El amigo Manso/Capítulo XXXIII


Capítulo XXXIII - ¡Dichoso corazón humanitario! editar

Eras un adminículo de universal aplicación, maquinilla puesta al servicio de los demás; eras, más propiamente, un fiel sacerdote de lo que llamamos el otroísmo, religión harto desusada. Si dabas flores, te faltaba tiempo para ponerlas en el vaso de la generosidad, abierto a todo el mundo; si echabas espinas, te las metías en el bolsillo del egoísmo, y te pinchabas solo... Esto pensaba, camino del Gobierno de provincia, lugar seguro para encontrar lo que hacía falta a mi ahijadito. Antes había tratado de ver a Augusto Miquis, joven y acreditado médico, amigo mío. No le encontré, pero sus amigos me dijeron que quizás le hallaría en el Gobierno civil. Afortunadamente estaba encargado del reconocimiento de amas. Esta feliz coincidencia me animó mucho; di por salvado a Maximín, y sin tardanza me personé en aquella paternal oficina, ejemplo que, con otros muchos, viene a confirmar la vigilancia omnímoda de nuestra administración y lo desgraciados que seríamos si ella no cuidase de todo lo que nos concierne, llevándonos en sus amorosos brazos desde la cuna al sepulcro. Con decir que por darnos todo nos daba hasta la teta, está dicho. Yo había visto la administración-médico, la administración-maestro, y otras muchas variantes de tan sabio instituto; pero no conocía la administración-nodriza. Así, quedeme pasmado al entrar en aquella gran pieza, nada clara ni pulcra, y ver el escuadrón mamífero, alineado en los bancos fijos de la pared, mientras dos facultativos, uno de los cuales era Augusto, hacían el reconocimiento. El antipático ganado inspiraba repulsión grande, y mi primer pensamiento fue para considerar la horrible desnaturalización y sordidez de aquella gente. Las que habían tomado por oficio semejante industria se distinguían al primer golpe de vista de las que, por una combinación de desgracia y pobreza, fueron a tan indignos tratos. Las había acompañadas de padres codiciosos, otras de maridos o socios. Rarísimas eran las caras bonitas, y dominaba en las filas la fealdad, sombreada de expresión de astucia. Era la escoria de las ciudades mezclada con la hez de las aldeas. Vi pescuezos regordetes con sartas de coral, orejas negruzcas con pendientes de filigrana; mucho pañuelo rojo de indiana tapando mal la redondez de la mercancía; refajos de paño negro redondos, huecos, inflados como si ocultaran un bombo de lotería; medias negras, abarcas, zapatos cortos, botinas y pies descalzos. Faltaban en la pared los escudos de Pas, Santa María de Nieva, Riofrío, Cabuérniga y Cebreros, y como inscripción ornamental, el endecasílabo de aquel poeta culterano que, no teniendo otra cosa que cantar, cantó la nodriza, y la llamó lugarteniente del pezón materno.

Entraban personas que, como yo, iban en busca del remedio de un niño, y se oían contrataciones y regateos. Había lugarteniente que elogiaba su género como un vinatero el contenido de sus pellejos. Había exploraciones de que en otro lugar se espantaría el recato, curioso de durezas para distinguir lo muscular de lo adiposo, y, como en el mercado de caballos, se decía veamos los dientes, y se observaba el aire, la andadura, el alzar y mover las patas. ¡Permitiera Dios que no os hubiera visto en tal cantidad, flácidos ubres, aquí saliendo con vergüenza de entre bien puestos cendales, allí surgiendo de golpe como pelota de goma por la abertura de un pañuelo rojo, y que no os mirara estrujados por los dedos experimentadores del profesor o de la partera! En un lado el facultativo examinaba aréolas; en otro Miquis, después de rebuscar vestigios de pasadas herejías, cogía el lactoscopio y poniendo en él la preciosa sustancia de nuestra vida, miraba junto a la ventana, al trasluz, la delgadísima lámina líquida, entre cristales extendida.

«En esta, todo es agua... -decía-; esta tal cual... mayor cantidad de glóbulos lácteos... Hola, amigo Manso, ¿qué busca usted por estos barrios?».

