

Ella se prendió el pantalón de seda rosa en un corchete del corsé de raso, y mientras él insistía para que hiciese la recomendación al ministro, la señora de Gromance empezó a sentir alguna desconfianza y muchísima curiosidad, que provocaron esta pregunta:

—Hijo mío, ¿por qué deseas que el padre Guitrel sea obispo? Di: ¿por qué?

—Porque mamá se alegraría mucho... y porque me interesa ese cura. Es en extremo inteligente... ¡Y no hay tantos así!... ¡De veras te lo digo! Es moderno... Tiene las ideas del Papa. ¡Y a mamá la complacería tanto!

—Pues ¿por qué no se lo pide a Loyer?

—En primer lugar, amiga mía, no es lo mismo que lo pidas tú o que lo pida ella; luego..., mis padres no están conformes con la gestión del Gabinete. Papá, que preside la Cámara sindical de metales, ha protestado contra las nuevas tarifas. ¡No sabes cuán enojosas son las cuestiones económicas!

Pero ella sabía muy bien que la engañaba, y que no era amor filial lo que le hacía intervenir en esas cuestiones eclesiásticas.

Luciendo sus pantalones de seda rosa iba de un lado a otro, se agachaba, se levantaba, y volvía otra vez a agacharse, ágil y ligera, en busca de su enagua perdida en el montón perfumado de sus revueltas ropas.

—Hijo mío, quisiera saber tu opinión...

—¿Sobre qué?

Después de haberse puesto la corbata delante del espejo y encendido un cigarro, Gustavo se entretenía siguiendo con la mirada los movimientos de la señora de Gromance en aquel traje que realzaba extraordinariamente sus femeniles atractivos. No sabía si considerarla ridicula o graciosa, si juzgar ajeno de belleza aquel espectáculo o saborearlo como un goce artístico. Sus dudas provenían de recordar una larga discusión en casa de su padre, promovida en un atardecer de invierno, por un asunto análogo, entre dos viejos bien informados: el señor de Terremondre, que no conocía nada tan adorable como una mujer bonita en corsé y pantalón, y Pablo Flin, que se dolía del aspecto desdichado de una mujer en aquel momento de su atavío. Gustavo escuchó la conversación muy entretenido, pero no supo deducir cuál de los dos estaba en lo cierto. Terremondre, con toda su experiencia, quedóse algo anticuado y extremaba su celo artístico; Pablo Flin tenía fama de tonto, pero era muy elegante. Gustavo inclinábase ya, por malevolencia natural y afinidades electivas, hacia la opinión de Pablo Flin, cuando ia señora de Gromance se puso la florida enagua rosa.

—Hijo mío, dame tu opinión: ¿se usan este año confecciones de nutria? ¿Qué te parecería un traje de paño rojo..., de un rojo bastante vivo..., tirando a rubí..., con un fígaro de nutria y una gorrita de nutria donde luciera un ramito de violetas de Parma?. ..

El meditaba; sus pensamientos sólo se traslucían en una oscilación de cabeza, y cuando abrió los labios, como si se decidiese a traducir sus pensamientos en palabras, lanzó solamente una bocanada de humo y volvió a chupar su cigarro.

Ella, con la visión de las cosas soñadas, prosiguió:

—...con botones de piedras antiguas... Las mangas, muy estrechas, y la falda, ceñida.

El habló, al fin:

—La falda ceñida. No veo en ello ningún inconveniente.

Entonces ella, recordando que su amante no entendía nada de faldas ni de fígaros, concibió una idea y expuso la siguiente reflexión:

—La verdad, ¡es una cosa rara! Los hombres que no gustan mucho de las mujeres son los que más se interesan por la manera de vestir de las mujeres, y los que las desean apasionadamente, ni reparan en cómo van vestidas. Estoy segura de que tú no podrías decir qué traje llevé el sábado a casa de tu madre, mientras que Sucquet, de cuyas aficiones, bien conocidas, deduzco el poco interés que siente por nosotras, habla de trapos con mucho acierto. Ese mozo nació para modisto. Vamos a ver: ¿no hay en lo que digo una especie de contradicción?

—Sería largo de contar.

—Hijito, perdona; te sentaste sobre mi falda. Y ahora que me acuerdo: Manuel se queja de que le olvidas. Ayer te esperaba para enseñarte un caballo que quiere comprar, y no te dejaste ver. Le tienes muy descontento.

Tras estas palabras Gustavo estalló en invectivas:

—Tu marido me revienta. Es un idiota, un mamarracho, una lapa. Convendrás en que pasarse todo el día en la cuadra, en la perrera o en el huerto..., pues también tiene la manía de la agricultura ¡ese lisiado!; examinar la comida de los perros. el pienso de los caballos, los pasteles de fosfato sistema Breme-Ducornet, ¡no es una ocupación muy grata! Encuentro insoportable que tu marido se aproveche de mis relaciones contigo para no dejarme ni a sol ni a sombra. Es tan estúpido que todo el mundo lo advierte. Sí; te aseguro que lo comentan ya.

Ella respondió severa, pero con ternura, mientras se ponía la falda:

—No hables mal de mi marido. Puesto que me hace falta uno, me considero feliz con él. Piensa, hijo mío, que podría ser peor.

Gustavo no se calmaba.

-¡El muy animal te adora!

