El anillo de amatista: II

II

El duque de Brecé hospedaba en Brecé aquel día al general Cartier de Chalmot, al padre Guitrel y al señor Lerond, fiscal jubilado. Habían recorrido ya las cuadras, las perreras, el gallinero, todo; y hablaron sin cesar del proceso.

A media tarde paseaban por la avenida principal del jardín. Bajo un cielo amenazador, alzaba el castillo los pesados frontones de su fachada y sus tejados de estilo imperial.

—Lo repito —dijo el señor de Brecé—, la agitación promovida en torno de este asunto no es y no puede ser más que una maniobra execrable de los enemigos de Francia.

—Y de la religión —añadió con dulzura el padre Guitrel—, si, señores; de la religión. No se puede ser buen francés sin ser buen católico; y vemos que el escándalo está promovido principalmente por los librepensadores, los francmasones, los protestantes. ..

—¡Y los judíos! —repuso el señor Brecé—. Por los judíos y por los alemanes. ¿Hubo audacia tal como poner en tela de juicio la decisión de un Consejo de guerra? Porque no es admisible imaginar que siete oficiales franceses se hayan equivocado.

—No es admisible, seguramente —dijo el padre Guitrel.

—En términos generales —añadió el señor Lerond—, un error judicial es una cosa inverosímil. Me atrevo a considerarlo absurdo por las muchas garantías que la ley ofrece a los acusados, refiriéndome a la justicia civil; y lo mismo diría de la militar, porque si ante los Consejos de guerra el ac isado no encuentra en las formas sumarísimas del proceso todas las garantías apetecibles, en cambio se las asegura el carácter de sus jefes. Es inferir un ultraje al Ejército dudar de la legalidad de una sentencia del Consejo de guerra.

—Tiene usted mucha razón —dijo el señor de Brecé—. Además, ¿puede admitirse que siete oficiales franceses se hayan equivocado? ¿Puede admitirse, general?

—Difícilmente —respondió el general Cartier de Chalmot—. Por mi parte, aseguro que lo admitiría con mucha dificultad.

—¡Un sindicato de traidores! —arguyó el señor de Brecé—. ¡Es inaudito!

La conversación, que ya languidecía, se extinguió. El general y el duque, al ver unos faisanes, sintieron un deseo instintivo y profundo de matar, y lamentaron en su fuero interno no tener a mano una escopeta.

—No hay en toda la región un coto donde abunde tanto la caza —dijo el general al duque de Brecé.

Pero el duque reflexionaba, y al fin exclamó:

—¡De todos modos, los judíos comprometen el porvenir de Francia!

El duque de Brecé, hijo mayor del difunto duque que en la Asamblea de Versalles hizo muy brillante papel entre los mas furibundos legitimistas, había entrado en la vida pública después de morir el conde de Chambord. No llegó a conocer los días de esperanza, las horas de lucha ardiente, las empresas monárquicas tan divertidas como una conspiración, tan apasionadas como un acto de fe; no pudo ver la cama de tapicería ofrecida al príncipe por las señoras aristocráticas, las banderas, los trofeos, los caballos blancos destinados al rey para su entrada triunfal. Diputado hereditario de Brecé entró en el Palacio Borbón con sentimientos poco favorables para el conde de París, y con la secreta esperanza de no ver restaurado el trono por la rama segunda. Pero aparte de esto, era monárquico leal y fiel. Se vio mezclado en intrigas que no comprendía, se confundió en las votaciones, entregóse a los placeres en París, y al reelegirse la Cámara, fue derrotado en su distrito por el doctor Cotard.

Desde entonces se consagró a la agricultura, a la familia y a la religión. De sus dominios hereditarios, que en 1879 se componían de ciento doce parroquias, comprendiendo ciento setenta tributarios, cuatro haciendas con título y dieciocho señoríos, le quedaron ochocientas hectáreas de campo y de bosque alrededor del castillo histórico de Brecé. Sus cacerías le daban en todo el departamento un lustre de que no había disfrutado en el palacio Borbón. Los bosques de Brecé y de la Guerche, donde Francisco I había cazado, eran también célebres en la historia eclesiástica de la región: en ellos se encontraba la venerada capilla de Nuestra Señora del Sotillo.

—Recuerden ustedes bien lo que digo —repitió el duque de Brecé—. Los judíos comprometen el porvenir de Francia...; pero ¿por qué no nos libramos de ellos? ¡Sería tan fácil!

—Sería excelente —contestó el magistrado—, aunque no tan fácil como usted supone, señor duque. Para librarnos de los judíos era menester lo primero, redactar acertadas leyes de naturalización; y presenta muchas dificultades una buena ley que responda a las intenciones de los legisladores. La redacción de disposiciones legislativas como ésas, que modificarían profundamente nuestro derecho público, es cosa muy ardua. Por desdicha no es fácil encontrar un Gobierno para proponerlas o sostenerlas ni un Parlamento que las vote... El Senado está mal...

"A medida que la experiencia de la historia se desarrolla ante nuestros ojos, descubrimos que el siglo xvm es un gran error del espíritu humano, y que tanto la verdad social como la verdad religiosa se encuentran íntegras en la tradición de la Edad Media. En Francia pronto se impondrá, como se ha impuesto ya en Rusia, la necesidad de renovar respecto a los judíos los procedimientos usados en el mundo feudal, único modelo de sociedad cristiana."

—Esto es evidente —dijo el señor de Brecé—, pero la Francia cristiana debe pertenecer a los franceses y a los cristianos, y no a los judíos y a los protestantes.

—¡Bravo! —exclamó el general.

—Hay en mi familia —prosiguió el señor de Brecé— un segundón llamado, ignoro por qué motivo, Nariz de Plata, el cual Peleó en la provincia durante el reinado de Carlos IX, y mandó colgar de las ramas de aquel árbol cuya copa se alza sobre los demás, seiscientos treinta y seis hugonotes. Pues bien, confieso Que me enorgullece tener entre mis antepasados a Nariz de Plata, y que heredé su odio contra los herejes. Detesto a los judíos tanto como él detestaba a los protestantes.

—Son unos sentimientos muy laudables, señor duque —añadió el padre Guitrel—, y muy dignos del glorioso nombre de familia; pero permítame hacer una observación sobre un punto Particular. Los judíos en la Edad Media no estaban considerados como herejes. El hereje es aquel que, después de bautizado, conoce los dogmas de la fe y los altera o los combate. Tales son, o tales fueron, los arríanos, los novaciar.os, los montañistas, los priscilianistas, los anabaptistas, los calvinistas, los albi- genses, los maniqueos, también hospedados en aquel árbol por el ilustre Nariz de Piala, y tantos otros sectarios o defensores de alguna opinión contraria a las creencias de la Iglesia. El número es fabuloso, porque la diversidad es propia del error. No se detienen en la pendiente funesta de la herejía; el cisma produce el cisma hasta lo infinito. Frente a la verdadera Iglesia sólo se encuentra polvo de iglesias. He leído en Bossuet una admirable definición del hereje: "Un hereje —dice Bossuet— es aquel que tiene una opinión propia y vive abandonado a su pensamiento y su sentimiento particular." Así, pues, como el judío no ha recibido el bautismo ni la verdad, no puede ser hereje.