-Vengo por una... y pronto, amigo Miquis. Deme usted lo mejor que haya, y a cualquier precio.

-¿Se ha casado usted o se ha hecho padre de hijos ajenos?

-Más bien lo segundo... Tengo mucha prisa, Augusto; me están esperando...

-Esto no es cosa de juego; espere usted, amiguito.

Me miró, sin apartar de su ojo derecho el maldito instrumento, con tan picaresca malicia, que me hizo reír, aunque no tenía ganas de bromas.

Y cuando preparaba el adminículo para echar en él nuevo licor, me amenazó con rociarme, diciendo:

«Si no se quita usted de delante...».

¡Maldito Miquis! Siempre había de estar de fiesta, sin tener en cuenta la gravedad de las circunstancias.

«Querido, que tengo prisa...».

-Más tengo yo. ¿Le parece a usted que es agradable este viaje diario por la vía láctea?... Estoy deseando soltar los trastos y que venga otro. Luego nos queda el examen químico con el lacto-butirómetro... Porque hay falsificaciones, amigo. ¿Ve usted? Las hay que son cartuchos de veneno, y aquí velamos por la infancia. Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, la generación futura va ser bonita, sí señor; se van a divertir los del siglo veinte, que será el siglo de las lagartijas.

-Pero Miquis, que es tarde, y...

-A ver, Sánchez, Sánchez.

Sánchez, que era el otro médico, se acercó.

«A ver, aquella, la que vimos antes. Es la única res que vale algo. La segoviana... ahí está, la que tiene una oreja menos, porque se la comió un cerdo cuando era niña».

-¿Es buena?

-Bastante buena, primeriza, inocentísima. Me ha contado que era pastora. No recuerda de dónde le vino la desgracia, ni sabe quién fue el Melibeo... Esta gente es así. Suele resultar que las ignorantonas saben más que Merlín. Allí está. Vea usted qué facciones, jamás lavadas... Creo que para salir del paso... ¿Es para un sobrinito de usted?

-Y ahijado por más señas.

-A veces más vale un padrino que un padre... Diga usted, ¿es cierto que José María se ha hecho hombre de distracciones?... Ahora le veo todos los días. Es vecino mío.

-¡Vecino de usted!

-Sí; vivo allá por Santa Bárbara. En el tercero de mi casa se nos ha metido hace tres días una señora...

-¡Doña Cándida! -murmuré, sintiendo que la malicia de Miquis se infiltraba en mi corazón, cual mortífera ponzoña.

-Mi mujer me ha contado que la vio subir con una joven. ¿Es hija suya?

-Sobrina.

-Bonita. Su hermano de usted va todas las tardes... Eso me han dicho. Cuando nos encontramos en la escalera, hace como que no me conoce, y no me saluda.

-Mi hermano es muy particular...

Y diciéndolo me puse torvo, y cayeron al suelo mis miradas con pesadez melancólica, y se quedó embargado mi espíritu de tal modo que dejé de ver el reconocimiento, el antipático rebaño y los médicos...

«Aquí la tiene usted -me dijo aquel señor Sánchez, bondadosísimo, presentándome una humana fiera, vestida de paño pardo, rodeada de refajo verdinegro que la asemejaba a una peonza dando vueltas-. Es buena. No haga usted caso de esto de la oreja. Es que se la comió un cerdo cuando niña. Por lo demás, buena sangre... buena dentadura. A ver, chica, enseña las herramientas. No hay señales de mal infeccioso».

Y mirándola apenas, me dispuse a llevármela conmigo. Ella graznó algo, mas no lo entendí. Como aldeano que tira del ronzal para llevarse el animalito que ha comprado en la feria, así tiré de la manta de lana que la pastora llevaba sobre sus hombros, y dije: «vamos».

«Abur, Manso».

-Miquis, abur, y muchas gracias.