Ella hizo una mueca y alzó los hombros como si dijera: "Eso no tiene importancia."

Al menos así lo entendió Gustavo, y, exagerando en este sentido, prosiguió:

—Basta ver su cabeza para convencerse de que no es un contrincante muy temible. Pero hay cosas que disgustan cuando se piensa en ellas.

La señora de Gromance dirigió a Gustavo una mirada feliz y tranquila, como animándole a olvidar los pensamientos desagradables, y fue a sellar sus labios con un beso magnífico.

El advirtió:

—No me tires el cigarro.

Ya vestida con su traje gris, muy sencillo, se arreglaba los ricitos ligeros bajo la toca. De pronto soltó la risa. El la preguntó por qué reía.

—Por nada.

Gustavo mostró empeño en saberlo.

—Pues estaba pensando que cuando tu madre tuviera citas..., allá en sus tiempos..., debía verse muy apurada con el peinado, si lucía diariamente aquel hermoso monumento de pelo que se perpetúa en el retrato de vuestro salón.

El amante no supo cómo responder a tan extemporánea broma, y quedó silencioso.

Ella repuso:

—No creo que te hayas enfadado. ¿Me quieres, di?

No estaba enfadado. La quería. Entonces ella volvió de nuevo a su idea:

—¡Es muy raro! Todos los hijos creen en la virtud de su madre. Las hijas también, pero menos exageradamente. Sin embargo, no basta que una mujer tenga hijos para poder asegurar que no tiene amantes.

Pensó un momento, y adujo:

—Son muy complicadas las ideas que se adquieren en esta vida. Adiós, hijo mío. Me queda el tiempo tasado para irme a pie.

—¿Por qué piensas ir a pie?

—Desde luego, porque lo juzgo conveniente para la salud, y, además, porque así queda justificado que no haya pedido el coche. Andar por las calles no es molesto.

Se contempló en el espejo, primero de perfil, después de medio lado, luego de espalda.

—Por ejemplo, a estas horas, estoy segura de que muchos me seguirán.

—¿Por qué?

—Porque mi figurita... no es despreciable.

—No; yo me refería sólo a tu afirmación de que a estas horas van a seguirte muchos.

—Porque es de noche. Por la noche, antes de comer..., hay recrudescencia.

—Pero ¿quién te sigue? ¿Qué clase de gente?

—Empleados, hombres que salen de los casinos, obreros, sacerdotes. Ayer me siguió un negro. Llevaba un sombrero reluciente como un cristal. Era muy amable.

—¿Te habló?

—Sí. Me dijo: "Señora, ¿quiere usted meterse conmigo en un coche? ¿Acaso la comprometería?"

—Es muy estúpido.

—Algunos dicen sandeces mayores. Adiós. ¡Cuánto hemos gozado!, ¿verdad?

Y en el momento de salir, su amante la detuvo:

—Clotilde, prométeme que irás a ver al ministro Loyer y que le dirás de una manera conmovedora: "Señor Loyer, hay un obispado vacante; nombre usted al padre Guitrel. No puede usted prometerse una elección más oportuna. Es un sacerdote con las ideas del Papa."

Ella meneó su linda cabeza:

—¿Ver a Loyer, ir a su casa, para eso? No; no me atrevo a quedarme sola con ese gorila. Necesito buscar una ocasión favorable, sorprenderle de visita en casa de algún amigo.

—Pero se trata de un asunto muy urgente —repuso Gustavo—, Loyer puede firmar los nombramientos de los obispados vacantes de un momento a otro. Hay varios.

Ella hizo un esfuerzo de imaginación para reflexionar:

—Estarás equivocado, hijo mío. No es posible que Loyer nombre los obispos: será el Papa; créeme, o acaso el nuncio, porque Manuel decía la otra tarde: "El nuncio debería vencer la modestia del señor Gouleí y ofrecerle un obispado." Luego ya ves los trámites...

El hizo lo posible para convencerla y le dio todo género de explicaciones:

—Oyeme: el ministro elige los obispos y el nuncio aprueba la elección del ministro. Esto se llama Concordato. Tú le dices a Loyer: "Tengo un sacerdote inteligente, liberal, concordatario, con las ideas del..."

—Ya sé —y abriendo mucho los ojos prosiguió—: De todos modos es algo extraordinario lo que me pides, hijo mío.

Motivaba su sorpresa el respeto que la inspiró siempre todo lo religioso. El era menos aprensivo en este punto, pero también más delicado. Meditó su recomendación creyéndola, en efecto, extraordinaria. Sin embargo, como tenía interés en que se realizase aquel negocio, trató de tranquilizar a la señora de Gromance:

—No te pido nada que perjudique a la religión. Al contrario.

Ella volvió a sentir su primera curiosidad y preguntó:

—Pero, hijo mío, ¿por qué deseas que nombren obispo al padre Guitrel?

Su amante la repitió, algo azorado, lo que había dicho:

—Mamá se alegraría mucho y también otras personas.

—¿Quiénes?

—Los Bonmont...

—¿Los Bonmont? ¡Pero si son judíos!

—Eso no importa. Hay judíos hasta en el clero.

Al saber que ios Bonmont se mezclaban en aquel negocio, ella olfateó algún chanchullo; pero como tenía un corazón sensible y un alma candorosa, prometió hablar al ministro.