"Por esto la Inquisición nunca atacó a los judíos por ser judíos, y si entregó alguno al brazo secular fue como profanador, blasfemador o corruptor de los fieles. El judío, señor duque, es más bien un infiel, puesto que así llamamos a los que por no estar bautizados no creen en las verdades de la religión cristiana. Pero aun así, no debemos considerar rigurosamente al judío como un infiel semejante a un mahometano o un idólatra. Los judíos ocupan un lugar único, singular, en el conjunto de las verdades eternas. La teología los designa conforme al papel que desempeñan en la tradición. En la Edad Media los llamaban "testigos", y hay que admirar la fuerza y la exactitud de esta palabra. Dios los conserva para que sirvan de testigos y fiadores de las palabras y de los actos sobre los cuales nuestra religión está fundada. No por esto hay que decir que Dios hace a los judíos obstinados y ciegos para utilizarlos como prueba del Cristianismo; sólo aprovecha su obstinación libre y voluntaria para confirmarnos en nuestras creencias, y con este designio los conserva en las naciones.

—Pero entretanto -—dijo el señor de Brecé— nos quitan nuestro dinero y destruyen nuestras energías nacionales.

—También insultan al Ejército —añadió el general Cartier de Chalmot—, o, mejor dicho, hacen que le insulten los vocingleros a quienes pagan.

—Eso es criminal —adujo el padre Guitrel con dulzura—-. La salvación de Francia está en la unión del clero y del Ejército.

—Entonces, ¿por qué defiende usted a los judíos, señor cura. —preguntó el duque de Brecé.

—Estoy muy lejos de defenderlos —contestó el padre Guitrel—; condeno su imperdonable error, que consiste en no creer en la divinidad de Jesucristo. Respecto a este punto, su obstinación es perdurable. Lo que ellos creen es creíble, pero no creen en todo lo que se debe creer, y por esto provocaron la reprobación que pesa sobre ellos. Esta reprobación gravita sobre el pueblo, pero no sobre los individuos, y está lejos de alcanzar a los israelitas cristianizados.

—A mí —dijo el señor de Brecé— los judíos convertidos me son tan odiosos o quizá más aún que los otros judíos. Es la raza lo que aborrezco.

—Permítame usted que no lo crea, señor duque —dijo el padre Guitrel—, porque sería opinar contra la doctrina y contra la caridad, y estoy seguro de que usted, lo mismo que yo, supone a los personajes israelitas no convertidos merecedores, hasta cierto punto, de nuestro agradecimiento, por sus buenas intenciones y su liberalidad en provecho de nuestras obras piadosas. No puede negarse que los R*** y los F*** han dado en este particular un ejemplo que debería ser imitado por todas las familias cristianas. Añadiré que la señora de Worms-Clavelin, sin convertirse aún francamente al catolicismo, ha obedecido, en varias circunstancias, a inspiraciones verdaderamente angélicas. A la esposa del prefecto debemos la tolerancia de que disfrutan en nuestro departamento, cuando la persecución es general, nuestras escuelas congregacionistas. Y la baronesa de Bonmont, judía de nacimiento, pero que tiene un alma cristiana, en cierto modo imita a las santas viudas de los siglos pasados, que daban a las iglesias y a los pobres una parte de sus riquezas.

—Los Bonmont —dijo el señor Lerond— se llaman en realidad Gutenberg y son de origen alemán. El abuelo enriquecióse fabricando ajenjo y vermut, verdaderos venenos; tres veces le condenaron por falsificador. El padre, industrial y negociante, hizo una fortuna escandalosa con el acaparamiento y los monopolios. Su viuda ha regalado un copón de oro a monseñor Charlot. Estas gentes me recuerdan los dos administradores que después de haber oído un sermón del padre Maillard se decían el uno al otro en voz baja a la puerta de la iglesia: "Compadre, según eso, ¿hay que restituir?" Es curioso —acabó diciendo el señor Lerond— que no haya en Inglaterra problema judío.

—Los ingleses no sienten como nosotros —dijo el señor de Brecé—, ni su sangre es tan febril como la nuestra.

—Seguramente —contestó el señor Lerond—. Aprecio esta observación, señor duque; pero también es posible que así suceda porque los ingleses invierten sus capitales en la industria, mientras que nuestras laboriosas poblaciones reservan los suyos para la especulación, y decir especulación es decir judíos. Todo el mal proviene de que conservamos las instituciones, las leyes, las costumbres revolucionarias. La salvación está en retroceder cuanto antes al antiguo régimen.

—Es cierto —dijo el duque de Brecé, pensativo.

Paseaban y discurrían asi. De pronto, por el camino que el difunto duque había cedido al pueblo, a través de su parque, pasó rápido, alegre y bullicioso un carro donde iba, entre campesinos y campesinas que llevaban los sombreros adornados con flores, un mozo jovial de roja barba, con la pipa en la boca y que apuntaba con su bastón a los faisanes, como si estuviera cazando. Era el doctor Cotard, diputado del distrito de Brecé.

—Será muy democrático, pero no deja de ser extravagante —dijo el señor Lerond, mientras se sacudía el polvo que levantó el carro al pasar— que un cirujano represente en el Parlamento este señorío de Brecé, colmado por sus ilustres duques de gloria y de beneficios durante ochocientos años. Precisamente ayer leía yo en el libro del señor Terremondre la carta que el duque de Brecé, tatarabuelo del actual, escribió en 1787 a su administrador, y en la que muestra su mucha bondad. ¿Recuerda usted esa carta, señor duque?

El señor de Brecé respondió que creía recordarla, pero que no tenía presentes los términos en que estaba concebida, y al punto el señor Lerond recitó de memoria las frases más esenciales de aquella carta conmovedora:

"He sabido —escribía el conde bondadoso— que se disgusta a los habitantes de Brecé porque se les prohibe coger fresas en los bosques. Así conseguirán mis administradores hacerme odioso a mis vasallos, y me causarán uno de los mayores pesares que yo puedo sufrir en este mundo."

—También he descubierto en la obra del señor Terremondre —prosiguió el señor Lerond— detalles interesantes acerca del bondadoso duque de Brecé. Dícese que pasó en este lugar, sin que le molestasen, la época más dolorosa de su vida. Su caridad le aseguró, durante la Revolución, el amor y el respeto de sus antiguos vasallos. En compensación de los títulos que un decreto de la Asamblea nacional le había quitado, recibió el de comandante de la Guardia nacional de Brecé. El señor de Terremondre nos asegura que el 20 de septiembre de 1792 la municipalidad de Brecé se constituyó en el patio del castillo, donde plantó el árbol de la Libertad con la siguiente inscripción: "Homenaje a la virtud."

—El señor de Terremondre —replicó el duque de Brecé— ha entresacado esos datos del archivo de mi familia, que puse a su disposición. Desgraciadamente, nunca he tenido tiempo de examinarlos yo mismo. El duque Luis de Brecé, de quien usted habla, llamado "el clemente duque", murió de pesadumbre, en 1794. Estaba dotado de un carácter tan bondadoso, que hasta los mismos revolucionarios le respetaban y rendían homenaje. Todos los que lo trataron confirman su fidelidad al rey: dejo fama de señor generoso, de buen padre y de buen marido. necesario no fijarse en las supuestas revelaciones de un señor Mazure, archivero municipal, según las cuales el duque tenía relaciones íntimas con las más hermosas aldeanas, y ejercía sobre ellas con entusiasmo el derecho de pernada. Además, éste es un derecho muy hipotético, del cual no he encontrado nunca vestigios en los archivos de Brecé, que en parte han sido ya esquilmados.

—Ese derecho —dijo el señor Lerond—, si ha existido en alguna provincia, se reducía a un censo de carne y vino que los siervos pagaban a su señor antes de contraer matrimonio. Creo recordar que en ciertas localidades dicho censo se pagaba en metálico y ascendía próximamente a unos quince céntimos.

