El angelito (Andréiev)
EL ANGELITO
I
A veces, Sachka sentía el deseo de dejar de hacer todas esas cosas cuyo conjunto constituye lo que se llama la vida; sentía el deseo de no lavarse por la mañana con agua fría, en la que nadaban pedacitos de hielo; de no ir al colegio, donde todos le zaherían; de no tener dolor en la espalda y en todo el cuerpo cuando su madre, para castigarle, le obligaba a permanecer veladas enteras de rodillas. Pero como sólo tenía trece años y no conocía aún los medios que emplean los hombres para no vivir más cuando han vivido ya bastante, seguía yendo al colegio, permaneciendo horas enteras de rodillas, y le parecía que aquella desgraciada vida no se acabaría jamás; pasarían años y años, y él estaría siempre obligado a ir al colegio y a permanecer de rodillas en casa.
Sachka tenía un alma valerosa y rebelde; no podía mantenerse indiferente al mal, y se vengaba de la vida. Para vengarse, les pegaba a sus compañeros, les faltaba al respeto a los profesores, rompía los libros, engañaba a sus preceptores y a su madre. Su padre era el único a quien nunca engañaba. Cuando en una reyerta con sus compañeros recibía algún arañazo, se ensanchaba él mismo la herida y prorrumpía en gritos inarticulados tan fuertes que todo el que le oía tenía que taparse los oídos.
Después de gritar todo lo que quería, se callaba de pronto, sacaba la lengua y dibujaba en su cuaderno una caricatura, en la que figuraba él gritando, con una boca muy abierta, en compañía del vencedor y del pasante del colegio.
Tenía el cuaderno lleno de caricaturas de este género. La más repetida era la siguiente: una mujer gorda y bajita le pegaba a un rapaz del tamaño de una cerilla; debajo había una leyenda, escrita con gruesas letras negras, que decía: "¡Pide perdón, granuja!" "¡No, no lo pediré, aunque me mates!"
En vísperas de Navidad echaron a Sachka del colegio. Su madre le pegó, y él le mordió un dedo.
Con motivo de su expulsión, quedó completamente libre: dejó de lavarse por la mañana; durante todo el día corría por la calle con los demás muchachos; se pegaban con ellos; la única sombra de su dicha era el hambre: su madre no le daba ya de comer, y se mantenía de pan y patatas cocidas, que le daba en secreto su padre; en fin, en estas condiciones, Sachka encontraba la vida aceptable.
El viernes, día de Nochebuena, estuvo jugando con sus amigos de la calle hasta que cada uno se fué a su casa y se cerró la puerta tras el último que se retiró. Había anochecido ya, y densas tinieblas llegaban de los campos próximos. Una lucecita rojiza apareció en la casa vieja y negra, situada casi a un extremo de la ciudad, donde vivían Sachka y sus padres.
El frío se había hecho más intenso. Al pasar por el círculo luminoso proyectado por un farol, vió flotar en el aire blancos copos de nieve.
Había que volver a casa.
—¡Vagabundo, canalla!—le gritó su madre, amenazándole con el puño.
Pero no le pegó. Llevaba las mangas subidas y se veían sus gruesos brazos desnudos. Su rostro sin cejas estaba cubierto de sudor. Al pasar junto a ella, notó Sachka un penetrante olor a "vodka". La comadre se rascó la frente con la uña corta y sucia de su grueso pulgar, y, en vista de que no tenía tiempo de reñir a su hijo, se limitó a escupir con indignación y a gritarle:
—¡Ya verás, granuja! ¡Yo te enseñaré a andar por la calle sin hacer nada!
Sachka hizo un ruido con la nariz que expresaba un profundo desprecio, y pasó a la habitación inmediata, donde se oía respirar trabajosamente a su padre, Ivan Savich. El pobre hombre tenía siempre frío y trataba de calentarse, permaneciendo sentado sobre le poële, con las manos pegadas a los ladrillos.
—Sachka, la familia Svecsnikov te ha invitado al árbol de Navidad. La doncella ha venido a avisarte—murmuró.
—¡Mentira!—dijo Sachka con desconfianza.
—¡Palabra de honor! Esa bruja no ha querido decírtelo, pero te tiene ya a punto la ropa.
—¡No es verdad!—insistió Sachka, cuya extrañeza iba en aumento.