Al salir, observé que el ronzal arrastraba, con la bestia, otras de su misma especie, a saber: un padre, involucrado también en paño pardo, como el oso en su lana, con sombrero redondo y abarcas de cuero; una madre, engastada en el eje de una esfera de refajos verdes, amarillos, negros, con rollos de pelo en las sienes; dos hermanitos de color de bellota seca, vestidos de estameña recamada de fango, sucios, salvajes, el uno con gorra de piel y el otro con una como banasta a la cabeza.

Y en la calle el venerable cafre que hacía de padre, me paró y ladró así:

«Diga, caballero, ¿cuánto va a dar a la mocica?».

-Porque somos gente honrada -regurgitó la mamá silvestre-. Mi Regustiana no va a cualquier parte.

-Señor -bramó uno de los muchachos-. ¿Quiéreme por criado?

-Oiga, señor -añadió el autor de los días de Regustiana-. ¿Es casa grande?

-Tan grande que tiene nueve balcones y más de cuarenta puertas.

Cinco bocas se abrieron de par en par.

-¿Y a dónde es? ¿Y cuánto le va a dar a la mocica?

-Se le pagará bien. Verán ustedes qué señora tan buena.

-¿Es buena la señora? Llévenos pronto.

-Ahora mismo. Y les voy a llevar en coche.

Abrí la portezuela. Consideré las fumigaciones a que debía someterse después el vehículo, si llevaba todo aquel rústico cargamento...

-No, conmigo no van más que la chica y la madre. Los hombres que vayan a pie.

-No, señorito, llévenos a todos -exclamaron a coro, con el tono plañidero de los mendigos que asaltan las diligencias.

-No, lo que es sin mí no va mi hija -manifestó gravemente el papá, con aspavientos de dignidad.

-¡Llévenos a todos!... Yo me monto atrás -dijo uno de los chicos-. Diga, señor ¿me tomará por criado?

-Y yo alante -gritó el otro.

-Diga, señor, ¿y cuánto me dará?

Me aturdían estrujándome, porque hablaban más con las patas delanteras que con la boca, me sofocaban con sus preguntas, con sus gestos, y al fin, deseando concluir pronto, cargué con todos y los llevé a casa de mi hermano.

Cuando entré, me reía de mí mismo y de la figura que hacía pastoreando aquel rebaño. Tuve intención de decir: «ahí queda eso», y marcharme a donde me solicitaban mi curiosidad y mi afán; pero esto hubiera sido muy inconveniente, y me detuve hasta ver qué tal recibía Máximo a su nueva mamá, y cómo se desenvolvía Manuela con los indómitos padres y hermanitos de la tal Robustiana. Atenta mi cuñada a la necesidad de su hijo, y a ver si tomaba bien el pecho, no se cuidaba de la cola que el ama traía. Sentado en el recibimiento, el padre aguardaba con tiesa compostura el resultado de la prueba; los chicos huían por los pasillos, aterrados de la vista de Ruperto; y la madre, sin separarse de su moza, examinaba todo lo que veía con miradas de espanto y júbilo, y estaba como suspensa y encantada. Tan maravillosa era la casa a sus ojos, que sin duda se figuraba estar en los palacios del Rey.

Y Maximín, ¡oh Virgen de la Buena Leche!, chupaba, y veíamos con gozo sus buenas disposiciones gastronómicas y aquella codicia egoísta con que se agarraba al negro seno, temeroso de que se lo quitaran. Lica lloraba de contento.

«Eres un ángel del Cielo, Máximo. Si no es por ti... ¡Qué mujer me has traído! Ya la quiero más... Tiene ángel. En seguida la vamos a poner como una reina. ¿Y su madre?... ¡qué buena es! ¿Y su padre? Un santo. ¿Y los hermanitos?, ¡unos pobrecillos! Ya he dicho que les den de almorzar a todos... ¡los pobres!... ¡Me da una lástima!... Es preciso protegerlos bien, sí. Me dijo la madre que no tienen nada de comer, que no ha llovido nada, que no cogen nada y tienen que pedir limosna... ¡Gente mejor...!».

Todo esto me parecía muy bien. Yo no hacía falta allí... Andando. Pasillos, escaleras, calle, ¡qué largos me parecíais!