—Acerca de este asunto —repuso el señor de Brecé— supongo al duque absolutamente inocente de las acusaciones lanzadas por el señor Mazure, que debe ser muy mala persona. Por desgracia...

El señor de Brecé lanzó un ligero suspiro y prosiguió en voz baja, algo velada:

—Por desgracia, el buen duque leía muchos libros perversos. Han aparecido en la biblioteca del palacio ediciones completas de Voltaire y de Rousseau, encuadernadas en piel y con sus armas. Sufrió, hasta cierto punto, la detestable influencia que las ideas filosóficas ejercían, al final del siglo dieciocho, sobre todas las clases sociales y, es preciso confesarlo, hasta sobre la aristocracia. Escribir era su manía. Redactó sus Memorias, cuyo manuscrito está en mi poder. La señora de Brecé y el señor de Terremondre lo han hojeado, y les ha sorprendido encontrar en sus páginas algunos rasgos de intención volteriana. El señor de Brecé se muestra a veces favorable a los enciclopedistas. Estaba en correspondencia con Diderot, por lo cual no he creído prudente autorizar la publicación de dichas Memorias, y me he negado a las insistentes peticiones de varios eruditos de la región, incluso el señor de Terremondre.

"El buen duque versificaba con bastante acierto. Hay en el archivo algunos cuadernos de madrigales, epigramas y cuentos, lo cual es muy perdonable. Pero ya no es tan perdonable que en sus poesías fugitivas llegara hasta burlarse de las ceremonias del culto y de los milagros realizados por intervención de Nuestra Señora del Sotillo. Les ruego, señores, que nada digan y que todo quede entre nosotros. Me desolaría que estas anécdotas sirvieran de pasto a la malicia pública y a la curiosidad malsana de un Mazure. Aquel duque de Brecé es mi tatarabuelo, y sostengo hasta la exageración el honor de mi familia. Me figuro que no me criticarán ustedes por esto."

—Existe, señor duque —dijo el padre Guitrel—, una enseñanza preciosa y un profundo consuelo en los hechos que acaba usted de referir. De ellos se deduce que la Francia, caída en el siglo dieciocho en lo más hondo de la impiedad y de la irreligión, hasta el punto de que hombres tan respetables como su tatarabuelo se dedicaran a la falsa filosofía; que la Francia, castigada por sus crímenes con una espantosa revolución, cuyas consecuencias se dejan sentir aún, vuelve al buen camino, y renace la piedad en todas las clases sociales, sobre todo en las más elevadas. Un ejemplo como el suyo no ha de pasar inadvertido, señor duque; si el siglo dieciocho, considerado en su conjunto, puede parecer el siglo del crimen, el diecinueve, mirado desde lo alto, podría llamarse, si no me equivoco, el siglo de la retractación pública.

—¡Ojalá sea así! —suspiró el señor Lerond—. Pero no me atrevo a esperarlo. Mi profesión de abogado me pone en contacto con la masa del pueblo, y muy a menudo la encuentro indiferente y hasta hostil en materia religiosa. Mi experiencia social, permítame que se lo diga, señor cura, me predispone a sentir la tristeza profunda del padre Lantaigne, en lugar de hacerme participar del optimismo de usted. Y, sin ir más lejos, ¿no ve la tierra cristiana de Brecé convertida en señorío del doctor Cotard, ateo y francmasón?

—¿Y quién sabe —preguntó el general— si el señor de Brecé vencerá en las próximas elecciones al doctor Cotard? Me han asegurado que la lucha no es imposible, y que grupos muy considerables de electores hállanse dispuestos a ofrecer su voto al duque.

—Mi resolución es firme —contestó el señor de Brecé—, y nadie me hará cambiar. No seré candidato. No tengo todo lo que se precisa para representar a los electores de Brecé, y los electores de Brecé no tienen todo lo que se precisa para que yo los represente.

Esta frase se la inspiró su secretario, el señor Lacrisse, cuando su derrota electoral, y desde entonces se complacía repitiéndola en cuanto se presentaba la ocasión.

El duque y sus huéspedes advirtieron que se acercaban tres señoras, las cuales, después de bajar la escalinata del palacio, avanzaban por la avenida principal del parque.

Eran las tres señoras de Brecé: la madre, la esposa y la hija del duque actual. Las tres eran altas y robustas, con la tez curtida y el cutis pecoso; llevaban el pelo muy alisado, trajes de lana negra y calzado fuerte. Iban al santuario de Nuestra Señora del Sotillo, situado en el parque, a la mitad del camino entre el pueblo y el castillo, junto a un manantial.

El general propuso acompañarlas.

—No podemos hacer cosa más agradable —dijo el señor Lerond.

—Seguramente —añadió el padre Guitrel—; y tanto más cuanto que el santuario, restaurado por el señor duque y revestido con una rica ornamentación, ofrece a nuestras miradas un aspecto delicioso.

Inspirábale al padre Guitrel vivo interés el santuario de Nuestra Señora del Sotillo. Había escrito minuciosamente su historia en un folleto arqueológico y religioso, con objeto de atraer peregrinos. El origen de este santuario remontaba, según él, al reinado de Clotario II. "En aquella época —decía el historiador—, San Austregisilo, cargado de años y de buenas acciones, extenuado por sus trabajos apostólicos, edificó con sus propias manos una cabaña en aquel lugar desierto, para aguardar en el silencio y la meditación la hora de su muerte bienaventurada, y un oratorio para depositar en él una imagen milagrosa de la Virgen Santísima." Esta afirmación había sido calurosamente combatida en El Faro por el señor Mazure. El archivero del departamento sostenía que el culto de la Virgen era muy posterior al siglo vi, y que en la época en que presumían que vivió Austregisilo no existían imágenes de la Virgen. A lo que el padre Guitrel respondió en La Semana Católica que los druidas, antes del nacimiento de Cristo, veneraban ya las imágenes de la Virgen Madre, y que de este modo, en nuestra antigua tierra, destinada a ver florecer con un resplandor sinneraban ya las imágenes de la Virgen María, tuvo altares e imágenes proféticos, por decirlo así, como el testimonio de las sibilas que anunciaron su venida al mundo; por tanto no hay nada de sorprendente en que San Austregisilo poseyera, en tiempo de Clotario II, una imagen de la Santísima Virgen. El señor Mazure había calificado de ensueños los argumentos del padre Guitrel, pero nadie leyó esta polémica, excepto el señor Bergeret, cuya erudita curiosidad le inducía constantemente a leer cuanto se publicaba.

"El santuario erigido por el apóstol —proseguía en su folleto el padre Guitrel— fue reconstruido con gran magnificencia en el siglo xiii. Cuando las guerras de religión desolaron la comarca en el siglo xvi, los protestantes incendiaron la capilla, sin lograr destruir la estatua, que se libró milagrosamente del fuego.

"El santuario fue reedificado por expresa voluntad del rey Luis XIV y de su piadosa madre, pero fue destruido por completo en la época del Terror por los comisarios de la Convención, que condujeron la imagen milagrosa al patio del castillo de Brecé, donde la quemaron, en una hoguera alimentada con todo el mobiliario de la capilla. Un pie de la Virgen se sustrajo a las llamas gracias a una buena mujer, que lo conservó piadosamente envuelto en trapos viejos, en el fondo de un caldero, donde fue encontrado en 1815. Encerraron aquel santo pie en la nueva estatua hecha en París en 1852, debida a la generosidad del difundo duque de Brecé." El padre Guitrel enumeraba después los milagros realizados por Nuestra Señora del Sotillo, desde el siglo vi hasta nuestros días. Especialmente, invocaban a Nuestra Señora del Sotillo para la curación de las afecciones de las vías respiratorias y de los pulmones. Pero el padre Guitrel afirmaba que en 1871 había alejado a los soldados alemanes del pueblo y del castillo de Brecé, y que había curado milagrosamente las heridas de dos milicianos de Ardéche que se dirigían al castillo de Brecé, convertido entonces en hospital.

