El amigo de la muerte/II. Más servicios y méritos
II - Más servicios y méritos
editarAcababa el mes de junio de 1724.
Gil Gil llevaba dos años de zapatero; mas no por esto creáis que se había resignado con su suerte.
Tenía que trabajar día y noche para ganarse el preciso sustento, y lamentaba a todas horas el deterioro consiguiente de sus hermosas manos; leía cuando le faltaba parroquia, y ni por casualidad pisaba en toda la semana el dintel de su escondido albergue. ¡Allí vivía solo, taciturno, hipocondríaco, sin otra distracción que oír de labios de la vieja alguna que otra descripción de la hermosura de Crispina López o de la generosidad del conde de Rionuevo!
Ahora, los domingos, la cosa variaba completamente. Gil Gil se ponía sus antiguos vestidos de paje, muy conservados el resto de la semana, y se iba a las gradas de la iglesia de San Millán, la más próxima al palacio de Monteclaro, y donde su inolvidable Elena oía misa en mejores tiempos.
Allí la esperó un año y otro, sin verla aparecer. En cambio, solía encontrar estudiantes y pajes que trató cuando niño, y que le ponían ahora al corriente de cuanto sucedía en las altas esferas que ya no frecuentaba..., y por ellos precisamente estaba enterado de que su adorada seguía en Francia... ¡Por supuesto, nadie sospechaba en aquellos barrios que nuestro joven fuese en otros un pobre remendón, sino que todos lo creían poseedor de algún legado del conde de Rionuevo, quien manifestó en vida demasiada predilección al joven paje, para que se pudiera creer que no había pensado en asegurar su porvenir!
Así las cosas, y por la época que hemos citado al empezar este capítulo, hallándose Gil Gil un día de fiesta a la puerta del susodicho templo, vio llegar dos damas lujosamente vestidas y con gran séquito, las cuales pasaron lo bastante cerca de él para que reconociese en una de ellas a su fatal enemiga la condesa de Rionuevo.
Iba nuestro joven a esconderse entre la multitud, cuando la otra dama se levantó el velo, y... ¡oh, ventura...! Gil Gil vio que era su adorada Elena, la dulce causa de sus acerbos pesares.
El pobre mozo dio un grito de frenética alegría y se adelantó hacia la beldad.
Elena lo reconoció al momento, y exclamó con igual ternura que dos años antes:
-¡Gil!
La condesa de Rionuevo apretó el brazo a la heredera de Monteclaro, y murmuró, volviéndose a Gil Gil:
-Te he dicho que estoy contenta con mi zapatero... ¡Yo no calzo de viejo!... Déjame en paz.
Gil Gil palideció como un difunto y cayó contra las losas del atrio.
Elena y la condesa penetraron en el templo.
Dos o tres estudiantes que presenciaron la escena se rieron a todo trapo, aunque no la entendieron completamente.
Gil Gil fue conducido a su casa.
Allí le esperaba otro golpe.
La vieja que constituía toda su familia había muerto de lo que se llama muerte senil.
Él cayó en cama con una fiebre cerebral muy intensa, y estuvo, como quien dice, a las puertas de la muerte.
Cuando volvió en sí, se encontró con que un vecino de aquella calle, más pobre aún que él, lo había cuidado durante su larga enfermedad, no sin verse obligado, para costear médico y botica, a vender los muebles, las herramientas, el portal, los libros y hasta el traje de caballero de nuestro joven.
Al cabo de dos meses, Gil Gil, cubierto de harapos, hambriento, debilitado por la enfermedad, sin un maravedí, sin familia, sin amigos, sin aquella vieja a quien amaba ya como a una madre, y, lo que era peor que todo, sin esperanzas de volver a acercarse a su amiga de los primeros años de la juventud, a su soñada y bendecida Elena, abandonó el portal (asilo de sus ascendientes y ya propiedad de otro zapatero) y tomó a la ventura por la primera calle que encontró, sin saber adónde iba, ni qué hacer, ni a quién dirigirse, ni cómo trabajar, ni para qué vivir...
Llovía. Era una de esas tristísimas tardes en que parece que hasta los relojes tocan a muerto; en que el cielo está cubierto de nubes y la tierra de lodo; en que el aire, húmedo y macilento, ahoga los suspiros dentro del corazón del hombre; en que todos los pobres sienten hambre, todos los huérfanos frío y todos los desdichados envidia a los que ya murieron.
Anocheció, y Gil Gil, que tenía calentura, acurrucóse en el hueco de una puerta y se echó a llorar con infinito desconsuelo...
La idea de la muerte ofrecióse entonces a su imaginación, no entre las sombras del miedo y las convulsiones de la agonía, sino afable, bella y luminosa, como la describe Espronceda.
El desgraciado cruzó los brazos contra su corazón como para retener aquella dulce imagen que tanto descanso, tanta gloria y tanta dicha le ofrecía, y, al hacer este movimiento, sintió que sus manos se posaban sobre una cosa dura que tenía en el bolsillo.
La reacción fue súbita; la idea de la vida, o de la conservación, que corría atribulada por el cerebro de Gil Gil huyendo de la otra idea que hemos enunciado, asióse con toda su fuerza a aquel inesperado accidente que se le presentaba en el borde mismo del sepulcro.
La esperanza murmuró en su oído mil seductoras promesas que le indujeron a sospechar si aquella cosa dura que había tocado sería dinero o una enorme piedra preciosa, o un talismán...; algo, en fin, que encerrase la vida, la fortuna, la dicha y la gloria (que para él se reducían al amor de Elena de Monteclaro), y, diciendo a la muerte: Aguarda..., se llevó la mano al bolsillo.
Pero, ¡ay!, la cosa dura era el barrilillo de ácido sulfúrico, o, por decirlo más claramente, de aceite vitriolo, que le servía para hacer betún, y que último resto de sus útiles de zapatero, se hallaba en su faltriquera por una casualidad inexplicable.
De consiguiente, allí donde el desgraciado creyó ver un áncora de salvación, encontraron sus manos un veneno, y de los más activos.
-¡Muramos, pues! -se dijo entonces.
Y se llevó el bote a los labios...
Y una mano fría como el granizo se posó sobre sus hombros, y una voz dulce, tierna, divina, murmuró sobre su cabeza estas palabras:
-¡HOLA, AMIGO!