Los Sveohnikov, unos ricachones que pagaban sus estudios en el colegio, no querían nada con él desde que le echaron, y Sachka no podía creer en aquella invitación. Pero su padre le juró que era verdad. Sachka empezó a reflexionar.
—¡Apártate un poco!—dijo con tono grosero—. ¡Ocupas casi todo le poële!
Y se sentó junto a su padre, añadiendo:
—¡No iré a casa de esos cerdos! Sería demasiado honor para ellos. ¡Me llaman "píllete" los indecentes!
—¡Ah, Sachka, Sachka!—reprochó el padre—. ¡Tienes un carácter!... No podrás nunca arreglártelas en la vida.
—¿Y tú? ¡Tú te las arreglas muy bien!—replicó groseramente Sachka—. ¡Tiemblas ante una mujer! ¡Qué vergüenza! ¡Más valía que no me predicases!
El padre no contestó nada. Parecía que estaba helado. Por lo alto del tabique, que no llegaba al techo, entraba un débil resplandor, que alumbraba su ancha frente y sus ojos profundos. En otro tiempo, Ivan Savich bebía mucho "vodka", y su mujer le tenía miedo y le odiaba. Pero cuando empezó a escupir sangre y no pudo ya beber, fué su mujer la que se entregó a la bebida y contrajo el vicio del "vodka". Desde entonces, la madre de Sachka se vengaba cruelmente de lo que la había hecho sufrir aquel hombre de pecho angosto, que acostumbraba a usar palabras incomprensibles para ella, que perdía todos los empleos, que llevaba a menudo a casa tipos como él, melenudos y desdeñosos. Mientras que su marido, a causa del "vodka", cada día estaba más débil, ella, por el contrario, cuanto más bebía se ponía más gorda y adquiría más fuerza en los puños. Ya no se cuidaba de Ivan Savich, decía cuanto le venía en gana, llevaba a casa hombres y mujeres de la vecindad y cantaba en su compañía canciones frívolas. Su marido, entretanto, estaba acostado en le poële, al otro lado del tabique, acurrucado, silencioso, pensando en las injusticias y en los horrores de la vida humana. Ella se quejaba a todo el mundo de su marido y de su hijo, que, según decía, eran sus peores enemigos, y tan granuja y tan canalla uno como otro.
Un rato después, la madre le decía a Sachka:
—Pues yo te digo que irás a casa de Svechnikov.
Acompañaba cada palabra de un puñetazo en la mesa, en la que chocaban, unos contra otros, los vasos.
—¡Y yo te digo que no iré!—replicó fríamente Sachka, sintiendo un violento deseo de enseñarle a su madre los dientes, mueca a que era muy dado y que le había valido en el colegio el remoquete de Lobito.
—¡Te voy a dar una paliza!
—¿Sí? ¡Prueba!
Ella sabía que no le podía pegar, pues era bastante fuerte para defenderse y le mordería las manos. Aunque podía echarle de casa, no adelantaría nada con eso: el muchacho pasaría la noche fuera, helándose; pero no iría a casa de Svechnikov. Pensándolo así, apeló a la autoridad de su marido.
—¡Vaya un padre!—dijo—. No se atreve a decirle nada a su hijo.
—Verdaderamente, Sachka, no sé a qué viene eso—dijo Ivan Savich desde le poële—. Acaso te convenga ir... Es buena gente.
Sachka se sonrió despectivamente. Su padre había sido hacía ya mucho tiempo, antes de nacer él, preceptor en casa de Svechnikov, y tenía en muy buen concepto a dicha familia. En la época en que la servía no bebía aún. Rompió con ella cuando se casó con la hija de su patrona. Des pués se entregó a la bebida y cayó tan bajo que le encontraban con frecuencia borracho perdido en la calle y le conducían a un puesto de policía. A pesar de todo, los Svechnikov seguían dándole dinero. Su mujer, aunque los odiaba, como odiaba los libros y cuanto le recordaba el pasado de su marido, tenía en mucho las relaciones con aquella familia y se envanecía de ellas ante sus amistades.
—Quizá puedas traer algo del árbol de Navidad para mí—añadió el padre.
Aquello era una habilidad diplomática. Sachka lo comprendía muy bien y despreciaba al padre por su falta de carácter y por su poca sinceridad; pero sintió el deseo de llevarle algo, en efecto, a aquel hombre desgraciado y enfermo, que no tenía dinero ni para comprarse tabaco.