* * *

Llegaron al fondo de un valle estrecho, cruzado por un arroyuelo que se deslizaba entre piedras musgosas. Allí, sobre unas rocas, en cuyas grietas crecen raquíticas encinas, álzase el santuario de Nuestra Señora del Sotillo, recientemente construido conforme a los planos del señor Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis, en ese estilo moderno y beato que la generalidad de las personas creen gótico.

—Este santuario —dijo el padre Guitrel—, incendiado en mil quinientos cincuenta y nueve por los calvinistas y despojado por los revolucionarios en mil setecientos noventa y tres, habíase convertido en un montón de escombros. Como un nuevo Nehemías, el señor duque de Brecé acaba de reconstruirlo; y recientemente se ha dignado el Papa favorecerlo con numerosas indulgencias, que deben contribuir mucho a restablecer en esta comarca el culto de la Santísima Virgen. También monseñor Charlot, cuando celebra en el nuevo altar los sagrados oficios, avalora esta obra, y afluyen ya peregrinos de toda la diócesis y hasta de otros pueblos lejanos. Nadie duda que tanta devoción atrae los favores del cielo. Yo mismo he tenido el honor de conducir a los pies de Nuestra Señora del Sotillo a familias honradas del barrio de las Tintilleries, y, con permiso del duque de Brecé, varias veces he dicho misa en ese altar privilegiado.

—Es cierto —dijo la señora de Brecé—. Como es indudable que el señor Guitrel se interesa por nuestra capilla más que el señor cura de Brecé.

—¡Ese infeliz padre Trabiés! —dijo el duque—. Es un sacerdote excelente, pero es también un cazador apasionado. Sólo piensa en las perdices. El otro día, volviendo de dar la extremaunción a un moribundo, ha derribado tres piezas.

—Vean, vean ya cómo asoma entre las ramas desnudas —dijo el padre Guitrel— el santuario, que en primavera desaparece bajo la espesura del follaje.

—Uno de los motivos —añadió el señor Brecé— que me decidieron a reedificar la capilla de Nuestra Señora del Sotillo fue la convicción, adquirida en diferentes investigaciones efectuadas en mis archivos, de que el grito de guetra de mi familia era: ¡Brecé, Nuestra Señora!

—Es curioso —dijo el general Cartier de Chalmot.

—¿Verdad? —preguntó la señora de Brecé.

Mientras la señora de Brecé y el señor Leiond atravesaban el arroyo pasando el puente rústico para subir al santuario, una mozuela de trece a catorce años, andrajosa, con el pelo blanquecino y sucio como el rostro, se escabullía entre la espesura, encaramándose por la parte opuesta.

—¡Es Honorina! —exclamó la señora de Brecé.

—Hace tiempo que yo deseaba encontrarla —dijo el señor Lerond— y agradezco la ocasión que me ofrece usted de satisfacer mi curiosidad. ¡Han hablado tanto de ella!

—Efectivamente —añadió el general Cartier de Chalmot—, esa muchacha ha sido objeto de verdaderas investigaciones.

—El padre Goulet —dijo el padre Guitrel— visita con frecuencia el santuario de Nuestra Señora del Sotillo, y se complace en pasar horas enteras al pie de la imagen sagrada, llamándola piadosamente "su madrecita".

—Estimamos de veras al padre Goulet —dijo la señora de Brecé—. ¡Qué lástima que disfrute de tan poca salud!

—Sí —dijo el padre Guitrel—. Sus fuerzas decaen de día en día.

—¿Por qué no se cuida? —insistió la señora de Brecé—. Necesita mucho reposo.

—¿Cómo procurárselo, señora —le preguntó el padre Guitrel—, si la administración de la diócesis no le deja punto de sosiego?

Al entrar en la capilla, las tres señoras de Brecé, el general, el padre Guitrel, el señor Lerond y el duque de Brecé, vieron a Honorina en éxtasis al pie del altar.

La niña, de rodillas, con las manos cruzadas y el cuello extendido, estaba inmóvil. Respetaron el misterio en que la sorprendían, y después de tomar agua bendita, dirigieron lentamente sus miradas desde el tabernáculo a las vidrieras, que representaban a San Enrique con las facciones del conde de Chambord, a San Juan Bautista y a San Guido, cuyas fisonomías copian retratos del conde Juan, muerto en 1867, y del difunto conde Guido, miembro en 1871 de la Asamblea de Burdeos.

Un velo cubría la imagen milagrosa de Nuestra Señora del Sotillo, colocada en el altar; pero sobre el muro, pintado con vivos colores, junto al Evangelio, encima de la pila del agua bendita, veíase en pie, clara y resplandeciente, ceñida con su banda azul. Nuestra Señora de Lourdes.

El general dirigió hacia ella sus ojos cristalizados por cincuenta años de respeto mecánico, y contempló la banda azul como contemplaría la bandera de una nación amiga. Siempre fue espiritualista, pues había considerado la creencia en una vida futura como la base de todo, hasta de los reglamentos militares. Con los años y los achaques aumentaba su religiosidad, y se aficionaba a las prácticas del culto. Sin darle a entender, en silencio, sufría y se amargaba con los recientes escándalos. Su candor estremecíale ante un tumulto semejante de palabras y pasiones. Vagos temores le agitaron, y rogó mentalmente a Nuestra Señora de Lourdes que protegiera al Ejército francés.

A un tiempo, las señoras, el duque, el abogado, el sacerdote, tenían las miradas fijas en los agujereados zapatos de Honorina, inmóvil. Graves, pensativos y melancólicos, se pasmaban de admiración ante aquellos rígidos miembros de gato montés. Y el señor Lerond, preciándose de observador, hacía sus comentarios.

Al fin, Honorina salió de su éxtasis. Levantóse y saludó al altar; luego se volvió, se detuvo, como sorprendida, entre tanta gente, y apartó con ambas manos las greñas que le caían sobre los ojos.

—Dime, criatura —preguntó la señora de Brecé—, ¿has visto a la Virgen Santísima?

Honorina respondió, con la cantinela del catecismo, con esa voz chillona de las contestaciones aprendidas:

—Sí, señora. La virgen ha estado conmigo un instante; luego se arrolló, como si fuera un lienzo, y no vi más.

—¿Te habló?

—Sí, señora.

—¿Qué te ha dicho?

—"Hay mucha miseria en la casa."

—¿Sólo te ha dicho eso?

—Pues me ha dicho: "Habrá mucha miseria en el campo, por lo que se refiere a las cosechas y a los animales."

—¿No te ha dicho que seas buena?

—"Hay que rezar mucho", me ha dicho. Y luego me ha dicho: "Yo te saludo. Hay mucha miseria en la casa."

Las palabras de la niña resonaban en un silencio augusto.

—¿Estaba muy hermosa la Virgen? —preguntó la señora de Brecé.

—Sí, señora; sólo que le faltaba un ojo y una mejilla, porque yo no había rezado bastante.

—¿Llevaba corona en la cabeza? —interrogó el señor Lerond, que, por haber pertenecido a la magistratura, era meticuloso y preguntón.

Honorina vaciló, y después, con su tono solapado, repuso:

—Llevaba la corona inclinada sobre la cabeza.

