El amigo Manso/Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXVIII - ¡Ah!, traidor, embustero!
editar¡Tú eres, tú, pollo maldito, orador gomoso, niño bonito de todos los demonios; tú eres, tú, el ladrón de mi esperanza; tú, el que pérfidamente me ha tomado la delantera; tú, el que está ya de vuelta cuando yo apenas empiezo a andar! Lo sospechaba; pero no lo creía: ahora lo creo, lo siento, lo veo, y aún me parece que lo dudo. ¡Has tronchado mi dicha, has cerrado mi camino, mozalbete infame, y quiero ahogarte, sí, te ahogo...!
Esto que parece natural, en el estado de mi ánimo, y que encajaba a maravilla en mi desolada situación, debí decirlo sin duda, acomodándome a las conveniencias y tradiciones dramáticas del caso; pero no, no lo dije. Al ver que con su aturdimiento confirmaba Manuel sus mentiras, le traté con el mayor desprecio del mundo, diciéndole:
-No quiero molestarte. Ve solo...
Y seguí mi camino. A los pocos pasos le sentí venir detrás de mí, y oí su voz:
-Maestro, maestro...
-¿Qué quieres?
Esto pasaba en medio de la calle de Hortaleza, allí donde empalma con ella la del Barquillo, y por poco nos coge a los dos el tranvía que bajaba.
-¿Qué quieres? -repetí cuando pasó el peligro.
-Me voy con usted... Tengo que decirle...
Tomome el brazo con su amable confianza de otros días. Yo no pude menos de exclamar:
-¡Hipócrita!...
-¿Por qué?... -me respondió con frescura-. Hablaremos... Yo sé dónde ha estado usted hoy dos veces; primero por la mañana, después toda la tarde.
¡Darle a conocer mi despecho, mi confusión, el estado tristísimo en que me había puesto la evidencia adquirida recientemente...!, imposible. Era preciso afectar dos cosas: conocimiento completo del asunto, y poco interés en él. Como Catón, cuando se desgarraba el vientre con las uñas, padecí horriblemente al decirle:
«Eres un calavera, un libertino; mereces...».
-Maestro, ha llegado la hora de la franqueza -manifestó él con desenvoltura-. ¿Por quién ha sabido usted esto?
Y con afectada serenidad ¡Dios sabe lo que me costó afectarla!, le respondí:
«Necio; ¿por quién lo había de saber? Por ella misma».
-¡Ah!, ya... Habíamos convenido en revelar a usted nuestro secreto. Disputábamos sobre quién lo haría. Ella: «díselo tú». Yo: «tú debes decírselo».
Este tuteo, esta discusión en la intimidad amorosa me envenenaba la sangre. Tragué mucha saliva para poder replicar:
-Ella ha tenido conmigo una confianza nobilísima, y me ha declarado lo que yo sospechaba ya.
-Lo sospechaba usted... Es posible. Sin embargo, maestro, habíamos tomado toda clase de precauciones para que nadie descubriera nuestro secreto. Así es más sabroso...
«¡Mala cabeza!...».
Tuve que hacer poderoso esfuerzo para no llenarle de vituperios... Ardiente curiosidad se despertó en mí, y en vez de injurias, dirigile no sé cuántas interrogaciones... ¡Qué fúnebres y terribles fuisteis apareciendo ante mí, noticias, antecedentes y detalles de aquel hecho! Con temor os sospeché, con espanto os vi confirmados. Os oí en boca del traidor, como versículos del Dies iræ, y a medida que ibais formando el catafalco de mi juicio completo, mi alma se cubría de luto. Tú, idea de cómo principió aquella novela de amor; tú, noticia de lo que hicieron los muy pícaros para guardarla en profundo misterio; y tú, en fin, imagen de la viva pasión de ella, os presentasteis a mi espíritu como calaveras peladas y pavorosas, ya espantándome con el mirar profundo de vuestros huecos álveos, ya erizándome el cabello con vuestro reír seco y roce de mandíbulas... En estas cosas llegábamos a mi casa, entrábamos, subíamos. ¡Muerte y materialismo! Cuando Manuel me dijo: «Está loca por mí», yo apreté tan fuertemente el pasamanos de hierro, que me pareció sentirlo ceder, como blanda cera, entre mis dedos.