—¡Bueno, iré! ¡Dame la chaqueta!—le dijo con tono grosero a su madre—. ¡Estoy seguro de que ni siquiera le has puesto los botones!
II
No se permitía aún a los niños entrar en el salón donde se alzaba el árbol de Navidad. Esperaban, charlando, en la habitación donde jugaban. Sachka escuchaba su ingenua charla con un desprecio altivo y acariciaba en su bolsillo los cigarros que había robado en el despacho de Svechnikov, y que estaban ya rotos.
El hijo menor de Svechnikov, Kolia, se acercó a él y se quedó mirándole con cara de asombro, abiertas las piernas y el dedo en los labios inflados. A fuerza de insistentes reprimendas paternas, había abandonado, hacía seis meses, la mala costumbre de meterse el dedo en la boca; pero no podía renunciar a ella en absoluto. Tenía el pelo rubio cortado sobre la frente y largo por detrás, y los ojos, azules y atónitos. Pertenecía a la categoría de los niños a quienes Sachka detestaba y perseguía más sañudamente.
—¡Miss me ha dicho que eres un muchacho in grato!—dijo, deformando las palabras con su media lengua infantil—. ¡Y yo soy un buen muchacho!
—¡Naturalmente!—replicó Sachka, contemplan de con mirada irónica los cortos pantalones de terciopelo y el ancho cuello vuelto del niño.
—¿Quieres este fusil? ¡Tómalo!—dijo Kolia.
Y tendió a Sachka un fusil de madera, del que pendía un tapón de corcho.
El Lobito tomó el fusil, colocó el corcho en la boca del cañón y, apuntando a las narices de Kolia, que no sospechaba nada, disparó.
El tapón, después de chocar con las narices del pequeñito, se quedó colgando del fusil.
Los ojos azules de Kolia se agrandaron aún más y se humedecieron de lágrimas. Retirando el dedo de sus labios y llevándoselo a la nariz enrojecida, gritó con voz quejumbrosa:
—¡Malo! Malo!
En aquel momento entró una linda joven, cuyos cabellos rubios tapaban parte de sus orejas. Era la hermana de la señora Svecnikov, la antigua discípula del padre de Sachka.
—¡Mírele!—le dijo a un señor calvo que la seguía, enseñándole a Sachka—. ¡Sachka, saluda! No hay que ser mal educado.
Pero Sachka no saludó ni al señor ni a la joven. Ella ni sospechaba que Sachka sabía muchas cosas. Sachka estaba enterado de que su desgraciado padre había amado a aquella mujer, que había contraído matrimonio con otro; y aunque lo había hecho después de casarse su padre, Sachka lo juzgaba una traición y no podía perdonar a Sofía Dmitrievna, como se llamaba.
—¡Hay maña sangre en esas venas! —suspiró la joven—. Acaso usted, Platón Mikhailovich, pueda hacer algo por él. Mi marido dice que sería mejor colocarle en una escuela profesional que en un colegio. Sachka, ¿quieres entrar en una escue la profesional?
—¡No!—respondió lacónicamente Sachka, cuyo amor propio había sido herido por las dos palabras "mi marido".
—Entonces, ¿que quieres? ¡No te queda más que guardar vacas!—dijo irónicamente el señor calvo.
—¿Yo?—dijo indignado Sachka.
—¿Qué quieres, pues?
Sachka no sabía lo que quería.
—Me es igual—contestó, tras una corta reflexión—. Hasta estoy dispuesto a guardar vacas.
El señor calvo examinaba con ojos asombrados al extraño muchacho. Cuando alzó la vista de sus botas remendadas y le miró a la cara, Sachka le enseñó la lengua; pero la ocultó al punto. Fué una cosa tan rápida, que Sofía Dmitrievna no advirtió nada, mientras que el señor calvo montó en cólera de repente sin ninguna razón visible.
—Entraré en la escuela profesional—dijo Sachka, con tono dócil y modesto.
La linda señora se alegró grandemente.
—Mucho me temo que no haya ya plaza disponible en la escuela—observó secamente el señor calvo, evitando mirar a Sachka—. Veremos.