—¿A la derecha o a la izquierda? —insistió el señor Lerond.

—A la izquierda y a la derecha —contestó Honorina.

La señora de Brecé intervino:

—Tú quieres decir, ¿verdad, hija mía?, que unas veces a la derecha y otras a la izquierda, ¿no es eso?

Pero Honorina nada contestó. Encerrábase con frecuencia en un silencio montaraz y hosco, bajaba los ojos, frotábase la barbilla sobre el hombro y mecía las caderas. Desapareció, escurriéndose; y entonces, el señor de Brecé dio sus explicaciones.

Honorina Porrichet, hija de unos labriegos establecidos desde muchos años antes en Brecé y que habían llegado a la miseria más absoluta, pasó una niñez enfermiza.

Como su inteligencia era pobre y tarda, la creyeron idiota. El señor cura, receloso de su carácter arisco y de su costumbre de ocultarse en el bosque, la reprendía con bastante severidad; pero eclesiásticos eminentes, que la vieron y la interrogaron, nada reprochable descubrieron en aquella criatura. Frecuentaba las iglesias y permanecía en un estado de somnolencia impropio de sus infantiles años. Sus devociones exaltáronse más aún al aproximarse la época de su primera comunión. Al mismo tiempo, la atacó una tisis laríngea, y los médicos la desahuciaron. Entre otros, el doctor Cotard dijo que no tenía salvación. Cuando monseñor Charlot inauguró el santuario de nuestra Señora del Sotillo, Honorina ya lo frecuentaba asiduamente. Tuvo éxtasis y visiones. Vio a la Virgen, y la oyó decir: "Yo Soy Nuestra Señora del Sotillo." Otro día, la Virgen se acercó a ella, y tocándola con el dedo en la garganta, la dijo que estaba curada.

—Honorina —prosiguió el señor de Brecé— ha referido este hecho extraordinario. Lo ha repetido varias veces con mucha sencillez. Algunos pretenden que varió sus declaraciones; pero es lo cierto que las variantes sólo se refieren a circunstancias accesorias; y es indudable que la muchacha dejó de sufrir repentinamente del mal que la consumía. Los médicos que la examinaron y la auscultaron después de la aparición milagrosa, nada advirtieron de anormal en los bronquios ni en los pulmones. El mismo doctor Cotard confesó que no sabía cómo explicarse aquella curación.

—¿Qué piensa usted de todos estos acontecimientos? —preguntó el señor Lerond al padre Guitrel.

—Que son dignos de respeto —contestó el sacerdote—, y que deben inspirar a un observador de buena fe serenas reflexiones. Merecen ser atentamente considerados. Por ahora, nada preciso puede afirmarse. Yo nunca rechazaría con desprecio temerario, como lo hace el padre Lantaigne, hechos tan interesantes y consoladores; pero tampoco me atreveré a calificarlos de mila- grosos, como lo hace el padre Goulet. Me abstengo prudentemente.

—Hay que considerar en el caso de Honorina Porrichet —dijo el señor de Brecé—, por una parte, la curación, verdaderamente extraordinaria, y que, hasta cierto punto, contradice la ciencia médica; por otra parte, las visiones con que se supone favorecida. No ignora usted, señor cura, que habiendo sido fotografiados los ojos de la muchacha durante una visión, el clisé obtenido por el fotógrafo, de cuya buena fe no tenemos derecho a dudar, reproducía la imagen de la Santísima Virgen impresa en las pupilas de Honorina. Personas serias aseguran haber visto las fotografías y haber distinguido en ellas, con una lente de aumento, la imagen de Nuestra Señora del Sotillo.

—Son hechos dignos de atención —contestó el padre Guitrel—, pero es necesario saber examinarlos juiciosamente sin deducir conclusiones prematuras. No imitemos a los incrédulos, que se precipitan al hacer deducciones favorables para sus apasionamientos. En materia de milagros, la Iglesia tiene gran desconfianza; exige muchas pruebas; pruebas irrefutables.

El señor Lerond preguntó si sería posible adquirir las fotografías que representan la imagen de la Virgen reflejada en las pupilas de Honorina Porrichet, y el señor de Brecé le prometió pedírselas por escrito al fotógrafo, que tenía su taller en la plaza de San Exuperio.

—Sea lo que quiera —dijo la señora de Brecé—, Honorina es una muchacha muy honrada y muy buena. Y esto, seguramente, obedece a una protección especial del Cielo, por tratarse de una criatura desatendida por sus padres, a quienes acosan la miseria y las enfermedades. Me han informado de su buena conducta.

—No podríamos decir otro tanto de todas las muchachas del pueblo —añadió la duquesa de Brecé.

—Ciertamente —dijo el señor de Brecé—. La inmoralidad aumenta y se desborda entre las familias rurales. Conozco algunos ejemplos calamitosos que han de asombrarle a usted, general, cuando se los manifieste. Pero Honorina es la inocencia personificada.

* * *

Mientras así discurrían en la puerta del santuario, Honorina fue a reunirse con Isidoro en la espesura de la Guerche. Isidoro la esperaba tendido sobre un montón de hojas secas. La esperaba con impaciencia, pensando que le llevaría algo de comer o algunos céntimos, y también porque la mozuela se prestaba complaciente a sus caricias. Fue Isidoro quien, al ver un grupo de caballeros y señoras que se encaminaba hacia el santuario, avisó a Honorina para que se apresurase y se pusiera en éxtasis.

Al verla de regreso, la preguntó:

—¿Qué te han dado?

Y como nada llevaba, la golpeó, pero sin hacerla mucho daño. Ella le arañó y le mordió. Luego, le dijo:

—¿A qué conduce todo esto?

—¡Júrame que nada te han dado! —exigió él.

Honorina juró. Después de haberle chupado la sangre que salió de sus pobres brazos, se reconciliaron, y, a falta de otra cosa, se divirtieron acariciándose. Isidoro, sin padre conocido, era hijo de una mala mujer entregada a la bebida. Vagaba constantemente por el bosque y nadie se preocupaba de él. Tenía dos años menos que Honorina y practicaba como un maestro los deleites del amor. Esto era quizá lo único que no le faltaba nunca bajo los árboles de la Guerche, de Lenouville y de Brecé. Lo que hacía con Honorina era para entretener sus ocios, a falta de otra ocupación. Honorina se iba interesando más y más, pero tampoco daba mucha importancia a unos actos tan comunes y tan fáciles; bastaba la presencia de un conejo, de un pájaro, de una mariposa, para distraerlos.

* * *

El señor de Brecé regresó al castillo entre sus invitados. Las frías paredes del vestíbulo estaban cubiertas con trofeos de caza, cornamentas de ciervo, cabezas de cervatillos, venados, cuyo aspecto, a pesar de las preparaciones del naturalista y las roeduras de los gusanos, aún recordaba la tristeza de sus alaridos, y cuyos ojos de esmalte parecían aún destilar el sudor agónico, semejante a una lágrima. Cuernos de gamo, huesos blancos, cabezas cortadas: tristes despojos de las víctimas que conmemora la destreza de sus asesinos ilustres, caballeros de Francia, Borbones de Nápoles y de España. Bajo la monumental escalera había un coche anfibio, cuya caja, en forma de barca, se desmontaba y servía en las cacerías para atravesar los ríos, Lo conservaban con veneración, porque había conducido reyes desterrados.

El padre Guitrel puso cuidadosamente su paraguas de algodón sobre la cabeza de un formidable jabalí, y pasó delante —entre dos cariátides atormentadas de Durcerceau— por una puerta de la izquierda que daba acceso al salón donde las tres señoras de Brecé, que habían sido las primeras en llegar al castillo, hablaban ya con la señora de Courtrai, su vecina y amiga.