Y en mi cuarto miré a mi discípulo, que se había sentado en mi sillón, como esperando que yo le hiciera más preguntas. Le vi como el más odioso, como el más antipático, como el más aborrecible de los seres. ¡Arrojarle de mi casa...! No; esto me habría vendido, y yo quería conservar mi máscara de invulnerabilidad... Pero sí, le arrojaría con buenos modos.
«Manuel -le dije-. Esta noche tengo mucho que hacer... Un maldito prólogo para esa traducción de Spencer... Tendré que velar... Te suplico que no me distraigas, porque si empezamos a charlar, se nos iría la noche tontamente».
-¿Va usted a trabajar después de comer?
-Es preciso.
-¿No sale usted?
-No...
-Pues le dejaré a usted solo... Para concluir, amigo Manso, con lo que veníamos diciendo... esto traerá cola, quiero decir que esto no es un pasajero accidente en mi vida; esto no es una aventura; esto es serio, profundamente serio.
-De modo que también tú... -le pregunté sintiendo cierto alivio.
Se sujetó la cabeza con ambas manos, apoyando los codos en la mesa, y miró un libro abierto que por casualidad estaba allí.
«También yo -murmuró-, estoy loco por ella».
Dio un gran suspiro. La luz iluminaba ampliamente su rostro, un tanto pálido y excesivamente abatido.
«Es preciso declararlo todo, querido maestro. Voy a necesitar de sus consejos, de su útil amistad. Esto, que al principio tomé por pasatiempo, ha venido rodando, rodando, a ser la cosa más grave del mundo... Tengo la conciencia alborotada, y la imaginación hecha un volcán... Tengo que hablar de esto con mi madre...».
-Harás bien.
Como de costumbre, el gato saltó a sus rodillas. Cuando se trata de decir una cosa difícil, de esas que se resisten a venir a los labios, nada es tan socorrido, nada ayuda tanto al premioso alumbramiento como la operación maquinal de acariciar un gato. Manuel le daba pases y más pases en el lomo, y el buen animalito, con el rabo tieso y los nervios excitados, se subía por el brazo izquierdo de mi discípulo hasta rozarle con su cuerpo la cara... Y yo, deseando disimular a todo trance mi profundo interés en aquel negocio, sentía que el gato no hubiese venido a jugar conmigo, porque también (creédmelo a pie juntillas) la mejor ayuda para ocultar la agitación de nuestro ánimo es el mecánico entretenimiento de hacer fiestas a un gato.
«Vea usted... maestro... Parece mentira cómo se van eslabonando las cosas; cómo paso a paso, de tontería en tontería, se llega a lo que parecía más lejano, más imposible...».
No sabiendo qué hacer, me puse a hojear un libro, y después a revolver papeles, haciendo como que buscaba un objeto perdido; y daba manotadas sobre la mesa...
«Si me hallo más comprometido de lo que parece, maestro, la culpa la tiene su hermano de usted. Por algo me fue este señor tan antipático desde que usted me presentó en su casa...».
-También tú tienes unas cosas... -gruñí, por aquello de que estar completamente mudo no era propio de un buen disimular.
Cogí un papel, y como si este fuera lo que buscaba, me puse a leerlo con fingida atención. Era el prospecto de una zapatería, que no sé cómo había ido allí.
«¡Su hermano de usted!... ¡qué punto! Entre él y la García Grande, Doña Cosa Atroz... ¿Usted sabe la que tenían armada los dos contra mi pobre...?».
-Hombre, sí -dije con murmurio, que más debía parecer gemido-. Lo sé... pero no se puede juzgar así de las intenciones.
-¿Cómo que no?... A poco más la sitian por hambre... La suerte que yo... Hace tres noches salí de mi casa decidido a armar el escándalo H... Estaba fuera de mí, querido Manso; deseaba hacer cualquier barbaridad...
-¡Drama, violencia!... la pasión juvenil...
Estas palabras sueltas y sin sentido salían de mí como burbujas de un líquido que hierve. Mi semblante debía de parecer una mascarilla de yeso; pero yo me ponía delante el papelucho para que Manuel no me viera, y por delante de mis ojos pasaban, cual bufones cojos, unos rengloncillos diciendo: «botinas de chagrin, para señora, 54 reales», o cosa por el estilo.
