El amigo Manso/Capítulo XXXI


Capítulo XXXI - ¡Es una hipócrita! editar

Esto caía sobre mi mente como recio martillazo sobre el yunque, y hacía vibrar mi ser todo.

«Pero, Lica, cálmate, razona...».

-Yo no calculo, tonto, yo siento, yo adivino, yo soy mujer.

-¿Qué has visto?

-Pues últimamente Irene daba muy mal las lecciones. Iba para atrás como los cangrejos. Todo lo enseñaba todo al revés... Una tarde... Ahora doy más importancia a estas cosas... la pillé leyendo una carta. Cuando entré la guardó precipitadamente. Tenía los ojos encendidos... Luego este afán de ir a casa de su tía... ¡Qué fresco! Voy comprendiendo que también la tía es buena lámpara...

-¡Leía una carta! Pero esa carta, ¿por qué había de ser de tu marido?

-Yo no sé... la vi de lejos, un momento... Fue como un relámpago... No vi las letras; pero mira tú, me parecía ver aquellas pes y aquellas haches tan particulares que hace José María... Esa chica, esa... No, no, aquí hay algo, aquí hay algo. Esta noche hablaré clarito a mi marido. Me voy para Cuba. Si él quiere mantener queridas, y arruinarse, y tirar el pan de mis hijos, yo soy madre, yo me voy a mi tierra, yo me ahogo en esta tierra, yo no quiero que la gente se ría de mí, y que con mi dinero echen fantasía las bribonas... ¡Mamá, mamá!

Y a punto que aparecía doña Jesusa, pesada y jadeante, Lica, la buena y pacífica Manuela cayó en un paroxismo de ira y celos tan violento, que allá nos vimos y deseamos para hacerla entrar en caja. Después de llorar copiosamente en brazos de su madre, la cual daba cada gemido que partía el corazón, perdió el conocimiento, y disparados sus nervios, empezó una zambra tal de convulsiones y estirar de brazos y encoger de piernas, que no podíamos sujetarla. Tan sólo el ama con su poderosa fuerza pudo domeñar los insubordinados músculos de la infeliz esposa, y al fin se tranquilizó esta, y le administramos, por fin de fiesta, una taza de tila.

«Nos iremos, niña de mi alma -le decía doña Jesusa-, nos iremos para nuestra tierra, donde no hay estos zambeques».

Toda la tarde y parte de la noche tuve que estar allí, acompañándola. Cuando me retiré, José María no había venido aún. Pero a la mañana siguiente, cuando fui, después de la clase, a ver si ocurría un nuevo desastre, encontré a Manuela muy sosegada. Su marido había entrado tarde, y al verla tan afligida, le había dado explicaciones que debieron de ser muy satisfactorias, porque la infeliz estaba bastante desagraviada y casi alegre. Era la criatura más impresionable del mundo, y cedía con tal ímpetu a las sensaciones del último instante, que por nada se enardecía, y por menos que nada se desenojaba. El furor y el regocijo se sucedían en ella llevados por una palabra, como lucecillas que con un soplo se apagan. Su credulidad era más fuerte siempre que su suspicacia, y así no comprendo cómo el bruto de José María no acertaba a tenerla siempre contenta. Aquel día lo consiguió, porque en los momentos críticos de la vida sabía el futuro marqués emplear algún tacto o más bien marrullería. Él también estaba festivo, y cuando hablamos del peligroso asunto, me dijo:

«Parece que todos sois tontos en esta casa. Porque se me haya antojado decir dos bromas a Irene y la llevara ayer tarde en mi coche, se ha de entender... Sois verdaderamente una calamidad, y tú, sabio, hombre profundo, analizador del corazón humano, ¿crees que si hubiera malicia en esto, había de manifestarla yo tan a las claras?».

-No, si yo no creo nada. Lo que haya de cierto, al fin se ha de saber, porque ninguna cosa mala se libra hoy del correctivo de la publicidad, correctivo ligero ciertamente, y para algunos ilusorio, pero que tiene su valor, a falta de otros... Ya que de esto hablamos, ¿no podrías dar alguna luz en un asunto que me ha llenado de confusión? ¿No podrías decirme de dónde le ha venido a doña Cándida esa fortunilla que le permite poner casa y darse lustre?...

-Hombre, qué sé yo. Aquí me trajo unas letras a descontar... Le di el dinero. No es gran cosa, una miseria. Sólo que ella pondera mucho, ya sabes, y cuenta las pesetas por duros, para gastarlas después como céntimos. Si he de decirte de dónde provenían las letras, verdaderamente no lo sé. Tierras vendidas, o no sé si unos censos... en fin, no lo sé, ni me importa. Supongo que la casa que ha puesto será algún cuartito alto con cuatro pingos... ¡Pobre señora!... Vamos, ¿y qué dices de la sesión de ayer? Si vieras; salió el ministro con las manos en la cabeza, y el centro izquierdo quedó fundido con el ángulo derecho... ¿Te has enterado de las declaraciones de Cimarra? Nosotros...