Vestidas de negro por una serie interminable de lutos de fa- milia y de lutos regios, muy sencillas, agrestes y monásticas, aquellas señoras entreteníanse comentando bodas, muertes, enfermedades y medicamentos, bajo las pinturas de los techos, donde aparecían, sobre la oscuridad confusa de los fondos abovedados, la barba gris de un Enrique IV, sujeto entre los brazos de una Minerva tetuda, la pálida faz de Luís XII, oprimida por los muslos flamencos de la Victoria y de la Clemencia, con sus túnicas flotantes; la desnudez, rojiza como ladrillo, de un anciano, el Tiempo, que recogía flores de lis; y por todas partes los corzos de los angelotes que sostenían el escudo de los Brecé y sus tres antorchas de oro.

La duquesa viuda de Brecé hacía toquillas de lana negra para las huérfanas. Sin cesar ocupaba sus manos, y contenía las ansias de su corazón desde la época, ya lejana, en que bordó una colcha para el lecho donde su rey debía dormir, en Chambord.

Sobre consolas y mesas desparramábase una multitud de fotografías en marcos Je caballete, de colores diferentes y de materias distintas: peluche, cristal, níquel, porcelana, madera esculpida y cuero estampado. Había también algunos marcos dorados, en forma de herradura; otros representaban una paleta con sus colores y pinceles, una hoja de castaño, una mariposa; y en todos ellos asomaban mujeres, hombres, niños, parientes o amigos, príncipes de la Casa de Borbón, prelados, el conde de Chambord y Pío IX. A la derecha de la chimenea, sobre una magnífica consola antigua sostenida por dos turcos dorados, monseñor Charlot sonreía con toda su caraza, como un padre espiritual, a los militares apiñados en torno suyo —oficiales, sargentos, soldados—, que llevaban sobre el pecho, en la cabeza o en el cuello, todo lo que el Ejército democrático ha conservado como arreos marciales de su caballerosidad. La carroza de monseñor Charlot sonreía a los adolescentes, en traje de ciclistas o de polo, y a las muchachas. Había mujeres hasta sobre las mesas volantes, señoras de todas las edades, algunas de facciones tan acentuadas que parecían hombres; dos o tres, encantadoras.

—¡Señora de Courtrai! —exclamó el señor de Brecé, que seguía al general Cartier de Chalmot—. ¿Cómo se encuentra mi estimable señora?

Y prosiguieron en un ángulo del salón anchuroso la conversación comenzada en el paseo. El señor Lerond dedujo:

—En fin, el Ejército es lo único que nos queda. De cuanto en otro tiempo constituía la fuerza y la grandeza de Francia, hoy sólo subsiste el Ejército. La República parlamentaria ha destrozado el Gobierno, ha comprometido la magistratura, ha corrompido las costumbres. Sólo el Ejército se mantiene firme sobre tantas ruinas. Por lo cual digo que es un sacrilegio atacarle.

Se detuvo. Como no tenía facilidad para ver a fondo los asuntos, limitábase ordinariamente a generalidades. Nadie ponía en duda la nobleza de sus sentimientos.

La señora de Courtrai, hasta entonces absorta en sus reflexiones respecto a las tisanas, irguió la cabeza y levantó sobre el señor de Brecé su fisonomía de viejo guardabosque.

—Supongo que habrá dejado usted la suscripción de ese periódico que hace causa común con los enemigos del Ejército y de la Patria. Mi marido ha devuelto a la Administración el número que contenía el artículo..., ya sabe usted..., el artículo infame...

—Mi sobrino —replicó el señor de Brecé— me escribe que en el Círculo han formulado una protesta los que renuncian a la suscripción del diario, y el pliego se cubre de firmas. Casi todos los socios del Círculo se adhieren, pero se reservan el derecho a comprar números sueltos.

—El Ejército —dijo el señor Lerond— está muy por encima de todos los ataques.

El general Cartier de Chalmot rompió el silencio en que se había encerrado hasta entonces:

—Me gusta oírselo decir. Y si, como yo, frecuentara usted los cuarteles, le sorprendería agradablemente comprobar las cualidades de paciencia, disciplina, valor y jovialidad, que hacen del soldado francés un instrumento táctico de primer orden. No me canso de repetirlo. Con unidades así pueden acometerse las más arduas empresas; y mi experiencia de jefe me permite asegurar que, si se estudia el espíritu que le anima, el Ejército francés merece todo género de elogios. Del mismo modo me complazco en rendir tributo a los esfuerzos perseverantes de que ha sido objeto la organización de este Ejército por parte de varios generales de gran capacidad, y declaro que sus esfuerzos alcanzarán un triunfo asombroso.

Y añadió en voz más baja, más grave:

—Después de lo dicho, sólo debo añadir esta máxima: tratándose de hombres, debemos tener presente la calidad con preferencia al número; que se procure formar Cuerpos escogidos; y en estos propósitos no temo verme desmentido por ningún famoso táctico. Mi testamento militar se compendia en la siguiente fórmula: "El número no es nada. La calidad lo es todo." Añadiré que la unidad de dirección es condición indispensable para un ejército, y que este conjunto debe obedecer a una voluntad única, soberana, inmutable.

Calló. La mirada de sus pálidos ojos estaba impregnada en lágrimas. Sentimientos confusos, inexplicables, invadían el alma de aquel honrado y sencillo anciano, el más hermoso capitán, en otro tiempo, de la Guardia Imperial, enfermo al presente, agotado, perdido como en un bosque entre aquel nuevo mundo militar, que no comprendía.

La señora de Courtrai, que no gustaba de teorías, dirigió al general su mirada de viejo huraño:

—General, puesto que, a Dios gracias, el Ejército está respetado por todos; puesto que es la sola fuerza en torno de la cual permanecemos todos agrupados, ¿por qué no constituye gobierno? ¿Por qué no envía un coronel con su regimiento al palacio Borbón y al Elíseo?...

Se contuvo al advertir que se nublaba la frente del general.

El señor de Brecé hizo una seña con un dedo al señor Lerond.

—¿No ha visto usted la biblioteca, señor Lerond? Voy a enseñársela. Como le gustan a usted los libros antiguos, estoy seguro de que le interesará.

A través de una galería extensa y desmantelada, cuyo techo estaba cubierto por una tosca pintura que representaba a Apolo y a Luis XIII aplastando a los enemigos del reino, figurados por furias e hidras, el señor de Brecé condujo al abogado de las Congregaciones a la sala donde el duque Guido, mariscal de Francia, gobernador de la provincia, había establecido la biblioteca en 1605, en las postrimerías de su fortuna y de su edad.

Era una sala cuadrada, que ocupaba toda la planta baja del pabellón Oeste, y recibía luz del Norte, del Poniente y del Mediodía, por tres ventanas sin cortinas, que presentaban a la vista tres cuadros de luz deslumbrantes, encantadores y magníficos. Al Mediodía, sobre el césped, un jarrón de mármol, en el cual dos palomas se habían posado; los árboles del parque, secos por el invierno; y en el fondo de una avenida purpúrea, las blancas estatuas de la fuente de Galatea. Al Poniente, la llanura inmensa, y en el cielo, el sol, como un huevo mitológico de luz y de oro despachurrado entre las nubes. Al Norte, claridad espléndida y fría, las huertas bien cultivadas, los campos violáceos, las pizarras y el humo lejano de los tejados de Brecé; y el campanario de la humilde iglesia, estrecho y erguido.