Los niños no podían estarse quietos y alborotaban, esperando con impaciencia ver por fin el árbol de Navidad. La experiencia del fusil, efectuada por Sachka, cuyo tamaño y cuya fama de mal educado les inspiraba un gran respeto, había encontrado entre los rapaces numerosos imitadores, y muchas naricitas, a causa de los taponazos, habían enrojecido ya.
Las niñas se desternillaban de risa cuando sus caballeros, sobreponiéndose al miedo y al dolor, aunque no pudiendo evitar ridículos guiños, recibían los taponazos.
No tardó la puerta en abrirse, y alguien dijo:
—Vamos, niños. ¡Pero despacio, despacio!
Conteniendo el aliento, y muy abiertos de antemano los ojos, los niños entraban juiciosos, de dos en dos, en el salón resplandeciente, y daban con lentitud la vuelta en torno al árbol de Navidad, lleno de luces, que lanzaba un resplandor intenso sobre sus rostros. Después de unos instantes de un silencio encantado, el salón se llenó de gritos alegres. Una de las niñas, no pudiendo dominar su entusiasmo, empezó a saltar jubilosa. Su trencita adornada con una, cinta azul le azotaba los hombros.
Sachka estaba triste y sombrío. Algo lamentable acontecía en su tierno corazón herido. El árbol de Navidad le cegaba con sus innumerables bujías; mas le era extraño, hostil, lo mismo que todos aquellos elegantes y lindos niños que se agrupaban alrededor. Le dieron ganas de empujarlo para que cayese sobre las cabecitas rubias. Le parecía que una mano férrea apretaba su corazón y lo dejaba sin gota de sangre. Sentado luego en un rincón, detrás del piano, rompía sin darse cuenta los cigarros que aún quedaban enteros en su bolsillo, y pensaba que, aunque tenía un padre, una madre, una casa, parecía estar solo en el mundo, cuyas alegrías le eran todas desconocidas. No tenía más que su cortaplumas, que amaba tanto, y que estaba provisto de una lima muy fina; pero se había estropeado mucho con el tiempo, y si se le rompía no tendría ya nada.
Súbitamente, en los pequeños ojos de Sachka se pintó el asombro y animó su rostro la expresión insolente y un poco retadora que lo caracterizaba: en el árbol de Navidad, y precisamente en el lado visible desde su rincón—que era el menos iluminado—, había visto lo que le faltaba en su vida, y sin lo cual el mundo le parecía tan desierto como si las personas que le rodeaban no fueran seres vivientes.
Era un angelito de cera suspendido y como olvidado entre las espesas ramas, y que parecía cernirse en el aire. Diríase que sus alitas transparentes de cigarra se estremecían ligeramente bajo la luz que se proyectaba sobre él, y se le creería vivo, a punto de alejarse. Sus manecitas sonrosadas, de dedos modelados con suma elegancia, se elevaban al cielo, lo mismo que su cabecita de cabellos rubios, como los de Kolia. Pero había algo en el rostro del ángel que no existía en el de Kolia ni en el de los otros niños. No lo iluminaba la alegría ni lo contraía el dolor; se veía en él el sello de otro sentimiento que no era posible determinar con palabras. Sachka no comprendía qué fuerza misteriosa le arrastraba hacia aquel angelito; pero se le antojaba que le conocía y que le había amado siempre, mucho más que a su cortaplumas, que a su padre, que al resto de los seres humanos. Sorprendido, lleno de inexplicable angustia, arrebatado, se llevó al pecho las manos cruzadas y murmuró:
—¡Angelito... angelito querido!
Cuanto más le miraba, advertía una expresión más grave en el rostro del ángel, que parecía a infinita distancia de cuanto pasaba alrededor y no se asemejaba en nada a los demás juguetes. Los demás juguetes estaban como orgullosos de hallarse tan lindos y adornados en aquel brillante árbol de Navidad, mientras que el angelito estaba triste, y, temoroso de la luz demasiado viva, ocultábase entre el ramaje para que no le viera na die. Se le antojaba a Sachka una crueldad inaudita tocar sus delicadas alas.
—¡Angelito querido!—murmuraba.
Tenía la cabeza ardiendo. Con las manos a la espalda, dispuesto a defender al angelito hasta la muerte, empezó a ir y venir, lentamente, por delante de él, andando de puntillas. No le mira ha para no llamar la atención; pero sentía que estaba allí aún, que aun no había volado al cielo.