«Aquella noche llevé un revólver... Yo había comprado a Melchora, la criada. Me metí en la casa... Me escondí... Si llega a presentarse su hermano de usted... le mato...».
Volví a mirar a Manuel, en cuyo rostro vi la decisión juvenil, el brío del amor, y cuanto de poético y romancesco puede encerrar el espíritu del hombre. Pareciome un caballero calderoniano con su espada, chambergo y ropilla; y yo a su lado... ¡Oh!, genios de la ilusión, apartad la vista de mí, la figura más triste y desabrida del mundo.
«Pero mi hermano no fue...».
-Le esperamos. Todos dormían. La noche estaba hermosísima. Callandito salimos al balcón. ¡Qué noche, qué cielo estrellado!, ¡qué silencio en las alturas!... y luego las sombras entrecortadas de las calles, y el roncar de Madrid, soñoliento, enroscándose en su suelo salpicado de luces de gas... Maestro, hay momentos en la vida que...
Di una vuelta sobre mí mismo, como veleta abofeteada por el viento... Inclineme para recoger un papel que no se había caído...
«Hay momentos, maestro... Parece mentira que toda la esencia de la vida, Dios, la inmortalidad, la belleza, el mundo moral todo entero, la idea pura, la forma acabada quepan en un solo vaso y se puedan gustar de un sorbo...».
Se me presentaba ocasión de decir algo humorístico que aliviara mi espíritu. Así lo hice, y de mi amargura brotó esta chanza:
«Metafísico estás... y poeta de redomilla...».
Debí de reírme como los que suben al patíbulo. Y haciendo como que me picaba horriblemente el cuello, me volví y me hice un ovillo para aplacar con el roce de mis dedos la comezón. Creo que me hice sangre, mientras Manuel decía:
«A la mañana siguiente volví...».
-¿Con revólver?...
-Se me olvidó llevarlo... La pasión me trastornaba el juicio. Ni peligros, ni obstáculos veía yo...
Como una máquina de hablar, como el frío metal del teléfono que habla lo que le apunta la electricidad, así dije yo: «Romeo y Julieta», sin saber de dónde me habían venido aquellas palabras, porque mi cerebro se había quedado vacío.
«Estuve hasta la madrugada; todos dormían. Al escaparme, ya cuando aclaraba el día, hice un poco de ruido, y salió doña Cándida gritando: '¡ladrones!'».
Esto lo oí desde mi alcoba, adonde fui a buscar refugio, huyendo de un vengativo impulso que brotó en mí... Casi rompo a gritar y declaro... ¡Mengua insigne para mí vender un secreto que debe bajar al sepulcro conmigo! Sudé gotas enormes, frías y pesadas como las del Monte Olivete y en la oscuridad de mi alcoba, donde seguí haciendo el papel de que buscaba algo, me apabullé con mis propias manos, y grité en silencio de agonía: «¡aniquílate, alma, antes que descubrirte!». Creo que di dos o tres vueltas en la oscura habitación, y transcurrió un espacio de tiempo en el cual no sé a punto fijo lo que hice, porque positivamente perdí la razón y el conocimiento de mí mismo. Recuerdo tan sólo vocablos sueltos, ideas incompletas que me escarbaban la mente, y es probable que dijera: «ladrones... doña Cándida no encontrar fósforos...» o bien otros disparates por el estilo.
Cuando recobré mi juicio, aparecí en el despacho, miré a Manuel... Petra, mi ama de llaves, entraba en aquel momento...
«Travesuras de gravísimas consecuencias -dije con voz campanuda-. Petra, la comida».
Manuel miró su reloj y yo miré el mío.
«Yo tengo las ocho y veinte... voy adelantado».
-Yo las ocho y siete... voy atrasado. ¿Quieres comer?
-Gracias. ¿Y qué me aconseja usted?
-La cosa es grave... Hay que pensarlo...
Sentí que me serenaba un tanto. Declarome él entonces algo que no sé si me fue agradable o penoso en tan crítico momento. Mis ideas estaban trastrocadas, mis sentimientos barajados en desorden; unas y otros aparecían fuera de tiempo. Anarquía loca reinaba en mi espíritu, y mi razón, hecha un ovillo, se escondía donde nadie podía encontrarla. Alegreme de ver que Manuel tenía prisa; prometile que hablaríamos del mismo asunto otro día, y se fue...