Una mesa Luis XIV, dos sillas, una esfera terrestre del siglo xvii, con una rosa de los vientos sobre la extensión inexplorada del Pacífico, amueblaban aquella severa habitación. Dos armarios con celosía guarnecían las paredes hasta el techo. Sus estantes de madera pintada de gris extendíanse hasta la chimenea, de un rojo antiguo; y a través de las mallas de alambre ds cobre dorado veíanse las lomeras de los libros viejos.

—La biblioteca —dijo el señor de Brecé— fue creada por el mariscal. El duque Juan, su nieto, la enriqueció mucho durante el reinado de Luis Catorce, acondicionándola como usted la ve. Desde entonces ha sufrido pocas reformas.

—¿Y la tiene usted catalogada? —preguntó el señor Lerond.

El señor de Brecé respondió que no. El señor de Terremondre, muy entusiasta de los libros viejos, habíale animado repetidas veces a que hiciera un catálogo; pero nunca tuvo tiempo de sobra para ocuparse de aquello.

Abrió uno de los armarios, y el señor Lerond sacó sucesivamente varios volúmenes en octavo, en cuarto, en folio, encuadernados en piel jaspeada, estriada o marmórea, en pergamino, en tafilete encarnado o azul; todos llevaban grabado el escudo con tres antorchas, rematado por la corona ducal.

El señor Lerond no era un gran bibliófilo; pero, sin embargo, se maravilló al coger un manuscrito, admirable copia del Diezmo regio, regalada por Vauban al mariscal.

Este manuscrito estaba ornado con un frontispicio y varias viñetas y marmosetes.

—¿Son dibujos originales? —preguntó el señor Lerond.

—Sin duda —respondió el señor de Brecé.

—Están firmados —dijo el señor Lerond—; creo leer el nombre de Sebastián Leclerc.

—Es muy posible —contestó el señor de Brecé.

El señor Lerond se fijó especialmente en los ricos escudos de los libros de Tillemont acerca de historia romana y de historia eclesiástica, en el Código de la provincia y en los Tratados innumerables de los antiguos legisladores; observó las obras de teología, de controversia, de hagiografía; las enormes genealogías, las viejas ediciones de los clásicos griegos y latinos, y los libros, mayores que atlas, compuestos para el casamiento del rey, para la entrada en París del rey, para las fiestas de convalecencia del rey y para las victorias del rey.

—Esto es lo más antiguo de la biblioteca —dijo el señor de Brecé—, la parte adquirida por el mariscal. He aquí —añadió, mientras abría dos o tres armarios— las adquisiciones del duque Juan.

—¿El ministro de Luis Dieciséis, el que fue llamado asimismo "clemente duque"? —preguntó el señor Lerond.

—Precisamente —respondió el señor de Brecé.

La parte adquirida por el duque Juan ocupaba todo el lienzo de pared de la chimenea y el de la ventana por donde se veía el campo. El señor Lerond leyó en voz alta los títulos, escritos en oro, entre dos nervios, sobre las lomeras de los volúmenes: Enciclopedia metódica, Obras de Montesquieu, Obras de Voltaire, Obras de Rousseau, del padre Mably, de Condil- lac, Historia de los i stableciniientos europeos en las Indias por Raynal. Luego hojeó los poetas y los cuentistas en ediciones ilustradas: Grecourt, Dorat, Saint-Lambert, el Boccaccio, con dibujos de Marillier, y una edición lujosa de La Fontaine.

—Los grabados son un poco libres —dijo el señor de Brecé—. Tuve que hacer desaparecer otras obras de la misma época, cuyas estampas eran realmente licenciosas.

El señor Lerond descubría, junto a aquellos libros ligeros, una serie de obras políticas y filosóficas: tratados acerca de la esclavitud y relaciones de la guerra de los insurrectos americanos.

Al abrir las Reflexiones de un solitario, vio en las márgenes muchas anotaciones, puestas por la mano del duque Juan, y leyó en voz alta una de ellas:

"El autor dice bien; los hombres son buenos por naturaleza. Las leyes de la sociedad los pervierten."

—¡He aquí lo que su tatarabuelo escribía en mil setecientos noventa!

—¡Es curioso! —dijo el señor de Brecé, mientras colocaba el libro en su estante.

Luego, al abrir el armario del Norte, añadió:

—En este lado están las adquisiciones de mi abuelo, que fue paje de Carlos Décimo.

El señor Lerond reconoció allí, cubiertos de badana oscura, de becerro, de chagrín negro, las Obras de Chateaubriand, varias Memorias acerca de la Revolución, las Historias de Anquetil, de Guizot, de Agustín Thierry, el Curso de literatura de La Harpe, La Galia poética de Marchangy, los Discursos del señor Lainé.

Además de aquella literatura de la Restauración y del Gobierno de Julio, aparecían sobre un estante dos o tres folletos, deshojados, referentes a Pío IX y al poder temporal; dos o tres novelas resobadas; un panegírico de Juana de Arco, pronunciado en la iglesia de San Exuperio el 8 de junio de 1890 por monseñor Charlot, y algunos libros de devoción para señoras de buena sociedad.

A esto se reducía la contribución del difunto duque, miembro de la Asamblea Nacional en 1871, y del último duque de Brecé, a la biblioteca creada por el mariscal en 1605.

—No extrañe que cierre los armarios con llave —dijo el señor de Brecé—. Es preciso tener precauciones; mis hijos son ya mozos, puede ocurrírseles la idea de registrar la biblioteca, y encontrarían libros que no deben ponerse en manos de un joven ni ante los ojos de una mujer digna..., sea cual fuere su edad.

El señor de Brecé cerró los armarios con el celo de quien obra bien y con la certeza consoladoia de encarcelar la lujuria, la duda, la impiedad y los malos pensamientos. Disfrutaba el fiero goce de cerrar con llave el mal universal; y aun cuando se mezclara con este sentimiento alguna vanidad de hombre sencillo y alguna secreta envidia de ignorante, era, sin embargo, bastante puro y hermoso. Después de guardar el manojo de llaves en su bolsillo, el señor de Brecé mostró al señor Lcrond su fisonomía satisfecha.

—Arriba —dijo— está el aposento del rey. Los antiguos inventarios comprenden bajo esta denominación todo el piso. En su estancia propiamente dicha se conserva la cama donde durmió Luis Trece. Aún está cubierta con su antigua colcha de seda bordada. Es un aposento que merece ser visitado.

El señor Lerond no podía tenerse en pie. Sus piernas, dobladas durante todo el año bajo una mesa de escribir, habían soportado con dificultad el paseo sobre los duros caminos del parque, el recorrido de las cuadras y la peregrinación a Nuestra Señora del Sotillo; estaban flojas, débiles y rematadas por unos pies calientes y doloridos, pues el abogado de las Congregaciones, para presentarse dignamente, se había puesto botas de charol.

Clavó en el techo una mirada muy afligida, y balbuceó:

—Es tarde. ¿No sería preferible que nos reuniéramos con las señoras en el salón?

El señor de Brecé sólo era terrible cuando visitaba sus cuadras; nunca ponía gran empeño en lucir todo el resto de la casa.

—Va faltando luz, efectivamente —dijo—. Otra vez será. A la derecha, señor Lerond, a la derecha; haga usted el favor...

En el quicio de la puerta, el antiguo abogado fiscal exclamó:

—¡Vaya unos muros, señor duque, vaya unos muros!... ¡Tienen un grueso!...