Apareció en la puerta del salón la dueña de la casa, una señora alta e imponente, con una hermosa cabellera rubia. Los niños la rodearon, expresando ruidosamente su alegría. La niñita que había saltado, se colgó a su brazo, como si estuviera muy cansada. Sachka se acercó también a la respetable señora. Estaba tan turbado que apenas podía hablar.
—¡Tía!—dijo, procurando, sin conseguirlo, que su acento fuese acariciador—. ¡Tiíta!
Ella no le oyó, y Sachka le tiró bruscamente de la manga para llamarle la atención.
—¿Qué? ¿Qué quieres? ¿Por qué me tiras de la manga?—se extrañó la señora—. Eso está muy feo.
—Tiíta, dame aquello... aquello que hay colgado en el árbol de Navidad... aquel angelito.
—No—respondió con tono indiferente la dueña de la casa—. Hasta el día de Año Nuevo no se repartirán los regalos que hay en el árbol de Navidad. Además, eres ya mayorcito y podías llamarme por mi nombre, María Dmitrievna.
Sachka, al ver abrirse el abismo bajo sus pies, se agarró al último recurso.
—¡Me arrepiento de mi conducta!... ¡Ahora voy a ser juicioso!—balbuceó.
Pero esta promesa, que les causaba siempre a los profesores gran impresión, no le causó ninguna a la respetable dama.
—¡Harás bien, amiguito!—dijo fríamente.
Entonces Sachka, con acento rudo, insistió:
—¡Dame el angelito!
—¿No te digo que es imposible? Debías comprenderlo.
Pero Sachka no lo comprendía, y, cuando la señora se dirigió a la puerta para salir, se fué tras ella, mirando con ojos estúpidos su traje de seda. En aquel momento se acordó de que un colegial de su clase, al ver que le habían puesto, mala nota, se arrodilló ante el profesor, cruzó las manos como para rezar y empezó a llorar. El profesor se enfadó; pero acabó por ponerle mejor nota, como quería. Sachka, aunque había hecho con tal motivo una caricatura, pensó que quizá no fuera aquel un mal procedimiento. Le tiró de la falda a la dama, y, cuando se volvió hacia él, se arrodilló aparatosamente y cruzó las manos como para rezar; pero las lágrimas no acudieron a sus ojos,
—¡Tú estás loco!—exclamó la señora, y miró alrededor.
Por fortuna, no había nadie en el gabinete.
—¿Qué te pasa?
Sin levantarse, con las manos cruzadas, Sachka le dirigió una mirada de odio y dijo rudamente:
—¡Dame el angelito!
La señora advirtió en los ojos de Sachka una expresión nada apacible, y se apresuró a responderle:
—Bueno, bueno. ¡Voy a dártelo! ¡Dios mío, qué tonto eres! Voy a dártelo; pero ¿por qué no quieres esperar a Año Nuevo? ¡Levántate! Y no te arrodilles ante nadie: es humillante para un hombre. Sólo debe uno arrodillarse ante Dios.
—¡Tonterías!—se dijo Sachka, levantándose y siguiendo a la señora.
Cuando ésta descolgo del árbol el angelito, Sachka parecía devorarlo con los ojos, y, temeroso de que lo rompiese, no pudo evitar un gesto de aulor.
—¡Es bonito!—dijo la señora, que, seguramente, sentía darle a Sachka aquel juguete elegante y costoso—. ¿Quién lo habrá colgado aquí? Dime, ¿por qué tienes tanto empeño en que te lo dé? Eres ya un hombrecito y no sé para qué lo quieres. Yo te daría cualquier otra cosa... Hay libros con estampas... Este angelito se lo había yo prometido a Kolia. ¡Me lo ha pedido tanto!
Era mentira. Sachka se llenó de angustia. Apretó los dientes y hasta le pareció a la señora que le rechinaban. Temiendo una escena violenta, la señora se apresuró a darle el angelito.
—¡Tómalo!—dijo con enojo—. ¡Dios mío, qué cabezudo eres!
Sachka cogió el juguete con sus dos manos, que parecían en aquel instante dos resortes de acero; pero lo asió tan suavemente, que el angelito podría creer que volaba.