-No me he enterado de nada.

-Y en el correo de pasado mañana debe venir mi acta. Si tú no fueras una calamidad, podrías aceptar los ofrecimientos que me ha hecho el ministro.

-Hombre, déjame en paz... Volviendo a doña Cándida...

-Déjame tú en paz con doña Cándida.

Conocí que no era de su agrado aquel tema, y tomé nota.

«¡Ah!... aquí tienes los periódicos que se ocupan de la velada... Mira; este te llama concienzudo, que es el adjetivo que se aplica a los actores medianos. Aquel te pone en las nubes. Váyase lo uno por lo otro. Con respecto a Peña, están divididos los pareceres: todos convienen en que tiene una gran palabra, pero hay quien dice que si se exprime lo que dijo, no sale una gota de sustancia. ¿Quieres que te diga mi opinión? ¡Pues el tal Peñita me parece un papagayo! ¡Lo que vale aquí la oratoria brillante y esa facultad española de decir cosas bonitas que no significan nada práctico! Ya hablan de presentar diputado a Peñita y dispensarle la edad... Como si no tuviéramos aquí hombres graves, hombres encanecidos... Te lo digo con franqueza... me revienta ese niño y su manera de hablar... Lo que es en el púlpito no tendría igual para hacer llorar a las viejas... pero en un Congreso... ¡Hombre, por amor de Dios! Es verdaderamente lamentable que se hagan reputaciones así. Después de todo, ¿qué dijo? Las Cruzadas, Cristóbal Colón, las hermanas de la caridad con sus tocas blancas... Por amor de Dios, hombre, yo creo que concluiremos por hablar en verso, del verso se pasará a la música, y, por fin, las sesiones de nuestras Cámaras serán verdaderas óperas... Vete al Congreso de los Estados Unidos, oye y observa cómo se tratan allí las cuestiones. Hay orador que parece un borracho haciendo cuentas. Y sin embargo, ve a ver los resultados prácticos... Es verdaderamente asombroso. Nada, nada, estos oradores de aquí, estas eminencias de veinte años, estos trovadores parlamentarios me atacan los nervios. Y lo que es el tal Peñita me revienta. Yo le pondría a picar piedra en una carretera, para que aprendiese a ser hombre práctico. Y desde luego a todo aquel que me hablase de ideales humanos, de evoluciones, de palingenesia, le mandaría a descargar sacos al muelle de la Habana, o a arrancar mineral en Río Tinto para que adquiriera un par de ideas sobre el trabajo humano. Por amor de Dios, hombre, no digas que no. Háganme autócrata, denme mañana un poder arbitrario y facultades para hacer y deshacer a mi gusto. Pues mi primera disposición sería crear un presidio de oradorcitos, filósofos, poetas, novelistas y demás calamidades, con la cual dejaría verdaderamente limpia y boyante la sociedad».

-¡José! -exclamé con efusión humorística y hasta con entusiasmo-, eres el mayor bruto que conozco.

-Y tú la octava plaga de Egipto.

-Y tú la burra de Balaam.

Parecíame que se amoscaba... Pues yo también.

-Pues todos en presidio, veríais qué bien quedaba esto.

-Sí, la nación sería un pesebre.

-Eso... lo veríamos. Yo hablaría...

-Y dirías mu...

-Hombre, la vanidad, la suficiencia, el tupé de estos señores sabios es verdaderamente insoportable. Ellos no hacen nada, ellos no sirven para nada; son un rebaño de idiotas...

Y se amoscaba más.

«Pero la vanidad del ignorante -dije yo-, además de insoportable es desastrosa, porque funda y perfecciona la escuela de la vulgaridad».

-Pues mira cómo estamos, gobernados por tanto sabio.

-Mira cómo estamos, gobernados por tanto necio.

-No, señor.

Se puso pálido.

-Pues sí señor.

Me puse rojo.

-Eres lo más...

-Y tú...

Trémulo de ira salió, cerrando la puerta con tan furioso golpe, que retembló toda la casa. Y cuando nos vimos luego, evitaba el dirigirme la palabra, y estaba muy serio conmigo. Por mi parte, no conservaba de aquella disputa pueril más que la desazón que su recuerdo me producía, unida a un poquillo de remordimiento. Deploraba que por cuatro tonterías se hubiera alterado la buena armonía y comunicación fraternal que entre los dos debía existir siempre, y si hubiera sorprendido en él la más ligera inclinación a olvidar la reyerta, me habría apresurado a celebrar cordiales y duraderas paces. Pero José estaba torvo, cejijunto, y al pasar junto a mí, no se dignaba mirarme.