Su enjuta fisonomía, que permaneció tranquila e indiferente ante los trofeos de caza del vestíbulo, ante las pinturas históricas del salón, ante las tapicerías suntuosas y el techo magnífico de la galería, ante aquellos hermosos libros encuadernados en cuero, se iluminaba, se animaba, resplandecía de admiración. El señor Lerond había descubierto al fin un motivo de sorpresa, de asombro, de meditación y de placer moral: un muro. Su alma de juez, destrozada en flor a! mismo tiempo lúe su fortuna cuando la ejecución de los decretos, y su corazón, privado en toda su lozanía del goce de castigar, se llenaban de júbilo ante un muro, el objeto sordo, callado, triste, que reavivaba en su adormecido pensamiento las ideas de cárcel, de calabozo, de tormentos, de vindicta social, de código, de ley, de justicia, de moral... ¡Un muro!...

—En efecto —dijo el señor de Brecé—, el muro, por esta parte, entre la galería y el pabellón, tiene un espesor extraordinario. Era la muralla exterior del primitivo castillo, construido en mil cuatrocientos cinco.

El señor Lerond contemplaba el muro, lo medía con los ojos, lo palpaba con sus pequeñas manos, amarillas y ganchudas; lo estudiaba, lo veneraba, lo amaba, lo poseía.

Al entrar en el salón:

—Señoras mías —dijo a las señoras de Biecé—, el duque ha querido hacerme los honores de su curiosa biblioteca. Al volver me ha llamado la atención el muro extraordinariamente grueso que separa el pabellón de la galería. No creo que exista ninguno tan magnífico, ni siquiera en Chambord.

Pero ni las señoras de Brecé ni la señora de Courtrai lo oyeron. Estaban preocupadas y agitadas con una idea única.

—Juan —gritó la señora de Brecé a su marido—. Juan, mira esto.

Y le enseñó un estuche que acababa de recibir; un estuche de piel roja, colocado sobre el velador, junto a la lámpara. Era un estuche de forma esférica, rematado por un apéndice parecido a un dedal de coser, y se prolongaba en su parte anterior en forma de trébol. Junto a él había una tarjeta. Al pie de la mesa se amontonaban, como si fueran perritos blancos con cintitas azules, papeles de seda arrugados

—¡Pero atiende, Juan!

El padre Guitrel, que estaba en pie apoyado sobre el velador, abrió con mano respetuosa el estuche y descubrió, un copón de oro.

—¿Quién envía esto? —preguntó el señor de Brecé.

—Mira la tarjeta. Me hallo extrañamente desconcertada; no sé qué hacer.

El señor de Brecé cogió la tarjeta, se puso los lentes, y leyó:

La Baronesa de Bonmont
Para nuestra Señora del Sotillo


El conde volvió a dejar la tarjeta sobre la mesa, guardóse los lentes, y murmuró:

—¡Es una contrariedad!

—Un copón, un hermoso copón —dijo el padre Guitrel.

—Cuando yo era monaguillo —objetó el general—, oí a los reverendos padres llamar a esta especie de copa una custodia.

—Un copón o una custodia; en efecto —adujo el padre Guitrel—, tales son los nombres con que se designan los vasos que encierran la Eucaristía.

El señor de Brecé continuaba pensativo, con la frente partida por un ceño prolongado y profundo.

Suspiró, y dijo:

—¿Por qué la señora de Bonmont, que es judía, regala un copón al santuario de Nuestra Señora del Sotillo? ¡Qué afán tienen los israelitas de intervenir en nuestras iglesias!

El padre Guitrel, con los dedos metidos en las mangas, se relamió los labios, y después dijo con dulzura:

—Permítame usted, señor duque, una observación: la baronesa de Bonmont es católica.

—¡Vaya! —exclamó el señor de Brecé—. Es una judía austríaca, una señorita de Wallstein. Su marido, el barón de Bonmont, en realidad, se llamaba Gutenberg.

—Permítame, señor duque —dijo el padre Guitrel—. Yo no niego que la baronesa de Bonmont sea de origen israelita. Sólo me permito observar que, convertida y bautizada, es cristiana; añadiré que es buena cristiana. Multiplica sus donativos a las obras católicas, y da ejemplo...

El señor de Brecé le interrumpió:

—Señor cura, conozco sus ideas, y las respeto, como respeto su hábito; pero, a mi entender, un judío, aunque se convierta, nunca deja de ser un judío. No puedo admitir diferencias.

—Yo tampoco —dijo la señora de Brecé.

—Tales afirmaciones, señora duquesa, son legítimas en cierto modo —replicó el padre Guitrel—; pero no puede usted ignorar lo que la Iglesia enseña, es decir, que la maldición divina pronunciada contra los judíos persigue su crimen, pero no puede alcanzar a...

—¡Pesa mucho! —dijo el señor de Brecé, que había sacado el copón del estuche y lo alzaba entre sus manos.

—Realmente, me contraría —dijo la señora de Brecé.

—¡Pesa muchísimo! —repitió el señor de Brecé.

—Y es más —añadió el padre Guitrel—. está muy bien labrado. Tiene cierto carácter de distinción que constituye, por decirlo así, el sello especial de Rondonneau hermano. Sólo el platero del arzobispado sabe escoger tan preciosamente sus modelos en las tradiciones del arte cristiano, y reproducir la for. ma y los ornamentos con tanta delicadeza como fidelidad. Este copón es un trabajo meritísimo, como una obra del si. glo trece.—La copa y la taza son de oro macizo —dijo el señor de Brecé.

—Según las reglas de la liturgia —dijo el padre Guitrel—, la copa del copón debe de ser de oro, o al menos de plata sobredorada en la parte interior.

El señor de Brecé, que tenía el copón del revés, dijo:

—El pie está hueco.

Y el padre Guitrel fijó su escrutadora mirada en la obra de Rondonneau hermano.

—No lo duden ustedes: la forma es del siglo trece; y no han podido escogerla mejor. El siglo trece es la Edad de Oro de la orfebrería religiosa. En aquella época, el copón tenía la forma de una granada, como reconocerán ustedes en esta pieza. El pie, que no es macizo, pero es grueso, se enriquece con piedras preciosas.

—¡Misericordia! ¡Piedras preciosas! —exclamó la duquesa de Brecé.

—Angeles y profetas hállanse delicadamente cincelados sobre romboides, y producen un efecto maravilloso.

—Era un bribonazo el tal Bonmont —dijo con acritud la señora de Courtrai—. Era un ladronzuelo, y su viuda no ha restituido.

—Por lo visto, ya empieza —dijo el señor de Brecé; y señalaba el resplandeciente copón.

—¿Qué hacer? —preguntó la duquesa.

—No podemos rechazar el regalo —dijo el señor de Brecé.

—¿Por qué? —interrogó la anciana señora de Brecé.

—Porque no es posible, mamá.

—Luego ¿hay que admitirlo?

—Claro... ¡Sí!

—¿Y dar las gracias?

—¡Naturalmente!

—¿Opina usted lo mismo, general?

—Fuera preferible —dijo el general— que esa señora, puesto que no tiene amistad con ustedes, se hubiese abstenido de hacerles un regalo. Pero no es justo contestar a su amabilidad con un desprecio; la cosa no admite duda.

El padre Guitrel, mientras alzaba el copón entre sus venerables manos, adujo:

—Seguramente Nuestra Señora del Sotillo mirará complacida esta joya que le regala un corazón piadoso para el tabernáculo de su altar.

—Pero, ¡caramba! —dijo el señor de Brecé—. En este caso, yo represento a Nuestra Señora del Sotillo. Si la señora de Bonmont y su hijo quieren venir a mi casa, y de fijo querrán, ¡estoy obligado a recibirlos!