Lanzó un largo suspiro de felicidad, y dos lagrimitas aparecieron en sus ojos. Acercándose el angelito al pecho y sin apartar de la respetable señora su mirada radiante, sonreía con una son risa dulce y tierna, fuera de sí de gozo. Se diría que en el momento en que las alas delicadas tocasen el enjuto pecho del niño, iba a suceder algo extraordinario, no ocurrido nunca en esta tierra triste, pecadora y llena de miserias.
Y cuando las alitas tocaron su pecho, Sachka suspiró dulcemente. La dicha iluminó su rostro con un fulgor que parecía eclipsar el de las luces rutilantes del árbol de Navidad. Su alegría era tanta que se sonrieron al mirarle la respetable señora y el caballero calvo, de rostro severo, que se hallaba en aquel instante en el salón. Los niños, que rodeaban el árbol con gran algazara, se callaron todos de pronto, como si sintiesen el soplo de la felicidad humana. Y todos advirtieron que existía una extraña semejanza entre aquel colegial tosco, con la chaqueta demasiado corta, y el angelito, modelado por un artista desconocido.
Pero no tardó en operarse un brusco cambio. Semejante en su actitud a una pantera dispuesta a saltar, Sachka miró en torno, como buscando al atrevido que quisiera quitarle el ángel.
—Me voy a casa—dijo con voz sorda—. Me voy con mi padre.
Y se dirigió a la puerta.
III
La madre dormía, tras un día de trabajo rudo y de abundantes libaciones de "vodka", con un sueño profundo. En la habitación de detrás del tabique brillaba sobre la mesa una lamparita de cocina. Su débil luz amarillenta atravesaba con trabajo el cristal casi opaco de la pantalla, iluminando extrañamente la cara de Sachka y la de su padre.
—Es bonito, ¿verdad?—preguntó Sachka por lo bajo.
Le enseñaba a su padre el angelito sin ponerlo a su alcance para que no lo tocase.
—Sí, hay en él algo singular—murmuró el padre, mirando pensativo el juguete.
En su faz se pintaba la misma atención concentrada y la misma alegría que en el de Sachka.
—Míralo—continuó—; parece que se dispone a volar.
—¡Sí, ya lo veo!—respondió Sachka con aire triunfal—. No tengo menos vista que tú. Mira las alitas. ¡Pero no lo toques! Tienes la mala costumbre de tocarlo todo. ¡Podías romperlo!
Cruzadas las manos a la espalda, el padre se puso a examinar, can ojos sombríos, el angelito. Sobre la pared se destacaban las sombras deformes e inmóviles de dos cabezas inclinadas, una grande, de revueltos cabellos; la otra, pequeña y redonda. En la grande tenía lugar un trabajo extraño, que era un sufrimiento a la vez que un placer. Bajo las miradas atentas, el angelito se hacía más grande y más luminoso; parecía que sus alas se estremecían suavemente, y cuanto había en torno—la pared de madera ennegrecida, la mesa sucia, Sachka—se confundía en una mesa gris y monótona sin sombras ni luces. Imaginábase aquel hombre encenagado oír una voz cariñosa que venía del mundo encantado donde vivía él en otro tiempo y de donde había sido expulsado. En tal mundo no se conocían aquella suciedad, aquellos juramentos, aquella lucha terrible por la existencia; no se conocían los dolores de un hombre maltratado, humillado; allí todo era puro, alegre, radiante; y allí, en aquel mundo encantado, vivía la mujer a quien él había amado más que a su vida, y a quien había perdido, conservando, a pesar de todo, aquella vida inútil. El olor a cera que exhalaba el angelito se confundía con un perfume imperceptible, y el hombre encenagado pensaba que los dedos de aquella mujer, aquellos dedos que él besaría uno por uno hasta que la muerte paralizara sus labios, habrían tocado el juguete. Por eso el angelito le gustaba tanto y tenía para él un atractivo especial, inefable. Había bajado del cielo, donde estaba el alma de la mujer idolatrada, llevando un rayo de sol a aquel cuarto húmedo, sucio y maloliente, y también a aquel corazón a quien se había privado del amor, de la dicha y de la vida.
Junto a los ojos del hombre gastado brillaban los de un ser que empezaba a vivir. El también había olvidado su vida presente y la que le esperaba; había olvidado a su padre triste y sin ventura, a su madre brutal y malévola; había olvidado las injurias, la crueldad de los hombres, las humillaciones y los sufrimientos. Sus sueños no tenían formas concretas, eran confusos, vagos; pero por eso mismo turbaban más profusamente su alma. Diríase que el angelito concentraba en sí toda la belleza de la vida, toda la melancolía y todas las esperanzas del alma humana, y por eso exhalaba una luz tan suave y divina y se estremecían sus alitas transparentes de cigarra. El padre y el hijo no se veían uno a otro. Agitaban sus corazones emociones distintas; pero había algo que unía sus almas y anulaba el abismo que separa a los hombres y hace de ellos unos seres tan aislados, tan débiles y tan miserables.
El padre apoyó inconscientemente la mano en el cuello del hijo, cuya cabeza, inconscientemente también, se apoyó en el pecho enfermo del padre.
—¿Te lo ha dado ella?—murmuró el padre, sin apartar los ojos del angelito.
En otra ocasión, Saohka hubiera respondido rudamente que no; pero entonces sus labios mintieron sin violencia alguna.
—¡Naturalmente, ella!
Ambos se callaron.
Oyóse un ruido sordo en la habitación inmediata: la campana del reloj contaba, con sones como martillazos, las horas: una, dos, tres...
—Sachka, ¿sueñas algunas veces?—pregunto pensativo el padre.
—No—confesó Sachka—. ¡Ah, sí, no me acordaba! Una vez soñé que me caía de un tejado... Había subido a coger palomas.
—Yo sueño mucho. Los sueños, a veces, son maravillosos. Se ve todo lo que ha sucedido en otro tiempo, se ama y se sufre como en la vida real.
Hubo un nuevo silencio, y Sachka sintió que la mano apoyada en su cuello empezaba a temblar. El temblor fué en aumento, y unos sollozos contenidos turbaron de pronto la calma de la noche.
Sachka frunció severamente las cejas, y, procurando no mover el cuello, donde seguía apoyada la pesada mano paterna, enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos. Le emocionaba ver llorar a aquel viejo.
—¡Sachka, Sachka!—sollozaba el padre—. ¿Por qué tanta desgracia?
—¡Vamos!—murmuró severamente Sachka—. ¿Eres acaso un pequeñito?
—Se acabó... se acabó—excusóse, con sonrisa confusa el padre—. Más vale olvidarlo todo.
La cama crujió en la habitación inmediata bajo el peso del cuerpo de su mujer, que se despertó, suspiró y balbuceó algo ininteligible.
Había que acostarse; pero antes de hacerlo había también que encontrar un sitio para el angelito. Tras algunas vacilaciones lo colgaron con un hilo en la misma pared del horno, de manera que, aun acostados, pudieran verlo ambos.
Hecha en un momento su pobre cama, con un montón de viejos trajes, el padre se desnudó muy de prisa, se acostó boca arriba y se puso a mirar al angelito.
—¿Por qué no te acuestas tú?—preguntó a Sachka, envolviéndose frioleramente en la colcha rota y abrigándose las piernas con el gabán.
—No merece la pena; no tardaría en tener que levantarme.
Sachka quiso añadir que, además, no tenía sueño; pero no pudo llegar a decirlo, porque se durmió en el mismo instante, como si se hundiera en un río de agua profunda y rápida. No tardó el padre en dormirse también. El suave reposo y la calma se pintaron en la faz gastada del hombre cuya vida tocaba ya a su fin, y en el rostro animoso del muchacho, que apenas había empezado a vivir.
El angelito, colgado cerca del horno caliente, comenzó a derretirse. La lámpara, que Sachka no había querido apagar, impregnaba la atmósfera de olor a petróleo, y su luz alumbraba, al través de la pantalla sucia, el triste cuadro de la destrucción del angelito, que parecía dolorido. Gotas espesas resbalaban por sus piernecillas son rosadas y caían sobre el horno. Al olor a petróleo no tardó en unirse el olor denso a cera derretida.
Al poco rato se agitó de pronto el angelito, como para volar, y, con un ruido suave, cayó sobre el horno.
Un mosquito curioso se acercó, quemándose las patas, a la pequeña masa informe de cera derretida, la olfateó por todos lados y se alejó.
Al través de los visillos penetraba en la habitación la luz amarillenta del amanecer; se oían ya los primeros ruidos del día naciente.